Fábula I.
El raposo enfermo
El tiempo, que consume de hora en hora
Los fuertes murallones elevados,
Y lo mismo devora
Montes agigantados,
A un Raposo quitó de día en día
Dientes, fuerza, valor, salud; de suerte
Que él mismo conocía
Que se hallaba en las garras de la muerte.
Cercado de parientes y de amigos,
Dijo en trémula voz y lastimera:
»¡Oh
vosotros, testigos
De mi hora postrera,
¡Atentos
escuchad un desengaño!
Mis ya pasadas culpas me atormentan,
Ahora, conjuradas en mi daño,
¿No
veis cómo a mi lado se presentan?
Mirad, mirad los gansos inocentes
Con su sangre teñidos,
Y los pavos en partes diferentes,
Al furor de mis garras, divididos.
Apartad esas aves que aquí veo,
Y me piden sus pollos devorados:
Su infernal cacareo
Me tiene los oídos penetrados.«
Los raposos le afirman con tristeza,
No sin lamerse labios y narices:
»Tienes debilitada la cabeza;
Ni una pluma se ve de cuanto dices.
Y bien lo puedes creer, que si se viese...«
»¡Oh
glotones! callad; ya, ya os entiendo,
El enfermo exclamó; si yo pudiese
Corregir las costumbres cual pretendo!
¿No
sentís que los gustos,
Si son contra la paz de la conciencia,
Se cambian en disgustos?
Tengo de esta verdad gran experiencia.
Expuestos a las trampas y a los perros,
Matáis y perseguís a todo trapo,
En la aldea gallinas, y en los cerros
Los inocentes lomos del gazapo.
Moderad, hijos míos, las pasiones;
Observad vida quieta y arreglada,
Y con buenas acciones
Ganaréis opinión muy estimada.«
»Aunque nos convirtamos en corderos,
Le respondió un oyente sentencioso,
Otros han de robar los gallineros
A costa de la fama del Raposo.
Jamás se cobra la opinión perdida:
Esto es lo uno. A más,
¿usted
pretende
Que mudemos de vida?
Quien malas mañas ha... ya usted me entiende.«
»Sin embargo, hermanito, crea, crea...
El enfermo le dijo.
¡Mas
qué siento!...
¿No
oís que una gallina cacarea?
Esto sí que no es cuento.«
Adiós, sermón; escápase la gente.
El enfermo orador esfuerza el grito:
»¿Os
vais, hermanos? pues tened presente
Que no me haría daño algún pollito.«
Fábula II.
Las entierro de la
leona
En su regia caverna, inconsolable
El rey león yacía,
Porque en el mismo día
Murió
¡cruel
dolor! su esposa amable.
A palacio la corte toda llega,
Y en fúnebre aparato se congrega.
En la cóncava gruta resonaba
Del triste rey el doloroso llanto;
Allí los cortesanos entre tanto
También gemían porque el rey lloraba;
Que si el viudo monarca se riera,
La corte lisonjera
Trocara en risa el lamentable paso.
Perdone la difunta: voy al caso.
Entre tanto sollozo
El ciervo no lloraba, yo lo creo;
Porque, lleno de gozo,
Miraba ya cumplido su deseo.
La tal reina le había devorado
Un hijo y la mujer al desdichado.
El ciervo, en fin, no llora;
El concurso lo advierte:
El monarca lo sabe, y en la hora
Ordena con furor darle la muerte.
»¿Cómo
podré llorar, el ciervo dijo,
Si apenas puedo hablar de regocijo?
Ya disfruta, gran rey, más venturosa,
Los Elíseos Campos vuestra esposa:
Me lo ha revelado, a la venida,
Muy cerca de la gruta aparecida.
Me mandó lo callase algún momento,
Porque gusta mostréis el sentimiento.«
Dijo así; y el concurso cortesano
Aclamó por milagro la patraña.
El ciervo consiguió que el soberano
Cambiase en amistad su fiera saña.
Los que en la indignación han incurrido
De los grandes señores
A veces su favor han conseguido
Con ser aduladores.
Mas no por esto advierto
Que el medio sea justo; pues es cierto
Que a más príncipes vicia
La adulación servil que la malicia.
Fábula III.
El poeta y la rosa
Una fresca mañana,
En el florido campo
Un Poeta buscaba
Las delicias de mayo.
Al peso de las flores
Se inclinaban los ramos,
Como para ofrecerse
Al huésped solitario.
Una Rosa lozana,
Movida al aire blando,
Le llama, y él se acerca;
La toma, y dice ufano:
»Quiero, Rosa, que vayas
No más que por un rato
A que la hermosa Clori
Te reciba en su mano.
Mas no, no, pobrecita;
Que si vas a su lado,
Tendrás de su hermosura
Unos celos amargos.
Tu suave fragancia,
Tu color delicado,
El verdor de tus hojas
Y tus pimpollos caros
Entre estas florecillas
Pueden ser alabados;
Mas junto a Clori bella,
Es locura pensarlo.
Marchita, cabizbaja,
Te irías deshojando,
Hasta parar tu vida
En un desnudo cabo.«
La Rosa, que hasta entonces
No despegó sus labios,
Le dijo, resentida:
»Poeta chabacano,
Cuando a un héroe quieras
Coronar con el lauro,
Del jardín de sus hechos
Has de cortar los ramos.
Por labrar su corona,
No es justo que tus manos
Desnuden otras sienes
Que la virtud y el mérito adornaron.«
Fábula IV.
El búho y el hombre
Vivía en un granero retirado
Un reverendo Búho, dedicado
A sus meditaciones,
Sin olvidar la caza de ratones.
Se dejaba ver poco, mas con arte:
Al Gran Turco imitaba en esta parte.
El dueño del granero
Por azar advirtió que en un madero
El pájaro nocturno
Con gravedad estaba taciturno.
El Hombre le miraba y se reía;
»¡Qué
carita de pascua! le decía;
¿Puede
haber más ridículo visaje?
Vaya, que eres un raro personaje.
¿Por
qué no has de vivir alegremente
Con la pájara gente,
Seguir desde la aurora
A la turba canora
De jilgueros, calandrias, ruiseñores,
Por valles, fuentes, árboles y flores?«
»Piensas a lo vulgar, eres un necio,
Dijo el solemne Búho con desprecio;
Mira, mira, ignorante,
A la sabiduría en mi semblante:
Mi aspecto, mi silencio, mi retiro,
Aun yo mismo lo admiro.
Si rara vez me digno, como sabes,
De visitar la luz, todas las aves
Me siguen y rodean: desde luego
Mi mérito conocen, no lo niego.«
»¡Ah
tonto presumido!
El Hombre dijo así; ten entendido
Que las aves, muy lejos de admirarte,
Te siguen y rodean por burlarte.
De ignorante orgulloso te motejan,
Como yo a aquellos hombres que se alejan
Del trato de las gentes,
Y con extravagancias diferentes
Han llegado a doctores en la ciencia
De ser sabios no más que en la apariencia."
De esta suerte de locos
Hay hombres como búhos, y no pocos.
Fábula V.
La mona
Subió una Mona a un nogal.
Y cogiendo una nuez verde,
En la cáscara la muerde;
Con que la supo muy mal.
Arrojóla el animal,
Y se quedó sin comer.
Así suele suceder
A quien su empresa abandona.
Porque halla, como la mona,
Al principio qué vencer.
Fábula VI.
Esopo y un ateniense
Cercado de muchachos
Y jugando a las nueces,
Estaba el viejo Esopo
Más que todos alegre.
»¡Ah
pobre! ya chochea«,
Le dijo un Ateniense.
En respuesta, el anciano
Coge un arco que tiene
La cuerda floja, y dice:
»Ea, si es que lo entiendes,
Dime,
¿qué
significa
El arco de esta suerte?«
Lo examina el de Atenas,
Piensa, cavila, vuelve,
Y se fatiga en vano
Pues que no lo comprende.
El frigio victorioso
Le dijo: »Amigo, advierte
Que romperás el arco
Si está tirante siempre;
Si flojo, ha de servirte
Cuando tú lo quisieres.«
Si al ánimo estudioso
Algún recreo dieren,
Volverá a sus tareas
Mucho más útilmente.
Fábula VII.
Demetrio y Menandro
Si te falta el buen nombre,
Fabio, en vano presumes
Que en el mundo te tengan por grande hombre,
Sin más que por tus galas y perfumes.
Demetrio el Faleriano se apodera
De Atenas, y aunque fue con tiranía,
De agradable manera
Los del vulgo le aclaman a porfía.
Los grandes y los nobles distinguidos
Con fingido placer la mano besan
Que los tiene oprimidos;
Aun a los que en el ocio se embelesan,
Y la poltrona gente
Los arrastra el temor al cumplimiento.
Con ellos va Menandro juntamente,
Dramático escritor de gran talento,
Cuyas obras leyó, sin conocerle,
Demetrio. Con perfumes olorosos
Y pasos afectados entra. Al verle
Llegar entre los tardos perezosos,
El nuevo arconte prorrumpió, enojado:
»Con qué valor se pone en mi presencia
Ese hombre afeminado?«
»Señor, le respondió la concurrencia,
Es Menandro el autor.« Al punto muda
De semblante el tirano;
Al escritor saluda,
Y con grata expresión le da la mano.
Fábula VIII.
Las hormigas
Lo que hoy las Hormigas son,
Eran los hombres antaño:
De lo propio y de lo extraño
Hacían su provisión.
Júpiter, que tal pasión
Notó de siglos atrás,
No pudiendo aguantar más,
En hormigas los transforma:
Ellos mudaron de forma;
¿Y
de costumbres? Jamás.
Fábula IX.
Los gatos escrupulosos
A las once y aun más de la mañana
La cocinera Juana,
Con pretexto de hablar a la vecina,
Se sale, cierra, y deja en la cocina
A Micifuf y Zapirón hambrientos.
Al punto, pues no gastan cumplimientos
Gatos enhambrecidos,
Se avanzan a probar de los cocidos.
»¡Fu,
dijo Zapirón, maldita olla!
¡Cómo
abrasa! Veamos esa polla
Que está en el asador lejos del fuego.«
Ya también escaldado, desde luego
Se arrima Micifuf, y en un instante
Muestra cada trinchante
Que en el arte cisoria, sin gran pena,
Pudiera dar lecciones a Villena.
Concluido el asunto,
El señor Micifuf tocó este punto.
Utrum si se podía o no en conciencia
Comer el asador. »¡Oh
qué demencia!
Exclamó Zapirón en altos gritos,
¡Cometer
el mayor de los delitos!
¿No
sabes que el herrero
Ha llevado por él mucho dinero,
Y que, si bien la cosa se examina,
Entre la batería de cocina
No hay un mueble más serio y respetable?
Tu pasión te ha engañado, miserable.«
Micifuf en efecto
Abandonó el proyecto;
Pues eran los dos Gatos
De suerte timoratos,
Que si el diablo, tentando sus pasiones,
Les pusiese asadores a millones
(No hablo yo de las pollas), o me engaño,
O no comieran uno en todo el año.
De otro Modo
¡Qué
dolor! por un descuido
Micifuf y Zapirón
Se comieron un capón,
En un asador metido.
Después de haberse lamido,
Trataron en conferencia
Si obrarían con prudencia
En comerse el asador.
¿Le
comieron? No señor.
Era caso de conciencia.
Fábula X.
El águila y la asamblea
de los animales
Todos los animales cada instante
Se quejaban a Júpiter tonante
De la misma manera
Que si fuese un alcalde de montera.
El Dios, y con razón, amostazado
Viéndose importunado,
Por dar fin de una vez a las querellas,
En lugar de sus rayos y centellas,
De receptor envía desde el cielo
Al Águila rapante, que de un vuelo
En la tierra juntó los animales
Y expusieron en suma cosas tales.
Pidió el león la astucia del raposo,
Este de aquél lo fuerte y valeroso;
Envidia la paloma al gallo fiero,
El gallo a la paloma lo ligero.
Quiere el sabueso patas más felices,
Y cuenta como nada sus narices.
El galgo lo contrario solicita;
Y en fin, cosa inaudita,
Los peces, de las ondas ya cansados,
Quieren probar los bosques y los prados;
Y las bestias, dejando sus lugares,
Surcar las olas de los anchos mares.
Después de oírlo todo,
El águila concluye de éste modo:
»¿Tes,
maldita caterva impertinente,
Que entre tanto viviente
De uno y otro elemento,
Pues nadie está contenta,
No se encuentra feliz ningún destino?
Pues
¿para
qué envidiar el del vecino?«
Con sólo este discurso,
Aun el bruto mayor de aquel concurso
Se dio por convencido.
De modo que es sabido
Que ya sólo se matan los humanos
En envidiar la suerte a sus hermanos.
Fábula XI.
La paloma
Un pozo pintado vio
Una Paloma sedienta:
Tiróse a él tan violenta,
Que contra la tabla dio.
Del golpe, al suelo cayó,
Y allí muere de contado.
De su apetito guiado,
Por no consultar al juicio,
Así vuela al precipicio
El hombre desenfrenado.
Fábula XII.
El chivo afeitado
»Vaya
una quisicosa.
Si aciertas, Juana hermosa,
Cuál es el animal más presumido,
Que rabia por hacerse distinguido
Entre sus semejantes,
Te he de regalar un par de guantes.
No es el pavón, ni el gallo,
Ni el león, ni el caballo;
Y así, no me fatigues coa demandas.«
»¿Será
tal vez... el mono?« – »Cerca le andas.«
»¿El
mico?« – »Que te quemas;
Pero no acertarás: no, no lo temas.
Déjalo, no te canses el caletre.
Yo te diré cuál es: el Petimetre.«
Este vano orgulloso
Pierde tiempo, doblones y reposo
En hacer distinguida su figura.
No para en los adornos su locura;
Hace estudio de gestos y de acciones
A costa de violentas contorsiones.
De perfumes va siempre prevenido;
No quiere oler a hombre ni en descuido.
Que mire, marche o hable,
En todo busca hacerse remarcable.
¿Y
qué consigue? Lo que todo necio:
Cuanto más se distingue, más desprecio.
En la historia siguiente yo me fundo.
Un Chivo, como muchos en el mundo,
Vano extremadamente,
Se miraba al espejo de una fuente.
»¡Qué
lástima, decía,
Que esté mi juventud y lozanía
Por siempre disfrazada
Debajo de esta barba tan poblada!
¿Y
cuándo? Cuando en todas las naciones
No tienen ni aun bigotes los varones;
Pues ya cuentan que son los moscovitas,
Si barbones ayer, hoy señoritas.
¡Qué
cabrunos estilos tan groseros!
A bien que estoy en tierra de barberos.«
La historia fue en Tetuán, y todo el día
La barberil guitarra se sentía,
El Chivo fue, guiado de su tono,
A la tienda de un mono,
Barberillo afamado,
Que afeitó al señorito de contado.
Sale barbilampiño a la campaña.
Al ver una figura tan extraña,
No hubo perro ni gato
Que no le hiciese burla al mentecato.
Los chivos le desprecian de manera,
Que no hay más que decir.
¡Quién
lo creyera!
Un respetable macho
Dicen que rió como un muchacho.
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