Fábula I.
El gato y las aves
Charlatánes se ven por todos lados,
En plazas y en estrados,
Que ofrecen sus servicios
¡cosa
rara!
A todo el mundo por su linda cara.
Éste, químico y médico excelente,
Cura a todo doliente;
Pero gratis: no se hable de dinero.
El otro, petimetre caballero,
Canta, toca, dibuja, borda, danza,
Y ofrece la enseñanza
Gratis por afición, a cierta gente.
Veremos en la fábula siguiente
Si puede haber en esto algún engaño.
La prudente cautela no hace daño.
Dejando los desvanes y rincones,
El señor Minimiz, gato de maña,
Se salió de la villa a la campaña.
En paraje sombrío,
A la orilla de un río,
De sauces coronado,
En unas matas se quedó agachado.
El Gatazo callaba como un muerto,
Escuchando el concierto
De dos mil avecillas,
Que en las ramas cantaban maravillas;
Pero callaba en vano,
Mientras no se acercaban a su mano
Los músicos volantes, pues quería
Minimiz arreglar la sinfonía.
Cansado de esperar, prorrumpe al cabo,
Sacando la cabeza: Bravo, bravo.
La turba calla; cada cual procura
Alejarse o meterse en la, espesura;
Mas él les persuadió con buenos modos,
Y al fin logró que le escuchasen todos.
»No soy Gato montés o campesino;
Soy honrado vecino
De la cercana villa:
Fui gato de un maestro de capilla;
La música aprendí, y aún, si me empeño,
Veréis cómo os la enseño,
Pero gratis y en menos de una hora.
¡Qué
cosa tan sonora
Será el oír un coro de cantores,
Verbigracia calandrias ruiseñores!«
Con estas y otras cosas diferentes,
Algunas de las aves inocentes
Con manso vuelo á Mirrimiz Ilegaron;
Todas en torno a él se colocaron.
Entonces con más gracia
Y más diestro que el músico de Tracia,
Echando su compás hacia el más gordo,
Consigue gratis merendarse un tordo.
Fábula II.
La danza pastoril
A la sombra que ofrece
Un gran peñón tajado,
Por cuyo pie corría
Un arroyuelo manso,
Se formaba en estío
Un delicioso prado.
Los árboles silvestres
Aquí y allí plantados,
El suelo siempre verde,
De mil flores sembrado,
Más agradable hacían
El lugar solitario.
Contento en él pasaba
La siesta, recostado.
Debajo de una encina,
Con el albogue, Bato.
Al son de sus tonadas,
Los pastores cercanos,
Sin olvidar algunos
La guarda del ganado,
Descendían ligeros
Desde la sierra al llano.
Las honestas zagalas,
Según iban llegando,
Bailaban lindamente,
Asidas de las manos,
En tomo de la encina
Donde tocaba Bato.
De las espesas ramas
Se veía colgando
Una guirnalda bella
De rosas y amaranto.
La fiesta presidía
Un mayoral anciano;
Y ya que el regocijo
Bastó para descanso,
Antes que se volviesen
Alegres al rebaño,
El viejo presidente
Con su corvo cayado
Alcanzó la guimalda
Que pendía del árbol,
Y coronó con ella
Los cabellos dorados
De la gentil zagala
Que con sencillo agrado
Supo ganar a todas
En modestia y recato.
Si la virtud premiaran
Así los cortesanos,
Yo sé que no huiría
Desde la corte al campo.
Fábula III.
Los dos perros
Procure ser en todo lo posible,
El que ha de reprender, irreprensible.
Sultán, perro goloso y atrevido,
En su casa robó, por un descuido,
Una pierna excelente de camero.
Pinto, gran tragador, su compañero,
Le encuentra con la presa encaminado
Ojo al través, colmillo acicalado,
Fruncidas las narices y gruñendo.
»¿Qué
cosa estás haciendo,
Desgraciado Sultán?« Pinto le dice;
»¿No
sabes, infelice,
Que un Perro infiel, ingrato,
No merece ser Perro, sino gato?
¡Al
amo, que nos fía
La custodia de casa noche y día,
Nos halaga, nos cuida y alimenta,
Le das tan buena cuenta,
Que le robas, goloso,
La pierna del camero más jugoso!
Como amigo te ruego
No la maltrates más: déjala luego.«
»Hablas, dijo Sultán, perfectamente.
Una duda me queda solamente
Para seguir al punto tu consejo:
Di,
¿te
la comerás, si yo la dejo?«
Fábula IV.
La moda
Después de haber corrido
Cierto danzante mono
Por cantones y plazas,
De ciudad en ciudad, el mundo todo,
Logró, dice la historia,
Aunque no cuenta el cómo,
Volverse libremente
A los campos del África orgulloso.
Los monos al viajero
Reciben con más gozo
Que a Pedro el zar los rusos,
Que los griegos a Ulises generoso.
De leyes, de costumbres,
Ni él habló ni algún otro
Le preguntó palabra;
Pero de trajes y de modas todos.
En cierta jerigonza,
Con extranjero tono
Les hizo un gran detalle
De lo más remarcable a los curiosos.
»Empecemos, decían,
Aunque sea por poco.«
Hiciéronse zapatos
Con cáscaras de nueces, por lo pronto;
Toda la raza mona
Andaba con sus choclos,
Y el no traerlos era
Faltar a la decencia y al decoro.
Un leopardo hambriento
Trepa para los monos:
Ellos huir intentan
A salvarse en los árboles del soto.
Las chinelas lo estorban,
Y de muy fácil modo
Aquí y allí mataba,
Haciendo a su placer dos mil destrozos.
En Tetuán, desde entonces
manda el senado docto
Que cualquier uso o moda,
De países cercanos o remotos,
Antes que llegue el caso
De adoptarse en el propio,
Haya de examinarse,
En junta de políticos, a fondo.
Con tan justo decreto
Y el suceso horroroso,
¿Dejaron
tales modas?
Primero dejarían de ser monos.
Fábula V.
El lobo y el mastín
Trampas, redes y perros
Los celosos pastores disponían
En lo oculto del bosque y de los cerros,
Porque matar querían
A un Lobo por el bárbaro delito
De no dejar a vida ni un cabrito.
Hallóse cara a cara
Un Mastín con el Lobo de repente,
Y cada cual se para,
Tal como en Zama estaban frente a frente,
Antes de la batalla, muy serenos
Aníbal y Scipión, ni más ni menos.
En esta suspensión, treguas propone
El lobo a su enemigo.
El Mastín no se opone,
Antes le dice: »Amigo,
Es cosa bien extraña, por mi vida,
Meterse un señor Lobo a cabricida.
Ese cuerpo brioso
Y de pujanza fuerte,
Que mate al jabalí, que venza al oso.
Mas
¿qué
dirán al verte
Que lo valiente y fiero
Empleas en la sangre de un cordero?«
El lobo le responde: »Camarada,
Tienes mucha razón; en adelante
Propongo no comer sino ensalada.«
Se despiden y toman el portante.
Informados del hecho
Los pastores, se apuran y patean;
Agarran al Mastín y le apalean.
Digo que fue bien hecho;
Pues en vez de ensalada, en aquel año
Se fue comiendo el Lobo su rebaño.
¿Con
una reprensión, con un consejo
Se pretende quitar un vicio añejo?
Fábula VI.
La hermosa y el espejo
Anarda la bella
Tenía un amigo
Con quien consultaba
Todos sus caprichos:
Colores de moda,
Más o menos vivos,
Plumas, sombrerete,
Lunares y rizos
Jamás en su adorno
Fueron admitidos,
Si él no la decía:
Gracioso, bonito.
Cuando su hermosura,
Llena de atractivo,
En sus verdes años
Tenía más brillo,
Traidoras la roban
(Ni acierto a decirlo)
Las negras viruelas
Sus gracias y hechizos.
Llegóse al Espejo:
Éste era su amigo;
Y como se jacta
De fiel y sencillo,
Lisa y llanamente
La verdad la dijo.
Anarda, furiosa;
Casi sin sentido,
Le vuelve la espalda,
Dando mil quejidos.
Desde aquel instante
Cuentan que no quiso
Volver a consultas
Con el señor mío.
»Escúchame, Ánarda:
Si buscas amigos
Que te representen
Tus gracias y hechizos,
Mas que no te adviertan
Defectos y aún vicios,
De aquellos que nadie
Conoce en sí mismo,
Dime,
¿de
qué modo
Podrás corregirlos?«
Fábula VII.
El viejo y el chalán
»Fabio
está, no lo niego, muy notado
De una cierta pasión, que le domina;
Mas ¿qué importa, señor? Si se examina,
Se verá que es un mozo muy honrado,
Generoso, cortés, hábil, activo,
Y que de todo entiende
Cuanto pide el empleo que pretende.«
»Y qué,
¿no
se le dan?...
¿Por
qué motivo?...«
Trataba un Viejo de comprar un perro
Para que le guardase los doblones;
Le decía el Chalán estas razones:
»Con un collar de hierro
Que tenga el animal, échenle gente:
Es hermoso, pujante,
Leal, bravo, arrogante;
Y aunque tiene la falta solamente
De ser algo goloso...«
»¿Goloso?
dice el rico; no le quiero«
»No es para marmitón ni despensero,
Continúa el chalán muy presuroso;
Sino para valiente centinela.«
»Menos, concluye el viejo;
Dejará que me quiten el pellejo
Por lamer entre tanto la cazuela.«
Fábula VIII.
La gata con cascabeles
Salió cierta mañana
Zapaquilda al tejado
Con un collar de grana,
De pelo y cascabeles adornado.
Al ver tal maravilla,
Del alto corredor y la guardilla
Van saltando los gatos de uno en uno.
Congrégase al instante
Tal concurso gatuno
En tomo de la dama rozagante,
Que entre flexibles colas arboladas
Apenas divisarla se podía.
Ella con mil monadas
El cascabel parlero sacudía;
Pero cesando al fin el sonsonete,
Dijo que por juguete
Quitó el collar al perro su señora,
Y se lo puso a ella.
Cierto que Zapaquilda estaba bella.
A todos enamora,
Tanto, que en la gatesca compañía
Cuál dice su atrevido pensamiento
Cuál se encrespa celoso;
Riñen éste y aquél con ardimiento,
Pues con ansia quería
Cada gato soltero ser su esposo.
Entre los arañazos y maullidos
Levántase Garraf gato prudente,
Y a los enfurecidos
Les grita: »Novel gente,
¡Gata
con cascabeles por esposa!
¿Quién
pretende tal cosa?
¿No
veis que el cascabel la caza ahuyenta
Y que la dama hambrienta
Necesita sin duda que el marido,
Ausente y aburrido,
Busque la provisión en los desvanes,
Mientras ella, cercada de galanes,
Porque el mundo la vea,
De tejado en tejado se pasea?«
Marchóse Zapaquilda convencida,
Y lo mismo quedó la concurrencia.
¡Cuántos
chascos se llevan en la vida
Los que no miran más que la apariencia!
Fábula IX.
El ruiseñor y el mochuelo
Una noche de Mayo,
Dentro de un bosque espeso,
Donde, según reinaba
La triste oscuridad con el silencio,
Parece que tenía
Su habitación Morfeo;
Cuando todo viviente
Disfrutaba de dulce y blando sueño,
Pendiente de una rama
Un Ruiseñor parlero
Empezó con sus ayes
A publicar sus dolorosos celos.
Después de mil querellas,
Que llegaron al cielo,
A cantar empezaba
La antigua historia del infiel Tereo
Cuando, sin saber cómo,
Un cazador mochuelo
Al músico arrebata
Entre las corvas uñas prisionero.
Jamás Pan con la flauta
Igualó sus gorjeos,
Ni resonó tan grata
La dulce lira del divino Orfeo;
No obstante, cuando daba
Sus últimos lamentos,
Los vecinos del bosque
Aplaudían su muerte; yo lo creo.
Si con sus serenatas
El mismo Farinelo
Viniese a despertarme
Mientras que yo dormía en blando lecho,
En lugar de los bravos
Diría: »Caballero,
¡Que
no viniese ahora
Para tal ruiseñor algún mochuelo!«
Clori tiene mil gracias
¿Y
gué logra con eso?
Hacerse fastidiosa
Por no querer usarlas a su tiempo.
Fábula X.
El amo y el perro
»Callen
todos los perros de este mundo
Donde está mi Palomo;
Es fiel, decía el Amo, sin segundo,
Y me guarda la casa... Pero
¿cómo?
Con la despensa abierta
Le dejé cierto día:
En medio de la puerta,
De guardia se plantó con bizarría.
Un formidable gato,
En vez de perseguir a los ratones,
Se venía, guiado del olfato,
A visitar chorizos y jamones.
Palomo le despide buenamente;
El gato se encrespa y acalora;
Riñen sangrientamente,
Y mi guarda jamones le devora.«
Esto contaba el Amo a sus amigos,
Y después a su casa se los lleva
A que fuesen testigos
De tal fidelidad en otra prueba.
Tenía al buen Palomo prisionero
Entre manidas pollas y perdices;
Los sebosos riñones de un carnero
Casi casi le untaban las narices.
Dentro de este retiro a penitencia
El triste fue metido,
Después de algunos días de abstinencia.
Al fin, ya su señor, compadecido,
Abre con sus amigos el encierro:
Sale rabo entre piernas, agachado;
Al amo se acercaba el pobre Perro,
Lamiéndose el hocico ensangrentado.
El dueño se alborota y enfurece
Con tan fatales nuevas.
Yo le preguntaría:
¿Y
qué merece
Quien la virtud expone a tales pruebas?
Fábula XI.
Los dos cazadores
Que en una marcial función,
O cuando el caso lo pida,
Arriesgue un hombre su vida,
Digo que es mucha razón.
Pero el que por diversión
Exponer su vida quiera
A juguete de una fiera
O peligros no menores,
Sepa de dos Cazadores
Una historia verdadera.
Pedro Ponce el valeroso
Y Juan Carranza el prudente
Vieron venir frente a frente
Al lobo más horroroso.
El prudente, temeroso,
A una encina se abalanza,
Y cual otro Sancho Panza,
En las ramas se salvó.
Pedro Ponce allí murió.
Imitemos a Carranza.
Fábula XII.
El gato y el cazador
Cierto Gato, en poblado descontento,
Por mejorar sin duda su destino
(Que no sería Gato de convento),
Pasó de ciudadano a campesino.
Metióse santamente
Dentro de una covacha, mas no lejos
De un gran soto poblado de conejos.
Considere el lector piadosamente
Si el novel ermitaño
Probaría la yerba en todo el año.
Lo mejor de la caza devoraba,
Haciendo mil excesos;
Mas al fin, por el rastro que dejaba
De plumas y de huesos,
Un Cazador lo advierte; le persigue,
Arma trampas y redes con tal maña,
Que al instante consigue
Atrapar la carnívora alimaña.
Llégase el Cazador al prisionero;
Quiere darle la muerte;
El animal le dice: »Caballero,
Duélase de la suerte
De un triste pobrecito,
Metido en la prisión, y sin delito.«
»¿Sin delito, me dices,
Cuando sé que tus uñas y tus dientes
Devoran infinitos inocentes?«
»Señor, eran conejos y perdices,
Y yo no hacía más, a fe de Gato,
Que lo que ustedes hacen en el plato.«
»Ea, pícaro, muere;
Que tu mala razón no satisface.«
Con que sea la cosa que se fuere,
¿La
podrá usted hacer, si otro la hace?
Fábula XIII.
El pastor
Salido usaba tañer
La zampoña todo el año,
Y por oírle el rebaño,
Se olvidaba de pacer.
Mejor sería romper
La zampoña al tal Salicio;
Porque si causa perjuicio,
En lugar de utilidad,
La mayor habilidad,
En vez de virtud, es vicio.
Fábula XIV.
El tordo flautista
Era un gusto el oír, era un encanto,
A un Tordo gran flautista; pero tanto,
Que en la gaita gallega,
O la pasión me ciega,
O á Misón le llevaba mil ventajas.
Cuando todas las aves se hacen rajas
Saludando a la aurora,
Y la turba confusa charladora
La canta sin compás y con destreza
Todo cuanto la viene a la cabeza,
El flautista empezó: cesó el concierto
Los pájaros con tanto pico abierto
Oyeron en un tono soberano
Las folias, la gaita y el villano.
Al escuchar las aves tales cosas,
Quedaron admiradas y envidiosas.
Los gilgueros, preciados de cantores,
Los vanos ruiseñores,
Unos y otros corridos,
Callan, entre las hojas escondidos.
Ufano el Tordo grita: »Camaradas,
Ni saben ni sabrán estas tonadas
Los pájaros ociosos,
Sino los retirados estudiosos.
Sabed que con un hábil zapatero
Estudié un año entero:
Él dale que le das a sus zapatos,
Y altemando, silbábamos a ratos.
En fin, viéndome diestro,
Vuela al campo, me dice mi maestro,
Y harás ver a las aves, de mi parte,
Lo que gana el ingenio con el arte.«
Fábula XV.
El raposo y el lobo
Un triste Raposo
Por medio del llano
Marchaba sin piernas,
Cual otro soldado
Que perdió las suyas
Allá en Campo Santo.
Un Lobo le dijo:
»Hola, buen hermano,
Diga,
¿en
qué refriega
Quedó tan lisiado?«
»¡Ay
de mí! responde;
Un maldito rastro
Me llevó a una trampa,
Donde por milagro,
Dejando una pierna,
Salí con trabajo.
Después de algún tiempo
Iba yo cazando,
Y en la trampa misma
Dejé pierna y rabo.«
El Lobo le dice:
»Creíble es el caso.
Yo estoy tuerto, cojo
Y desorejado
Por ciertos mastines,
Guardas de un rebaño.
Soy de estas montañas
El Lobo decano;
Y como conozco
Las mañas de entrambos,
Temo que acabemos,
No digo enmendados,
Sino tú en la trampa,
Y yo en el rebaño.«
¡Que
el ciego apetito
Pueda arrastrar tanto!
A los brutos pase.
¡Pero
a los humanos!...
Fábula XVI.
El ciudadano pastor
Cierto joven leía
En versos excelentes
Las dulces pastorelas
Con el mayor deleite.
Tenía la cabeza
Llena de prados, fuentes,
Pastores y zagalas,
Zampoñas y rabeles.
Al fin, cierta mañana
Prorrumpe de esta suerte:
»¡Yo
he de estar prisionero,
Cercado de paredes,
Esclavo de los hombres
Y sujeto a las leyes,
Pudiendo entre pastores
Grata y sencillamente
Disfrutar desde ahora
La libertad campestre!
De la ciudad al bosque
Me marcho para siempre.
Allí naturaleza
Me brinda con sus bienes,
Los árboles y ríos
Con frutas y con peces,
Los ganados y abejas
Con la miel y la leche;
Hasta las duras rocas
Habitación me ofrecen
En grutas coronadas
De pámpanos silvestres.
Desde tan bella estancia,
¿Cuántas
y cuántas veces,
Al son de dulces flautas
Y sonoros rabeles,
Oiré a los pastores
Que discretos contienden,
Publicando en sus versos
Amores inocentes?
Como que ya diviso
Entre el ramaje verde
A la pastora Nise,
Que al lado de una fuente,
Sentada al pie de un olmo,
Una guirnalda teje.
¿Si
será para Mopso?..«
Tanto el joven enciende
Su loca fantasía,
Que ya en fin se resuelve,
Y en zagal disfrazado,
En los bosques se mete.
A un rabadán encuentra,
Y le pregunta alegre:
»Dime,
¿es
de Melibeo
Ese ganado?« – »Miente,
Que es mío; y sobre todo,
Sea de quien se fuere.«
No respondió el buen hombre
Muy poéticamente.
El joven, temeroso
De que tal vez le diese
Con el fiero garrote
Que por cayado tiene,
Sin chistar más palabra,
Huyó bonitamente.
Marchaba pensativo,
Cuando quiso la suerte
Que cogiendo bellotas
A la pastora viese.
»¡Oh
Nise fementida!
Exclama;
¡cuántas
véces,
Siendo niña, querías
Que yo te recogiese
La fruta con rocío
De mis manzanos verdes!«
Diciendo así, se acerca,
La moza se revuelve,
Y dándole un bufido,
En las breñas se mete.
Sorprendido el mancebo,
Dice: »¿Qué
me sucede?
¿Son
éstos los pastores
Discretos, inocentes,
Que pintan los poetas
Tan delicadamente?
A nuevos desengaños
Ya no quiero exponerme.«
Rendido, caviloso,
A la ciudad se vuelve.
Yo siento a par del alma
Que no se detuviese
A disfrutar un poco
De la vida campestre.
Por mi fe, que las migas,
El pastoril albergue,
El rigor del verano,
Los hielos y las nieves,
Le hubieran persuadido
Mucho más vivamente.
Que es un solemne loco
Todo aquel que creyere
Hallar en la experiencia
Cuanto el hombre nos pinta por deleite.
Fábula XVII.
El ladrón
Por catar una colmena
Cierto goloso Ladrón,
Del venenoso aguijón
Tuvo que sufrir la pena.
»La miel, dice, está muy buena:
Es un bocado exquisito;
Por el aguijón maldito
No volveré al colmenar.«
¡Lo
que tiene el encontrar
La pena tras el delito!
Fábula XVIII.
El joven filósofo y sus compañeros
Un joven, educado
Con el mayor cuidado
Por un viejo Filósofo profundo,
Salió por fin a visitar el mundo.
Concurrió cierto día,
Entre civil y alegre compañía,
A una mesa abundante y primorosa.
»¡Espectáculo
horrendo!
¡fiera
cosa!
¡La
mesa de cadáveres cubierta
A la vista del hombre!...
¡Y
éste acierta
A comer los despojos de la muerte!«
El joven declamaba de esta suerte.
Al son de filosóficas razones,
Devorando perdices y pichones,
Le responden algunos concurrentes:
»Si usted ha de vivir entre las gentes,
Deberá hacerse a todo.«
Con un gracioso modo,
Alabando el bocado de exquisito,
Le presentan un gordo pajarito.
»Cuanto
usted ha exclamado será cierto;
Mas, en fin, le decían, ya está muerto.
Pruébelo por su vida... Considere
Que otro le comerá, si no le quiere.«
La ocasión, las palabras, el ejemplo,
Y según yo contemplo,
Yo no sé qué olorcillo
Que exhalaba el caliente pajarillo,
Al joven persuadieron de manera,
Que al fin se lo comió. »¡Quién
lo dijera!
¡Haber
yo devorado un inocente!«
Así clamaba, pero fríamente.
Lo cierto es que, llevado de aquel cebo,
Con más facilidad cayó de nuevo.
La ocasión se repite
De uno en otro convite,
Y de una codorniz a una becada,
Llegó el joven, al fin de la jornada,
Olvidando sus máximas primeras,
A ser devorador como las fieras.
De esta suerte los vicios se insinúan
Crecen, se perpetúan
Dentro del corazón de los humanos
Hasta ser sus señores y tiranos.
¿Pues
qué remedio?... Incautos jovencitos
Cuenta con los primeros pajaritos.
Fábula XIX.
El elefante, el toro, el asno y los demás animales
Los mansos y los fieros animales,
A que se remediasen ciertos males
Desde los bosques llegan,
Y en la rasa campaña se congregan.
Desde la más pelada y alta roca
Un Asno trompetero los convoca.
El concurso ya junto,
Instruido también en el asunto
(Pues a todos por Júpiter previno
Con cédula ante diem el pollino),
Imponiendo silencio el Elefante,
Así dijo: »Señores, es constante
En todo el vasto mundo
Que yo soy en lo fuerte sin segundo:
Los árboles arranco con la mano,
Venzo al león, y es llano
Que un golpe de mi cuerpo en la muralla
Abre sin duda brecha. A la batalla
Llevo todo un castillo guarnecido;
En la paz y en la guerra soy tenido
Por un bruto invencible,
No sólo por mi fuerza irresistible,
Por mi gordo coleto y grave masa,
Que hace temblar la tierra donde pasa.
Mas, señores, con todo lo que cuento,
Sólo de vegetales me alimento,
Y como a nadie daño, soy querido,
Mucho más respetado que temido.
Aprended, pues, de mí, crueles fieras,
Las que hacéis profesión de carniceras,
Y no hagáis por comer atroces muertes,
Puesto que no seréis, ni menos fuertes,
Ni menos respetadas,
Sino muy estimadas
De grandes y pequeños animales,
Viviendo, como yo, de vegetales.«
»Gran pensamiento, dicen, gran discurso;«
Y nadie se le opone del concurso.
Habló después un Toro de Jarama:
Escarba el polvo, cabecea, brama.
»Vengan, dice, los lobos y los osos,
Si son tan poderosos,
Y en el circo verán con qué donaire
Los haré que volteen por el aire.
¡Qué!
¿son
menos gallardos y valientes
Mis cuernos que sus garras y sus dientes?
Pues
¿por
qué los villanos carniceros
Han de comer mis vacas y terneros?
Y si no se contentan
Con las hojas y yerbas, que alimentan
En los bosques y prados
A los más generosos y esforzados,
Que muerdan de mis cuernos al instante,
O si no, de la trompa al Elefante.«
La asamblea aprobó cuanto decía
El Toro con razón y valentía.
Seguíase a los dos en el asiento,
Por falta de buen orden, el Jumento,
Y con rubor expuso sus razones.
»Los milanos, prorrumpe, y los halcones
(No ofendo a los presentes, ni quisiera),
Sin esperar tampoco a que me muera,
Hallan para sus uñas y su pico
Estuche entre los lomos del borrico.
Ellos querrán ahora, como bobos,
Comer la yerba a los señores lobos.
Nada menos: aprendan los malditos
De las chochaperdices o chorlitos,
Que, sin hacer a los jumentos guerra,
Envainan sus picotes en la tierra;
Y viva todo el mundo santamente,
Sin picar ni morder en lo viviente.«
»Necedad, disparate, impertinencia,«
Gritaba aquí y allí la concurrencia.
»Haya silencio, claman, haya modo.«
Alborótase todo:
Crece la confusión, la grita crece;
Por más que el Elefante se enfurece,
Se deshizo en desorden la asamblea.
Adiós, gran pensamiento; adiós, idea.
Señores animales, yo pregunto:
¿Habló
el Asno tan mal en el asunto?
¿Discurrieron
tal vez con más acierto
El Elefante y el Toro? No por cierto.
Pues
¿por
qué solamente al buen Pollino
Le gritan disparate, desatino?
Porque nadie en razones se paraba,
Sino en la calidad de quien hablaba.
Pues, amigo Elefante, no te asombres.
Por la misma razón entre los hombres
Se desprecia una idea ventajosa.
¡Qué
preocupación tan peligrosa!
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