Justas quejas
Cansado Dios de oír desde su trono de nubes un confuso y
continuo rumor de gritos y de
rezongos, de reniegos y de quejas, mandó hasta la tierra a
un emisario de su confianza,
para que estudiara el caso e informara sobre las reformas
que le pareciesen más
urgentes.
Al llegar, oyó el emisario una disputa entre el zorro y la
vizcacha. El zorro era el que
gritaba más fuerte, tratando a la vizcacha de toda clase de
cosas, y a la vizcachera de
cueva inmunda y de infame choza.
Preguntó el emisario a la vizcacha qué perjuicio le había
hecho al zorro para que la
tratase tan mal.
-¿Perjuicio
yo a él?
¡pues,
señor, está lindo! -contestó la vizcacha-. Le alquilé una
pieza,
y como le fuera a cobrar el alquiler, rompió la puerta, y de
yapa me insulta.
Estaba tomando sus apuntes el emisario, cuando oyó quejarse
del modo más lastimero la
rueda de un carro. Chillaba como para rajarle a uno los
oídos. Se acercó, y viendo que la
otra rueda no decía nada, preguntó al carrero por qué se
quejaba aquélla y ésta no.
-Es que la primera -contestó el hombre-, ya no sirve para
nada, mientras que la otra
anda como es debido.
Y pasó en este momento, montado en un soberbio caballo, un
maturrango, quien,
lastimado en asentaderas y bamboleándose en el recado,
insultaba al animal, tratándolo
de mancarrón.
Los miró pasar el emisario y se sonrió con discreción.
A poco andar, encontró a un gaucho muy jinete, que,
paciente, galopaba como podía en
un animal bichoco. Y se quejaba el mancarrón de que el
hombre era pesado y no sabía
andar.
Pasaba en este momento el emisario por cerca de un corral
donde un ovejero curaba de
la sarna su majada, y vio que una oveja, una sola, se había
cortado de las demás; y que
aunque la persiguiesen todos los perros, por nada quería
entrar en el chiquero; tanto que
enderezó a los lienzos con tal fuerza que quebró uno por el
medio.
Se fijó el emisario en la oveja, y vio que era la más
sarnosa de toda la majada.
Agregó en su libreta un apunte más y se fue a dar cuenta de
su misión.
La chicharra y la rana
Entre las tupidas hojas de un árbol la chicharra chirriaba.
De repente se calló, dejando sordos
a todos su mismo silencio; y la rana aprovechó la
ocasión para contestarle con su
graznido.
Oyendo esto, la chicharra volvió a chirriar. La rana, ella,
siguió, como si tal cosa,
y durante horas, ambas cantaron así juntas, sin hacerse caso
una a otra. Hasta que,
cansadas de tanto gritar, se callaron, exclamando ambas a la
vez, en son de crítica:
»¡Qué
lata tiene!«.
Gallos y gallinas
Un gallo joven y fuerte se pavoneaba rodeado de su corte de
gallinas.
De repente se vino a entrometer un gallito, casi un pollo
todavía, y quiso también galantear,
escarbando y haciéndose el bonito.
Lo corrió el gallo y le pegó una soba de mi flor, tan bien,
que hasta las gallinas le vinieron
a ayudar a pelar al intruso.
Hay que ser oportuno para ciertas cosas.
El mal tropero
Un tropero tenía, heredadas de su padre, muchas mulas muy
buenas, fuertes y mansas.
La clientela era numerosa, y todos acudían a dar su carga al
hijo, como siempre la
habían dado al padre.
Pero el joven, olvidándose de lo que le había enseñado éste,
cargaba mal y sin cuidado.
Aplastaba las mulas más chicas con las cargas más pesadas,
dejando que las mayores
anduvieran casi sin llevar nada; colocaba sin tino las
maletas, canastos y cajones,
llenando con artículos pesados envases grandes, y envases
pequeños con mercaderías
livianas, de modo que tan mal estaba repartido el peso, que
pataleaban las mulas y se
empacaban, caían o se revolcaban, destrozándolo todo, y los
clientes pronto llevaron la
carga a otra parte.
Sólo a cargas iguales y bien repartidas nadie se resiste.
Decreto moralizador
Entre los hombres, unos tienen mucha tierra y gozan de la
vida sin trabajar; otros no tienen
ninguna y trabajan sin gozar; bien pocos son los que
la tienen justito para gozar
trabajando.
Si tuviera cada cual que arar la tierra que tiene,
preferirían unos cuantos, sin duda,
cederla a otros.
El tigre, al ver que algunos de sus súbditos voraceaban,
mientras otros casi se morían de
hambre, quiso obligarlos por un edicto a comerse cada cual
todo lo que cazara.
El zorro se tuvo que comer enterita la gallina que había
robado y quedó repleto;
lo mismo el gato con una gran rata y dos lauchas, y así de
otros, sufriendo no pocos
regular indigestión.
Pero quedaron sin comer muchos perros cimarrones,
hambrientos y flacos, que por esto
mismo nada habían podido cazar. Y miraban éstos, envidiosos,
al puma ocupado por
orden superior en devorar las diez ovejas que en la noche
había muerto.
Su envidia duró poco: después de la primera oveja, el puma
no podía más; y al acabar la
segunda, obligado por el decreto, reventó.
Los perros flacos eran tantos que pudieron, sin llenarse,
comer las ovejas que quedaban
y también el puma muerto.
El avestruz y el ganso
El avestruz y el ganso, teniendo que recorrer juntos cierta
distancia, caminaban a la par.
Al cabo de muy poco tiempo, el ganso, todo cansado, le dijo
al avestruz:
-¡Pero
usted anda demasiado ligero, amigo!
-Si voy al tranco -le contestó el avestruz.
Y después de andar algún trecho más, se dio vuelta el ganso,
exclamando:
-¡Mire,
cuánto hemos andado ya!
-Mire más bien -le dijo el avestruz-, cuánto tenemos que
andar todavía.
Para el ave de patas cortas cualquier paso es rápido y
cualquier paseo es un viaje. Y para
gente de vistas cortas cualquier adelanto también es
incomparable progreso.
Los dos tigres y el
zorro
Dos tigres cazaban juntos. El zorro, desde lejos,
cautelosamente los seguía, para tratar
de conseguir, si fuera posible, sin peligro su modesta parte
de la presa que cayese.
Al llegar a un pajonal, divisaron los tigres una gama con su
cervatillo, dormidos en la
orilla. De un brinco estuvieron encima; de un zarpazo los
mataron.
El zorro, acurrucado entre los yuyos, seguía con interés la
operación, listo para
aprovechar los restos, una vez saciados los tigres. Pero
pronto vio que estos señores se
disputaban la gama grande; ambos la querían, y esta sola,
despreciando la otra por ser
más pequeña; y tanto pelearon que uno murió allí mismo,
teniendo el otro que retirarse
mal herido a su guarida con muy pocas ganas de comer.
De modo que con todo sosiego pudo el zorro aprovechar los
bocados más sabrosos de las
dos gamas muertas y aferrarse en su opinión de que disputar
la mejor presa es cosa de
poderosos, haciéndole más cuenta al débil contentarse con lo
que dejen aquéllos.
El caballo y la mula
Una mula, liviana, nerviosa, ágil y de pie firme, había
atravesado sin mayor dificultad un
pantano muy pegajoso.
Un caballo percherón, muy pesado, que andaba con ella,
también hubiera querido pasar,
pero tenía miedo de quedarse empantanado, y estaba en la
orilla consultando con la mula.
La mula, criolla vieja, no quería comprometer opinión y se
contentaba con decirle:
-Si no puedes, no te metas.
-Pero,
¿podré,
amiga? -preguntaba el caballo.
-¿Quién
sabe? -contestaba la mula.
Hasta que el caballo pensó que, fuerte como era, de
cualquier modo pasaría; y se metió.
Pero después de algunos pasos vio que por su peso entraba en
el barro hasta el
encuentro, y en vez de moverse ligero y de chapalear para
salir, vaciló, se dejó estar,
y se atascó del todo.
Y la mula le decía:
-Ya que te metiste, no te hubieras parado.
O no meterse, o tirar fuerte.
El cencerro y la
campana
Un cencerro, colgado de un hilo en la puerta de un zaguán,
no hacía más, cada vez que
se movía la puerta o lo acariciaba el aire, que conversar y
charlar, diciendo nimiedades,
y riéndose como un loco, con esa boca que tienen los
cencerros, abierta hasta las orejas.
Una campana grande, también estaba allí, sosegada en su
sitio, hablando muy poco, ella,
sólo cuando era necesario, y siempre con importancia y en
tono grave.
Por supuesto que se pasaban la vida burlándose el cencerro
de la campana, y retando
ésta al cencerro.
-¿Sabe
que algo de mi alegría no le vendría mal?, señora campana
-decía el primero.
Y la otra contestaba diciendo al cencerro que haría muy bien
él en tomar algo de su
formalidad.
El portero, que todo el día los escuchaba, pensó, como era
cierto, que ambos tenían
razón. Pero al querer aprovechar para sí el consejo, en vez
de aprender a decir con
gracia cosas graves, aprendió, el muy zonzo, a decir
nimiedades con aires importantes.
Los pajaritos y
la luciérnaga
Cuatro pajaritos recién emancipados del nido dormían en un
monte muy tupido, con la
madre. A las doce de la noche fueron despertados por una luz
y rompieron a gorjear.
La madre, sobresaltada, preguntó lo que les pasaba y
contestaron en coro que ya había
salido el sol. Y la madre les hizo ver que no era más que
una pequeña luciérnaga.
A muchos les pasa lo mismo, que ven genios en todas partes y
gritan: »¡Aquí
está el sol!«,
al prenderse cualquier vela.
Ayuda oportuna
Una vizcacha había tenido la desgracia de ver destruida su
cueva por el hombre.
Por suerte había podido escapar con vida, pero andaba
errante, arruinada, sin casa,
sin nada. Había acudido a varias vizcacheras, pidiendo ayuda
para rehacer su cueva,
prometiendo pagar poco a poco el trabajo de las compañeras
que vinieran en su auxilio;
pero, al verla tan pobre, todas le cerraron la puerta,
echándola a pasear, en muchas
partes, con palabras de desprecio.
La pobre apeló entonces a su sola energía; trabajó con afán,
luchó, peleó, conquistó
tierra, volvió a cavar su cueva, la agrandó paulatinamente,
se creó una familia que poco
a poco se hizo poderosa.
Y vinieron entonces a ofrecerse todas las vizcachas del
pago, con mil zalamerías,
poniendo a su disposición elementos de todas clases para
cualquier cosa que se le ocurriera.
Dio las gracias. Ya no necesitaba nada.
Al pobre que pide ayuda:
¡palos!,
que sólo cuando ya no la precise, se la vendrán a ofrecer.
La selva
Una planta recién importada eligió por domicilio la orilla
de una selva poblada de
magníficos árboles. Como le preguntase una de sus vecinas,
humilde criolla, el porqué de
su decisión: -Es que, dijo ella, veo que aquí prosperan
todos admirablemente. Mire
¡qué
lindos árboles!
¡tan
grandes y corpulentos! ¡qué troncos enormes!
¡cuán
numerosas son
sus ramas y cuán extendidas!
¡qué
espléndido y tupido follaje! Bien se conoce que todos
en esta comarca aprovechan a sus anchas la savia de la
tierra, que cada cual recibe su
parte de la lluvia que fecunda, y que para todos hay luz y
calor.
Algo ciega será usted, le contestó la vecina,
¿o
mira sin fijarse? No ve que muy pocos
son estos árboles poderosos, si bien alcanzan a taparlo
todo, y que quitan, al contrario,
en provecho propio, la luz, el calor y la savia, a la
miserable turba de innumerables
retoños que tratan en vano de crecer a su sombra.
Por uno que prospera cien mil vegetan, pero sólo el éxito
llama la atención y los vencidos
no se cuentan.
Invasión de hormigas
Magnífico era el jardín. Cuidadas con cariñoso esmero,
crecían las plantas con lozanía,
prometiendo una regia cosecha de flores.
Una mañana vio el jardinero un pequeño insecto negro en una
de las callecitas, pero no
le hizo caso. Pocos días después, vio varios otros de la
misma clase. Negros eran,
activos, corrían por todas partes, como inspeccionándolo
todo, y el jardinero los empezó
a mirar con interés. Parecían inofensivos, eran pocos y
pequeños, y por lo demás,
no hacían daño.
Se acostumbró a verlos y dejó que en paz hicieran una
cuevita, apenas visible, de la cual
salían en procesión y a la cual volvían cargados de hojas de
yuyos que por allí se
cortaban, cumpliendo con ciertos ritos fijados de antemano,
al parecer.
Primero los creyó inteligentes y parecían en realidad serlo,
pero pronto vio que sólo
tenían rutina, que nunca salían del caminito trazado por
ellos y que su aparente
inteligencia tenía límites estrechos que no podían
franquear.
Pronto supo también el jardinero que eran dañinos.
Aunque parecieran ser todos del mismo sexo, su
multiplicación iba siendo enorme y
constante. Un día vio que se llevaban hojas que no eran ya
de los yuyos del jardín, sino
de una planta fina, nuevita, apenas brotada, y observándolos
desde ese día con
inquietud, vio que siempre con preferencia se apoderaban de
las plantas nuevas,
cortándoles las hojas para llevárselas a la cueva, donde
amontonaban en secreto sus
tesoros.
Y poco a poco se multiplicaron las cuevas; las procesiones
se hicieron interminables y las
plantas arruinadas fueron muchas y cada día más.
Vinieron otros insectos parecidos, colorados, blancos y
amarillos, y todos hacían daño,
aunque algo menos quizá que los negros, y se peleaban entre
sí.
El jardinero no sabía cómo hacer para ahuyentar esa plaga, y
mientras buscaba por qué
medio lo haría, aumentaban los enemigos, destruyéndolo ya
todo, no dejando una planta
intacta, innumerables, insolentes e insaciables, imponiendo
su dominación en todo el
jardín y arruinándolo todo, cavando cuevas o edificando
casillas por todas partes.
Hasta que el jardinero, no pudiendo ya sufrirlos más,
resolvió destruirlos. Mucho trabajo
le costó, y sólo después de mucho tiempo consiguió hacerles
desaparecer de sus
dominios, y sintió de veras haberles dejado entrar.
El lagarto
Un lagarto que andaba por entre los yuyos del campo buscando
algún nido para comerse
los huevos, de repente oyó el ruido de una tropa de jinetes
y quiso huir. Pero se
encontró, antes de poderlo hacer, rodeado por los gauchos
que, habiéndolo visto,
lo querían matar; y su mala suerte quiso que al disparar,
uno de los caballos le pisara la cola.
Así detenido, aun por un rato corto, si hubiera vacilado,
estaba perdido. No vaciló,
sacrificó la cola cortándosela y se mandó mudar rabón y feo,
pero salvo.
De cualquier modo, mejor es siempre sacrificar algo que
perderlo todo.
La burra y el potrillo
Una yegua de carrera dio a luz, hijo de un caballo célebre
por sus triunfos, un magnífico
potrillo, pero murió antes de haberlo podido criar.
En el mismo stud había una burra criando; le quitaron su
pollino y le dieron el potrillo
para que lo amamantara.
Lo crió bien y de madre le sirvió. Pero le enseñó desde
chiquito tantas mañas y tantas
burradas, que toda su vida quedó el potrillo remolón y
testarudo, y que poco faltó para
que también le saliera una cruz en las espaldas y aprendiera
a rebuznar. Tanto que la
burra calculaba que si pudiese conseguir que se le confiaran
muchos potrillos, pronto
dominarían en el stud los burros.
Gobernar a la juventud es gobernar al pueblo.
Los escarabajos
Un escarabajo que debía de ser todo un personaje, pues era
muy grueso y todo dorado,
escarbaba con ahínco en un montón de estiércol. Lo rodeaban
una cantidad de
escarabajos pequeños que respetuosamente le ayudaban en su
trabajo, recibiendo en
pago su parte de tesoro.
Pasó un bien-te-veo volando por encima, e incomodado por el
olor que despedían las
materias así removidas, interpeló indignado al escarabajo: -¡Si
será puerco!, le gritó.
¡Si
será puerco!
Pero éste apenas se dio vuelta, siguió su repugnante
trabajo, protegido por todos los
demás escarabajos entre quienes repartía de sus hallazgos lo
que no quería para sí, y el
bien-te-veo se fue deplorando que gente altamente colocada y
que siquiera debería de
ser decente, no tuviera vergüenza de buscar provechos tal
mal olientes.
El cimarrón y el zorro
Cada vez que el cimarrón encontraba al zorro, se admiraba de
que éste pudiera estar tan
gordo, cuando él, que era más fuerte y quizá mejor cazador,
andaba siempre tan flaco.
Siempre parecía el zorro recién salido de la mesa, mientras
él, por lo contrario, siempre
andaba buscando dónde tenderla. No se explicaba el porqué de
semejante diferencia,
hasta que un día se decidió a pedirle al zorro le dijese de
dónde, a su parecer, podía
provenir.
-¿Quién
sabe? -dijo el zorro, meneando la cabeza con aire
reflexivo-. Será porque no lo
acompaña la suerte, pues sus méritos...
-No hay duda -asintió el otro.
-Pero -agregó el zorro-, si usted consintiese, podríamos
ayudarnos uno a otro y poner en
sociedad lo que encontrásemos.
-Se lo iba a proponer -interrumpió el cimarrón, y tomando
aires de importante, agregó:
usted conoce mi fuerza y mi viveza; sabe que no solamente
cazo los animales silvestres,
sino que también soy muy capaz de llevarme, de vez en
cuando, una oveja.
-¡Cómo
no! -dijo el zorro-.
¿Cómo
no he de conocer sus méritos, si son notorios?
Y quedó en seguida cerrado el trato, con gran contento del
hambriento cimarrón, que,
sabiendo que el otro era muy diablo para cazar y se llenaba
pronto porque era pequeño,
ya calculaba cuán ventajosa sería para él la sociedad.
Y el zorro, para dar principio a las operaciones, llevó al
cimarrón a un bosquecillo donde
había visto colgado un gran trozo de carne fresca. Se lo
mostró desde lejos y le dijo que
fuese a traerlo para comerlo juntos, con toda tranquilidad,
en la orilla del monte.
El cimarrón le decía que mejor harían en ir a comerlo allá
no más, donde estaba colgado;
pero el zorro insistió, asegurando que era prudente poder
vigilar la llanura para evitar
sorpresas. Y el cimarrón fue, admirando la sagacidad de su
nuevo compañero.
-Es muy diablo -repetía, caminando-, es muy diablo.
El zorro seguía con mucha atención los movimientos del
cimarrón, no porque temiera
que, traicionándolo, se fuese con la presa, sino porque ese
trozo de carne, así colgado en
medio de un monte solitario, no le inspiraba ninguna
confianza.
-Alguna trampa debe de ser -pensaba- o carne envenenada;
mejor será que la pruebe
primero mi socio.
La espera fue corta. Llegado que hubo el cimarrón, agarró la
carne con los dientes y pegó
un tirón. No pegó dos, porque en el acto quedó con las
costillas tan apretadas entre los
arcos de un armadijo, que apenas podía gritar.
El zorro vino corriendo, se apoderó con toda facilidad y sin
peligro de la carne, y como
seguía quejándose lastimeramente el cimarrón, le dijo, sin
reírse:
-Mire, socio, le voy a dejar la mitad de la presa para que
la coma cuando vengan a
libertarlo, pues seguramente han de venir; mientras tanto,
paciencia.
La nutria y la
gallareta
Más de una vez la gallareta había indicado a la nutria dónde
podría, en la laguna,
encontrar con toda seguridad algún pez grande. La nutria
iba, paseaba, comía y floreaba
con sus compañeras, haciendo admirar su viveza y su suerte,
sin hablar siquiera,
por supuesto, de la gallareta y de sus avisos.
Un día vino ésta hacia ella, nadando a toda prisa y le
indicó un punto en la laguna en el
cual estaba un magnífico pejerrey. La nutria se echó a
nadar, y momentos después salía
a la orilla, apretando entre sus largos dientes de coral el
pescado que, retorciéndose,
hacía relucir al sol sus escamas de plata.
Lo empezó a comer, y tan glotonamente, que al rato se atoró
con una espina y estuvo en
grave peligro de morir.
Se le acercó entonces la gallareta, si no a socorrerla, lo
que no podía hacer, por lo menos
a consolarla.
Pero cuando la nutria volvió en sí y pudo hablar, lo primero
que le dijo fue que por culpa
de ella casi había muerto asfixiada, por haberle ella
indicado ese maldito pejerrey;
que sin eso nada hubiera sucedido.
Y la gallareta, humilde y resignada, se volvió a esconder
entre los juncos, pensando que
si ciertas personas tienen todos los méritos y otras todas
las culpas, es que así no más
tiene que ser.
Aves de rapiña y
mosquitos
Entre el águila y el buitre hubo una cuestión muy grave, y
no se oyó más, durante
mucho tiempo, que el ruido de cacareos agresivos y graznidos
amenazadores. Los corvos
picos y las garras feroces se afilaban sin cesar en los
peñascos majestuosos y todo hacía
presagiar una terrible guerra.
Pero, por fin, todo se arregló y la cordillera,
equitativamente repartida, quedó en paz.
Al poco tiempo el mosquito y la mosca pensaron que no debían
ellos ser menos que las
aves de rapiña, y también empezaron a disputarse la posesión
de las orillas de un pantano.
También hubo mucho ruido; por lo menos así lo aseguraban
ellos, pues nadie alcanzó
a oírlo; y tampoco cuando convinieron en hacer la paz, nadie
sabía que hubieran estado
a punto de pelear.
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