Fábula I.
La mona corrida
El autor a sus versos
Fieras, aves y peces
Corren, vuelan y nadan,
Porque Júpiter sumo
A general congreso a todos llama.
Con sus hijos se acercan,
Y es que un premio señala
Para aquel cuya prole
En hermosura lleve la ventaja.
El alto regio trono
La multitud cercaba,
Cuando en la concurrencia
Se sentía decir: la Mona falta.
»Ya llega«, dijo entonces
Una habladora urraca,
Que, como centinela,
En la alta punta de un ciprés estaba.
Entra rompiendo filas,
Con su cachorro ufana,
Y ante el excelso trono
El premio pide de hermosura tanta.
El dios Júpiter quiso,
Al ver tan fea traza,
Disimular la risa,
Pero se le soltó la carcajada.
Armóse en el concurso
Tal burla y algazara,
Que corrida la Mona,
A Tetuán se volvió desengañada.
¿Es
creíble, señores,
Que yo mismo pensara
En consagrar a Apolo
Mis versos, como dignos de su gracia?
Cuando, por mi fortuna,
Me encontré esta mañana,
Continuando mi obrilla,
Este cuento moral, esta patraña,
Yo dije a mi capote:
¡Con
qué chiste, qué gracia
Y qué vivos colores
El jorobado Esopo me retrata!
Mas ya mis producciones
Miro con desconfianza,
Porque aprendo en la Mona
Cuánto el ciego amor propio nos engaña.
Fábula II.
El asno y Júpiter
»No sé cómo hay jumento
Que, teniendo un adarme de talento,
Quiera meterse a burro de hortelano.
Llevo a la plaza desde muy temprano
Cada día cien cargas de verdura,
Vuelvo con otras tantas de basura,
Y para minorar mi pesadumbre,
Un criado me azota por costumbre.
Mi vida es ésta; ¿qué será mi muerte,
Como no mude Júpiter mi suerte?«
Un Asno de este modo se quejaba.
El dios, que sus lamentos escuchaba,
Al dominio le entrega de un tejero.
»Esta vida, decía, no la quiero:
Del peso de las tejas oprimido,
Bien azotado, pero mal comido,
A Júpiter me voy con el empeño
De lograr nuevo dueño.«
Envióle a un curtidor; entonces dice:
»Aun con este amo soy más infelice.
Cargado de pellejos de difunto
Me hace correr sin sosegar un punto,
Para matarme sin llegar a viejo,
Y curtir al instante mi pellejo.«
Júpiter, por no oír tan largas quejas,
Se tapó lindamente las orejas,
Y a nadie escucha, desde el tal pollino,
Si le hablan de mudanza de destino.
Sólo en verso se encuentran los dichosos,
Que viven ni envidiados ni envidiosos.
La espada por feliz tiene al arado,
Como el remo a la pluma y al cayado;
Mas se tiene por míseros en suma
Remo, espada, cayado, esteva y pluma.
Pues
¿a
qué estado el hombre llama bueno?
Al propio nunca; pero sí al ajeno.
Fábula III.
El cazador y la perdiz
Una Perdiz en celo reclamada
Vino a ser en la red aprisionada.
Al Cazador la mísera decía:
»Si me das libertad, en este día
Te he de proporcionar un gran consuelo.
Por ese campo extenderé mi vuelo;
Juntaré a mis amigas en bandadas,
Que guiaré a tus redes, engañadas,
Y tendrás, sin costarte dos ochavos,
Doce perdices como doce pavos.«
»¡Engañar
y vender a tus amigas!
¿Y
así crees que me obligas?
Respondió el Cazador; pues no, señora;
Muere, y paga la pena de traidora.«
La Perdiz fue bien muerta; no es dudable.
La traición, aun soñada, es detestable.
Fábula IV.
El viejo y la muerte
Entre montes, por áspero camino,
Tropezando con una y otra peña,
Iba un Vejo cargado con su leña,
Maldiciendo su mísero destino.
Al fin cayó, y viéndose de suerte
Que apenas levantarse ya podía,
Llamaba con colérica porfía
Una, dos y tres veces a la Muerte.
Armada de guadaña, en esqueleto,
La parca se le ofrece en aquel punto;
Pero el viejo, temiendo ser difunto,
Lleno más de terror que de respeto,
Trémulo la decía y balbuciente:
»Yo ... Señor... os llamé desesperado;
Pero... "Acaba;
¿qué
quieres, desdichado?«
»Que me cargues la leña solamente.«
Tenga paciencia quien se cree infelice;
Que aun en la situación más lamentable
Es la vida del hombre siempre amable:
El viejo de la leña nos lo dice.
Fábula V.
El enfermo y el médico
Un miserable Enfermo se moría,
Y el Médico importuno le decía:
»Usted se muere; yo se lo confieso;
Pero por la alta ciencia que profeso,
Conozco, y le aseguro firmemente,
Que ya estuviera sano,
Si se hubiese acudido más temprano
Con el benigno clister detergente.«
El triste Efermo, que lo estaba oyendo,
Volvió la espalda al Médico, diciendo:
»Señor Galeno, su consejo alabo.
Al asno muerto la cebada al rabo.«
Todo varón prudente
Aconseja en el tiempo conveniente;
Que es hacer de la ciencia vano alarde
Dar el consejo cuando llega tarde.
Fábula VI.
La zorro y las uvas
Es voz común que a más del mediodía
En ayunas la zorra iba cazando.
Halla una parra, quedase mirando
De la alta vid el fruto que pendía.
Causábale mil ansias y congojas
No alcanzar a las uvas con la garra,
Al mostrar a sus dientes la alta parra
Negros racimos entre verdes hojas.
Miró, saltó y anduvo en probaduras;
Pero vio el imposible ya de fijo.
Entonces fue cuando la zorra dijo:
»¡No
las quiero comer!
¡No
están maduras!«
No por eso te muestres impaciente
Si se te frustra, fabio, algún intento;
Aplica bien el cuento
Y di:
¡No
están maduras! frescamente.
Fábula VII.
La cierva y la viña
Huyendo de enemigos cazadores
Una Cierva ligera;
Siente ya fatigada en la carrera
Más cercanos los perros y ojeadores.
No viendo la infeliz algún seguro
Y vecino paraje
De gruta o de ramaje,
Crece su timidez, crece su apuro.
Al fin, sacando fuerzas de flaqueza,
Continúa la fuga presurosa;
Halla al paso una viña muy frondosa,
Y en lo espeso se oculta con presteza.
Cambia el susto y pesar en alegría,
Viéndose a paz y a salvo en tan buen hora.
Olvida el bien, y de su defensora
Los frescos verdes pámpanos comía.
¡Mas
ay! que de esta suerte,
Quitando ella las hojas de delante,
Abrió puerta a la flecha penetrante,
Y el listo Cazador la dio la muerte.
Castigó con la pena merecida
El justo cielo a la cierva ingrata.
¿Mas
qué puede esperar el que maltrata
Al mismo que le está dando la vida?
Fábula VIII.
El asno cargado de
reliquias
De reliquias cargado,
Un Asno recibía adoraciones,
Como si a él se hubiesen consagrado
Reverencias, inciensos y oraciones.
En lo vano, lo grave y lo severo
Que se manifestaba,
Hubo quien conoció que se engañaba,
Y le dijo: »Yo infiero
De vuestra vanidad vuestra locura;
El reverente culto que procura
Tributar cada cual este momento,
No es dirigido a vos, señor Jumento,
Que sólo va en honor, aunque lo sientas,
De la sagrada carga que sustentas.«
Cuando un hombre sin mérito estuviere
En elevado empleo o gran riqueza,
Y se ensoberbeciere
Porque todos le bajan la cabeza,
Para que su locura no prosiga
Tema encontrar tal vez con quien le diga:
»Señor jumento no se engría tanto;
Que si besan la peana es por el santo.«
Fábula IX.
Los dos machos
Dos Machos caminaban: el primero,
Cargado de dinero,
Mostrando su penacho envanecido,
Iba marchando erguido
Al son de los redondos cascabeles.
El segundo, desnudo de oropeles,
Con un pobre aparejo solamente,
Alargando el pescuezo eternamente,
Seguía de reata su jornada,
Cargado de costales de cebada.
Salen unos ladrones, y al instante
Asieron de la rienda al arrogante;
Él se defiende, ellos le maltratan,
Y después que el dinero le arrebatan,
Huyen, y dice entonces el segundo:
»Si a estos riesgos exponen en el mundo
Las riquezas, no quiero, a fe de Macho,
Dinero, cascabeles ni penacho.«
Fábula X.
El cazador y el perro
Mustafá, perro viejo,
Lebrel en montería ejercitado,
Y de antiguas heridas señalado
A colmillo y a cuerno su pellejo,
Seguía a un jabalí sin esperanza
De poderle alcanzar; pero, no obstante,
Aguzándole su amo a cada instante,
A duras penas mustafá le alcanza.
El Cerdoso valiente
No escuchaba recados a la oreja;
Y así, su resistencia no le deja
Cebar al Perro su cansado diente;
Con airado colmillo le rechaza,
Y bufando se marcha victorioso.
El cazador, furioso,
Reniega del Lebrel y de su raza.
»Viejo estoy, le responde, ya lo veo;
Mas di:
¿sin
Mustafá cuándo tuvieras
Las pieles y cabezas de las fieras
En tu casa, de abrigo y de trofeo?
Miras a lo que soy, no a lo que he sido.
¡Oh
suerte desgraciada!
Presente tienes mi vejez cansada,
Y mis robustos años en olvido.
Mas
¿para
qué me mato,
Si no he de conseguir cosa ninguna?
Es ladrar a la luna
El alegar servicios al ingrato.«
Fábula XI.
La tortuga y el águila
Una Tortuga a un Águila rogaba
Le enseñase a volar; así le hablaba:
»Con sólo que me des cuatro lecciones
Ligera volaré por las regiones:
Ya remontando el vuelo
Por medio de los aires hasta el cielo.
Veré cercano el Sol y las estrellas
Y otras cien cosas bellas.
Ya, rápida, bajando,
De ciudad en ciudad iré pasando:
Y de este fácil delicioso modo
Lograré en pocos días verlo todo.«
La Águila se rio del desatino.
Le aconseja que siga su destino
Cazando torpemente con paciencia,
Pues lo dispuso así la Providencia.
Ella insiste en su antojo ciegamente.
La reina de las aves prontamente
La arrebata, la lleva por las nubes.
»Mira, -le dice- mira cómo subes.«
Y al preguntarle, dijo: »¿Vas
contenta?«
Y la deja caer y la revienta.
Para que así escarmiente
Quien desprecia el consejo del prudente.
Fábula XII.
El león y el ratón
Estaba un ratoncillo aprisionado
En las garras de un león; el desdichado
En la tal ratonera no fue preso
Por ladrón de tocino ni de queso,
Sino porque con otros molestaba
Al león, que en su retiro descansaba.
Pide perdón, llorando su insolencia.
Al oír implorar la real clemencia,
Responde el rey en majestuoso tono
(no dijera más Tito): »Te perdono!«
Poco después cazando el león, tropieza
En una red oculta en la maleza.
Quiere salir; mas queda prisionero.
Atronando la selva ruge fiero.
El libre ratoncillo, que lo siente,
Corriendo llega, roe diligente
Los nudos de la red, de tal manera,
Que al fin rompió los grillos de la fiera.
Conviene al poderoso
Para los infelices ser piadoso;
Tal vez se puede ver necesitado
Del auxilio de aquel más desdichado.
Fábula XIII.
Las liebres y las ranas
Asustadas las liebres de un estruendo,
Echaron a correr todas, diciendo:
»A quien la vida cuesta tanto susto,
La muerte causará menos disgusto«
Llegan a una laguna de esta suerte
A dar en lo profundo con la muerte.
Al ver a tanta Rana que, asustada,
A las aguas se arroja a su llegada,
»Hola, dijo una liebre,
¿conque,
hay otras
Tan tímidas, que aún tiemblan de nosotras?
Pues suframos con ellas el destino.«
Conocieron sin más su desatino.
Así la suerte adversa es tolerable
Comparada con otra miserable.
Fábula XIV.
El gallo y el zorro
Un gallo muy maduro,
De edad provecta, duros espolones,
Pacífico y seguro,
Sobre un árbol oía las razones
De un zorro muy cortés y muy atento,
Más elocuente cuanto más hambriento.
»Hermano«, le decía,
»Ya cesó entre nosotros una guerra
Que cruel repartía
Sangre y plumas al viento y a la tierra.
Baja; daré, para perpetuo sello,
Mis amorosos brazos a tu cuello.«
»Amigo de mi alma«,
Responde el gallo,
¡qué
placer inmenso
En deliciosa calma
Deja esta vez mi espíritu suspenso!
Allá bajo, allá voy tierno y ansioso
A gozar en tu seno mi reposo.
»Pero aguarda un instante,
Porque vienen, ligeros como el viento,
Y ya están adelante,
Dos correos que llegan al momento,
De esta noticia portadores fieles,
Y son, según la traza, dos lebreles.«
»Adiós, adiós, amigo,
Dijo el zorro, »que estoy muy ocupado;
Luego hablaré contigo
Para finalizar este tratado.«
El gallo se quedó lleno de gloria,
Cantando en esta letra su victoria:
Siempre trabaja en su daño
El astuto engañador;
A un engaño hay otro engaño,
A un pícaro otro mayor.
Fábula XV.
El león y la cabra
Un señor León andaba, como un perro,
Del valle al monte, de la selva al cerro,
A caza, sin hallar pelo ni lana,
Perdiendo la paciencia y la mañana.
Por un risco escarpado
Ve trepar una Cabra a lo encumbrado,
De modo que parece que se empeña
En hacer creer al León que se despeña.
El pretender seguirla fuera en vano;
El cazador entonces cortesano
La dice: »Baja, baja, mi querida;
No busques precipicios a tu vida:
En el valle frondoso
Pacerás a mi lado con reposó.«
»¿Desde
cuándo, señor, la real persona
Cuida con tanto amor de la barbona?
Esos halagos tiernos
No son por bien, apostaré los cuernos.«
Así le respondió la astuta Cabra,
Y el león se fue sin replicar palabra.
Lo paga la infeliz con el pellejo,
Si toma sin examen el consejo.
Fábula XVI.
La hacha y el mango
Un hombre que en el bosque se miraba
Con una Hacha sin Mango, suplicaba
A los árboles diesen la madera
Que más sólida fuera
Para hacerle uno fuerte y muy durable.
Al punto la arboleda innumerable
Le cedió el acebuche; y él, contento,
Perfeccionando luego su instrumento,
De rama en rama va cortando a gusto
Del alto roble el brazo más robusto.
Ya los árboles todos recorría,
Y mientras los mejores elegía,
Dijo la triste encina al fresno: »Amigo:
Infeliz del que ayuda a su enemigo.«
Fábula XVII.
La onza y los pastores
En una trampa una Onza inadvertida
Dio mísera caída.
Al verla sin defensa,
Corrieron a la ofensa
Los vecinos Pastores,
No valerosos, pero sí traidores.
Cada cual por su lado
La maltrataba airado,
Hasta dejar sus fuerzas desmayadas,
Unos a palos, otros a pedradas.
Al fin la abandonaron por perdida;
Pero viéndola dar muestras de vida,
Cierto Pastor, dolido de su suerte,
Por evitar su muerte,
La arrojó la mitad de su alimento,
Con que pudiese recobrar aliento.
Llega la noche, témplase la saña;
Marchan a descansar a la cabaña
Todos, con esperanza muy fundada
De hallarla muerta por la madrugada;
Mas la fiera entre tanto,
Volviendo poco a poco del quebranto,
Toma nuevo valor y fuerza nueva;
Salta, deja la trampa, va a su cueva,
Y al sentirse del todo reforzada,
Sale si muy ligera, más airada.
Ya destruye ganados,
Ya deja los Pastores destrozados;
Nada aplaca su cólera violenta,
Todo lo tala, en todo se ensangrienta.
El buen Pastor, por quien tal vez vivía,
Lleno de horror, la vida le pedía.
»No serás maltratado,
Dijo la onza, vive descuidado;
Que yo sólo persigo a los traidores
Que me ofendieron, no a mis bienhechores.«
Quien hace agravios tema la venganza;
Quien hace bien, al fin el premio alcanza.
Fábula XVIII.
El grajo vano
Con las plumas de un pavo
Un Grajo se vistió; pomposo y bravo
En medio de los pavos se pasea;
La manada lo advierte, lo rodea:
Todos le pican, burlan y lo envían,
¿Dónde,
si ni los grajos le querían?
¿Cuánto
ha que repetimos este cuento,
Sin que haya en los plagiarios escarmiento?
Fábula XIX.
El hombre y la
comadreja
Así decía cierta Comadreja
A un Hombre que la había aprisionado:
»¿Por
qué no me dejáis?
¿Os
he yo dado
Motivo de disgusto ni de queja?
¿No
soy la que desvanes y rincones,
Tu casa toda, cual si fuese mía,
Cuidadosa registro noche y día,
Para que vivas libre de ratones?«
»¡Gran
fineza por cierto!
El Hombre respondió. Pues di, ladrona,
Si tu glotonería no perdona
Ni a ratón vivo ni a cochino muerto,
Ni a cuanto guardan ruines despenseras,
¿Cómo
he de creer que tu cuidado apura
Por mi bien los ratones?
¡Qué
locura!
No tendría yo malas tragaderas.
Morirás; y el astuto que pretenda
Vender como fineza lo que ha hecho
Sin mirar a más fin que a su provecho,
Sabrá que hay en el mundo quien lo entienda.«
Fábula XX.
Batalla de las
comadrejas
Vencidos los ratones,
Huían con presteza
De una atroz enemiga
Tropa de Comadrejas;
Marchaban con desorden,
Que cuando el miedo reina,
Es la confusión sola
El jefe que gobierna.
Llegaron presurosos
A sus angostas cuevas,
Logrando los soldados
Entrar a duras penas;
Pero los capitanes,
Que en las estrechas puertas
Quedaron atascados
Sin ninguna defensa,
A causa de unos cuernos
Puestos en las cabezas,
Para ser de sus tropas
vistos en la refriega,
Fueron las desdichadas
Víctimas de la guerra,
Haciendo de sus cuerpos
Pasto las Comadrejas.
¡Cuántas
veces los hombres
Distinciones anhelan,
Y suelen ser la causa
De sus desdichas ellas!
Si júpiter dispara
Sus rayos a la tierra
Antes que a las cabañas
A los palacios y a las torres llegan.
Fábula XXI.
El león y la rana
Una lóbrega noche silenciosa
Iba un León horroroso
Con mesurado paso majestuoso
Por una selva; oyó una voz ruidosa,
Que con tono molesto y continuado
Llamaba la atención y aun el cuidado
Del reinante animal, que no sabía
De qué bestia feroz quizá saldría
Aquella voz, que tanto más sonaba
Cuanto más en silencio todo estaba.
Su majestad leonesa
La selva toda registrar procura;
Mas nada encuentra con la noche oscura,
Hasta que pudo ver,
¡oh
qué sorpresa!
Que sale de un estanque a la mañana
La tal bestia feroz, y era una Rana.
Llamará la atención de mucha gente
El charlatán con su manía loca;
Mas
¿qué
logra, si al fin verá el prudente
Que no es sino una rana, todo boca?
Fábula XXII.
El ciervo y los bueyes
Con inminente riesgo de su vida,
Un Ciervo se escapó de la batida,
Y en la quinta cercana, de repente,
Se metió en el establo incautamente.
Dícele un Buey: »¿Ignoras,
desdichado,
Que aquí viven los hombres?
¡Ah,
cuidado!
Detente, y hallarás tanto reposo
Como perdiz en boca de raposo«
El Ciervo respondió: »pero, no obstante,
Dejadme descansar algún instante,
Y en la ocasión primera
Al bosque espeso emprendo mi carrera.«
Oculto entre el ramaje permanece.
A la noche el boyero se aparece;
Al ganado reparte el alimento,
Nada divisa; sálese al momento.
El mayoral y los criados entran,
Y tampoco le encuentran.
Libre del aquel apuro,
El Ciervo se contaba por seguro.
Pero el buey más anciano
le dice: »¡Qué!
¿Te
alegras tan temprano?
Si el amo llega, lo perdiste todo.
Yo le llamo cien-ojos por apodo.
Más, ¡chitón, que ya viene!«
Entra cien-ojos, todo lo previene;
A los rústicos dice: »¡No
hay consuelo!
¡Las
colleras tiradas por el suelo;
Limpio el pesebre, pero muy de paso;
El ramaje muy seco y muy escaso!
Señor mayoral,
¿es
éste buen gobierno?«
En esto mira el enramado cuerno
Del triste ciervo; grita, acuden todos
Contra el pobre animal de varios modos,
Y a la rústica usanza
Se celebró la fiesta de matanza.
Esto quiere decir que el amo bueno
No se debe fiar del ojo ajeno.
Fábula XXIII.
Los navegantes
Lloraban unos tristes pasajeros
Viendo su pobre nave, combatida
De recias olas y vientos fieros,
Ya casi sumergida,
Cuando súbitamente
El viento calma, el cielo serena,
Y la afligida gente
Convierte en risa la pasada pena.
Mas el piloto estuvo muy sereno
Tanto en la tempestad como en bronceador.
Pues sabe que lo malo y que lo bueno
Está sujeto a súbita mudanza.
Fábula XXIV.
El torrente y el río
Despeñado un Torrente
De un encumbrado cerro
Caía en una peña,
Y atronaba el recinto con su estruendo.
Seguido de ladrones
Un triste pasajero,
Despreciando el ruido,
Atravesó el raudal sin desaliento;
Que es común en los hombres
Poseídos del miedo,
Para salvar la vida,
Exponerla tal vez a mayor riesgo.
Llegaron los bandidos,
Practicaron lo mesmo
Que antes el caminante,
Y fueron en su alcance y seguimiento.
Encontró el miserable
De allí a muy poco trecho
Un Río caudaloso,
Que corría apacible y con silencio.
Con tan buenas señales,
Y el próspero suceso
Del raudal bullicioso,
Determinó vadearle sin recelo;
Mas apenas dio un paso
Pagó su desacuerdo,
Quedando sepultado
En las aleves aguas sin remedio.
Temamos los peligros
De designios secretos;
Que el ruidoso aparato
Si no se desvanece, anuncia el riesgo.
Fábula XXV.
El león, el lobo y
la zorra
Trémulo y achacoso
A fuerza de años un León estaba;
Hizo venir los médicos, ansioso
De ver si alguno de ellos le curaba.
De todas las especies y regiones
Profesores llegaban a millones.
Todos conocen incurable el daño;
Ninguno al Rey propone el desengaño;
Cada cual sus remedios le procura,
Como si la vejez tuviese cura.
Un lobo cortesano
Con tono adulador y fin torcido
Dijo a su soberano:
»He notado, Señor, que no ha asistido
La Zorra como médico al congreso,
Y pudiera esperarse buen suceso
De su dictamen en tan grave asunto.«
Quiso su Majestad que luego al punto
Por la posta viniese;
Llega, sube a palacio, y como viese
Al lobo, su enemigo, ya instruida
De que él era autor de su venida,
Que ella excusaba cautelosamente,
Inclinándose al Rey profundamente,
Dijo: »Quizá, Señor, no habrá faltado
Quien haya mi tardanza acriminado;
Mas será porque ignora
Que vengo de cumplir un voto ahora,
Que por vuestra salud tenía hecho;
Y para más provecho,
En mi viaje traté gentes de ciencia
Sobre vuestra dolencia.
Convienen pues los grandes profesores
En que no tenéis vicio en los humores,
Y que sólo los años han dejado
El calor natural algo apagado;
Pero éste se recobra y vivifica
Sin fastidio, sin drogas de botica,
Con un remedio simple, liso y llano,
Que vuestra majestad tiene en la mano.
A un Lobo vivo arránquenle el pellejo,
Y mandad que os le apliquen al instante,
Y por más que estéis débil, flaco y viejo,
Os sentiréis robusto y rozagante,
Con apetito tal, que sin esfuerzo
El mismo lobo os servirá de almuerzo.«
Convino el Rey, y entre el furor y el hierro
Murió el infeliz Lobo como un perro.
Así viven y mueren cada día
En su guerra interior los palaciegos
Que con la emulación rabiosa ciegos
Al degüello se tiran a porfía.
Tomen esta lección muy oportuna:
Lleguen a la privanza enhorabuena,
Mas labren su fortuna
Sin cimentarla en la desgracia ajena.
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