Fábula XXXV.
El Ministro
Eligió Ministro
El leon al toro,
Y se alborotaron
Sus vasal os todos.
ȃse (le decian)
Perderá tu trono;
Los arranques teme
De animal tan loco.
Deja que tus brutos
Elijamos otro:
Ya le buscaremos
Adecuado y propio.«
El leon se aviene,
Trátase el negocio,
Y un propuesto logra
General el voto.
Y era el digno objeto
De comun elogio
Pajarraco mixto
De avestruz y loro.
Fábula XXXVI.
El caballo de Calígula
Á su caballo nombró
Cónsul Calígula fiero,
Y el cuadrúpedo altanero
Ya la paja rechazó.
Dorada se le llevó,
Y la comió sin desden.
Echan al pueblo tambien
Paja escritores distintos;
Pero adulan sus instintos:
La doran, y pasa bien.
Fábula XXXVII.
La distancia
Cerca de Toledo el Tajo
Cruza un valle que guarnecen
Dos montañas.
Desde ellas, mirando abajo,
Los transitantes parecen
Musarañas.
Cabalgaba monte arriba
Don Domingo Coronado,
Gran señor;
Con diez escopetas iba,
Por diez hombres escoltado
De valor.
Algunos desde la altura
Vieron, ó creyeron ver,
Dos peones,
Que atravesaban la hondura,
Seguidos, al parecer,
De ladrones.
»Defendamos á los dos,
Dijeron con ira y brío
Los armados;
Pues, sin auxilio de Dios,
En cuanto lleguen al rio,
Son robados.
Señor, vuestra escolta frustre
Su intento á la iniquidad,
Que anda lista.«
Era el caminante ilustre
No corto de voluntad,
Sí de vista.
Miró al valle don Domingo,
Teniendo á todos perplejos
Un instante,
Y dijo al fin: »No distingo
Lo que sucede tan lejos.
Adelante!«
No hace el bien ni pone al mal
Un Rey á veces reparo;
Y
¿por
qué?
La causa es muy natural:
Porque de lejos, es claro,
No se ve.
Fábula XXXVIII.
El cangrejo sastre
En un remoto pueblo
De no sé qué nacion,
El arte y ejercicio,
Y áun la casta de sastre, se acabó.
Agujas y tijeras
Quedaron, sí, señor;
Quien un remiendo echara,
Quien cortase vestidos, eso no.
Iba el alcalde mismo,
Que era verle un dolor,
Del cuello á los faldones
Roto y aspillerado el leviton.
Llevaba hecha una criba
La esposa del doctor
El manto que velaba
Su moño de figura de aldabon.
Sus dos modestas hijas,
Dos ángeles las dos,
Desgarradillas ambas
Hiciéronse con tanto desgarron.
Sastre la tabernera,
Sastre el procurador,
Sastre la villa toda
Pide al Concejo por amor de Dios.
Sastre buscando salen
Modrego y el Pelon
Una mañana hermosa
Del mes florido al asomar el sol.
Orillas de un arroyo,
Cercado de verdor,
Un animal bullia
Que el sastrílego par absorto vió.
Era un cangrejo, bicho
Raro en la tal region.
Modrego y su consocio
Á un tiempo exclaman con alegre voz:
»Sastre sin duda es éste,
Largo trabajador:
Agujas y tijeras
Lleva, para indicar su profesion.«
Le cogen, y hala! El pueblo
Se agolpa en derredor.
»Sastre y barato! (gritan):
Ni palabra de sueldo nos habló.«
Sobre una mesa ponen
Un paño de color,
Al sastre mudo encima,
Y dicenle: »Maestro,
¡un
paletó!«
Siguiéndole al cangrejo
Su vaga direccion,
Un bárbaro en la tela
Pegando fué tijeretada atroz.
Registran lo cortado...
— Qué rabia! qué furor!
Nada que sirva sale.
»Muera el sastre! Matemos al bribon!«
Alguno replicaba:
»Nombre su defensor.
— Señores, no olvidemos
Que él hasta aquí no dijo: Sastre soy.
— Perezca! repetía
Toda la poblacion.«
Van y tíranlo al rio,
Y prorumpen ufanos: »Ya se ahogó!«
Ahógase de veras,
Ó al ménos de rubor,
Algun buen ciudadano,
Puesto por fuerza donde no pensó.
Que todos lo hagan lodo
Es capricho español.
Y
¿sirve
para nada
Metido á sacristan el herrador?
Fábula XXXIX.
Los capullos de oruga
Era dueño de un pinar
El viejo Ramon Velarde,
Y ocurriósele una tarde
Su arbolado visitar.
Con no pequeño pesar
Vió mucho pino pelon,
Y en cada cual un zurron
De orugas aparecía,
Que de ellas arrojaría
Más adelante un millon.
Contra bichos tan fatales,
El anciano diligente
Marchó, y al alba siguiente
Llevó setenta zagales.
Los capullos criminales
Cayeron del tronco al pié,
Y luégo encendida fué
Voraz hoguera de ramas,
Para hacer entre sus llamas
Auto forestal de fe.
Faltaba el postrer limpion
Á pocos árboles dar,
Cuando allí vino á parar
El sacristan Cañamon.
Junto al monte de Ramon
El buen atiza-blandones,
En dos menguados rincones,
Tenía un azafranar,
Cuya cebolla es manjar
Muy gustoso á los ratones.
Cañamon buscar solia
Los capullos perseguidos,
Con los cuales, bien cocidos,
Un caldo infernal hacia.
Donde agujero veia
De raton el Sacristan,
Embocaba con afan
Porcion del tósigo aquel;
Y muerto el raton con él,
Salvábase el azafran.
Al viejo, con voz de arrullo,
Dijo el pobre azafranero:
»De usted un favor espero,
Pues los hace sin orgullo.
Deje usted algun capullo
De orugas en su lugar;
No me lleguen á faltar,
Si todas perecen hoy,
Para el guiso con que voy
Mis ratones á matar.«
Repuso el viejo ladino:
»Cuanto azafran coges? Dí.
Onza y media? Pues aquí
Peligra un monte de pino.
Échale al raton dañino
Gato hambriento, que del tal
No deje pronto señal.«
Es de pillos ó de locos
Preferir el bien de pocos
Al provecho general.
Fábula XL.
El reloj de sol
Un reloj de sol hicieron
Los indios allá de Quito:
Parecióles tan bonito,
Que un tejado le pusieron.
De lluvia lo guarecieron;
Pero el sol ya no le dió:
Sin él de nada sirvió.
No sirve una ley madura
Por alguna añadidura
Que un celo tonto inspiró.
Fábula XLI.
El viaje de Hércules
Bien sabe cualquier persona
De más ó de menos pro
Que el sepulcro pareció
De Hércules en Tarragona.
Recuérdese que este asunto
Á muchos volvió tarumba,
Y que no se halló en la tumba
Ni una raspa del difunto.
Fué que, de siglos atras,
El semidios de la clava,
Si allí tendido se estaba,
Era durmiendo no más.
Consistió el no parecer
En que, al sentir la piqueta,
Despertó, cogió soleta,
Y á buscar fué su mujer.
De paso (lo cual no debe
Tenerse por cosa extraña),
Dió una vuelta por España,
Y al fin se abrazó con Hebe.
Ésta, que dió un tropezon
Sirviendo en una comida,
Cayó del cielo aturdida,
Y estaba en el pozo Airon.
Viéronse esposo y esposa
En él con divino gozo:
Fué con el aire del pozo
La entrevista muy airosa.
No ponga duda ni tacha
Nadie: si un viaje resuelven,
Áun los semidioses vuelven
Palacio cualquier covacha.
En diálogo allí easero
Alcides y su parienta,
Hebe dijo: »¿Qué
me cuenta
De España el señor viajero?
Unos treinta siglos há,
Mano que yo tierna palpe
Grabó en Abila y en Galpe
Su altivo No más allá.
De España quiero saber
Qué diferencias ofrece;
Que en tres mil años, parece
Que algunas habrán de ser.«
Alcides, con laconismo
Heróico, le respondió:
»Al no más le falta el no;
Lo demas está lo mismo.«
La presente relacion
Escuché yendo de viaje,
Mal preso en el hospedaje
De un fementido meson.
Y al ver tanta porquería
En casa, lecho y hogar,
Y qué horrible era el lugar,
Y qué caminos tenía;
Al ver por mujeres cocos,
Y hombres de aspecto salvaje,
Y niños con sólo el traje
De Adan, y sorbiendo mocos,
Dije: »Si juicio severo
De España Hércules formó,
No más que lo malo vió,
Y-habló sobrado ligero;
Ó le pasó lo que á mí
En fuerza de suerte ingrata,
Y encontró en su caminata
Mesones como el de aquí.«
Fábula XLII.
El elefante domesticado
Preguntaba el palomo al elefante:
»¿Por
qué desde el instante
Que fuiste como yo domesticado,
Con ojos de dolor en tu hembra fijos,
De mil cosas te quejas á su lado,
Pero jamás de que te falten hijos?«
Y respondió con tétrico semblante
El membrudo animal: »Soy prisionero,
De hierros voy cargado...
¿Hijosesclavos
yo! Morir primero!«
Fábula XLIII.
Los mandamientos de
España
Dicen que locos y niños
Hablan siempre la verdad:
La lengua de un niño loco
Debe ser la más veraz.
Un niño demente habia,
Que en medio de achaque tal,
Iba, sin embargo, dócil
Á la escuela del lugar.
El Maestro, que observó
Que era el loco algo capaz,
Quiso que de la doctrina
Supiese lo principal.
»¿Cuáles
son (le preguntaba
Un dia para probar)
Los mandamientos de Dios,
Que rigen la Cristiandad?
— Á los hombres (dijo el chico)
Diez impuso en general;
Y despues á las naciones
Otros en particular.
»Dios manda que España tenga
Trono firme y libertad,
Montes, caminos, marina...
Y el peñon de Gibraltar.«
Fábula XLIV.
El placer en la virtud
»Enrique, mortifica lu apetito,«
Dijo fray Amador al señorito,
Cuyos pasos al bien encaminaba.
»Si el dulce de guayaba,
Si otro cualquier manjar, que ves delante
Cuando la mesa cubren, estimula
De tal modo tu gula,
Que devorarlo anhelas al instante;
Por el que fué clavado en un madero,
Cómelo con paciencia lo postrero.«
Esto al doncel aconsejaba el Ayo,
Y hallándose presente
Un bellacon lacayo,
Goloso, y hablador impertinente,
»Sí, señorito (replicó travieso):
Tengo experiencia en eso
Más que fray Amador, aunque me alabe.
Reservando prudente
Para el fin lo mejor, más bien me sabe.
Gastrónomo de gusto refinado,
Último ha de comer el gran bocado.«
Repuso el Preceptor: »Benigno y justo,
Merecimiento Dios hace del gusto.
Verás, Enrique amado,
Verás en la virtud, si la siguieres,
Que ella es el gran placer de los placeres.«
Fábula XLV.
Las orejas del borrico
Á un burro que vió pasar
Dijo el burlon Baltasar:
»¡Vaya
una figura rara
Que tienes, con ese par
De orejas de media vara!
— Yo no me las he escogido
(Replicó el asno advertido):
No royéndomelas andes;
Que Dios tendrá bien sabido
Por qué me las hizo grandes.«
Fábula XLVI.
Monos y hombres
»Yo por seguro tengo
(Dijole á Blas Manuel)
Que el mono es hoy lo mismo
Que ántes el hombre fué.
Piedras cual hombre tira,
Y es muy frecuente en él
Reñir á garrotazos
Mejor que un montañes.«
Blas dijo: »Reconozco
Al mono su saber;
Opino, sin embargo,
No como piensa usted.
Hay en humano traje
Irracional cruel,
Que agarra piedra y palo
Sin qué ni para qué.
Bicho de tal ralea
Debe sin duda ser
Orangutan exento
De andar en cuatro piés.«
Fábula XLVII.
El Astrónomo y el
Mendigo
Observaba un astrónomo un lucero
Con estudioso abinco,
Y le pidió limosna un pordiosero
Una vez y otra vez , tres, cuatro y cinco,
Y él, miéntras, agarrado al anteojo,
Firme haciéndole al astro puntería,
Ni vió ni oyó siquiera al que pedia.
Nada manco el mendigo si era cojo,
Al gaban del astrónomo la mano
Con un tiron echó que lo sintiera,
Y dijole: »Señor, si sol cristiano,
Soltad esos trebejos
Y generoso abrid la faltriquera.
Vuele por un momento como quiera
De tanta luz el brillador enjambre:
Si hay miserias allí, las pasan Jéjos;
Cerca de vos hay hambre.«
Fábula XLVIII.
Los Caribes
Isla del continente americano,
Y de caribes, era
Una de que un viajero muy anciano,
Docto y pío varon, de cuerpo enjuto,
Quiso tomar noticia verdadera.
La fragata española Talavera,
Que le condujo allí, volvió al paraje
Donde el sabio quedó; y al ménos bruto
De aquella tosca gente
Preguntó el Capitan: »Y aquél que traje?
— Aquél (dijo el caribe indiferente),
Mechado con tortuga,
Conejillos detras y al fin lechuga,
Sirvió para un almuerzo.
—
¡Comerse
á don Froilan, gloria del Bierzo,
(Exclamó el español)! Es horroroso!
¡Comerse
un hombre asi, de alta valía,
Tan bueno, y que además, tanto sabía!
— Bah! replicó el mastuerzo.
Mérito le supones asombroso,
Y es aprension no más, te lo aseguro.
Con todo su saber, estaba soso;
Con toda su bondad, estaba duro.«
Predica, Luis, predica fervoroso:
No hay sermon que les entre
Á los que en todo ven cuestion de vientre.
Fábula XLIX.
Los micetes
Por tierras apartadas
Viajaba un español,
Y aguda gritería
Muy de mañana oyó.
Ver quiso quién gritaba,
Guiado por la voz,
Y al trasponer un monte,
Los gritadores vió.
Monos, que en ancha rueda
Formaban un cordon,
Saltaban, y en el medio
De todos el mayor.
Era de gozo vivo
Ruidosa confusion,
Mil bienvenidas eran
Al renaciente sol.
Paróse allí el viajero,
Sagaz observador,
Hasta que el sol mostrara
El último arrebol.
De todas las laderas
Del valle en derredor,
Brincando los monuelos
Volvieron en monton.
Con otro acento que antes
Alzaron su clamor
De tierna despedida
Y ardiente aclamacion.
Al sol aquellos gritos,
Que el eco repitió,
Decirle parecían:
»Ven otra vez, adios.«
Pasmado el caminante
La frente descubrió,
Sallando de sus ojos
Llanto de fe y amor.
»Sol de Justicia (dijo),
Nunca te olvide yo,
Ni al toque de la aurora,
Ni al toque de oracion.«
Fábula L.
La lámpara de la torre
Pueblo fué del condado de Bigorre
(Ó Bigorra, es igual) uno en que habia
Ruinoso templo con fornida torre,
Que dos leguas en torno se veia.
Una lámpara ardia
Toda la noche en ella
Delante de una bella
Imagen de Maria;
Y en su seno sin mancha, recogido
El Niño Dios en el portal nacido.
Siempre que un aldeano
De los de allí la torre descubría,
Reverente á la Virgen saludaba,
Y al Fruto de su vientre bendecia.
Para un país lejano
Sale del pueblo aquél el joven Pío;
Y al ver la torre por la vez postrera,
Levantando en el aire la montera,
Con lágrimas de fe grita devoto:
»Niño de omnipotente poderío!
Madre del desterrado!
Regid mis plantas: en los dos confio.«
Vase á país remoto,
Vuelve de años cargado
(Cincuenta por lo menos han pasado),
La noche le sorprende en el camino.
La luz al cabo de la torre brilla,
Y Pio descabalga y se arrodilla,
Y del favor divino
Reconoce el poder.
¡Harto
bien puso
Jóven la confianza!
Hijo y Madre cumplieron su esperanza.
Con aquel espectáculo, confuso
El guía del viajero, le pregunta
Por qué se apea y llora,
Y se descubre, set arrodilla y ora. —
»Es porque allí despunta
La luz del campanario
Que á su Palrona enciende el pueblo mio:
La Virgen de Noel, nuestra Señora.
— Mudó ya de parroquia el vecindario;
La tiene junto al rio:
La vieja se cayó, la torre queda;
Y la Virgen (pues esto
De santo en calle con razon se veda)
Logra en la parroquial más digno puesto.
La luz que asoma allí (por de contado
Mayor que la que hubo),
Es de un reloj, al que ilumina un tubo
Del nuevo gas de pringue de pescado;
Y (como usted repara)
La torre del lugar se ve más clara.«
El buen anciano aquí, dos veces pio,
Con expresion de lástima y desvío
Replicó, meneando la cabeza:
»Se vé más claro, sí; mas no se reza.
La imagen del que vive y nunca pasa
Quitais de las alturas,
Y
¡máquina
poneis que el tiempo tasa,
Dado á las criaturas!
Para cebar la luz que miro enfrente,
Dén tierra y mar despojos;
Pero dejad la de Belen patente,
Y alúmbrenos el alma por los ojos.«
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