Libro séptimo
 

TOMO II.
Libro sexto

 
El pastor y el filósofo
El hombre y la fantasma
El jabalí y el carnero
El raposo, la mujer y el gallo
El filósofo y el rústico
La pava y la hormiga
El enfermo y la visión
El camello y la pulga
El cerdo, el carnero y la cabra
El león, el tigre y el caminante
La muerte
El amor y la locura

Fábula I.
El pastor y el filósofo

De los confusos pueblos apartado,
Un anciano pastor vivió en su choza,
En el feliz estado en que se goza
Existir ni envidioso ni envidiado.
No turbó con cuidados la riqueza
A su tranquila vida,
Ni la extremada mísera pobreza
Fue del dichoso anciano conocida.
Empleado en su labor gustosamente
Envejeció; sus canas, su experiencia
Y su virtud le hicieron, finalmente,
Respetable varón, hombre de ciencia.
Voló su grande fama por el mundo;
Y llevado de nueva tan extraña,
Acercóse un filósofo profundo
A la humilde cabaña,
Y preguntó al pastor: »Dime, ¿en qué escuela
Te hiciste sabio?
¿Acaso te ocupaste
Largas noches leyendo a la candela?
¿A Grecia y Roma sabias observaste?
¿Sócrates refinó tu entendimiento?
¿La ciencia de Platón has tú medido
O pesaste de tulio el gran talento,
O tal vez, como ulises, has corrido
Por ignorados pueblos y confusos
Observando costumbres, leyes y usos?«
"Ni las letras seguí, ni como ulises
(Humildemente respondió el anciano),
Discurrí por incógnitos países.
Sé que el género humano
En la escuela del mundo lisonjero
Se instruye en el doblez y la patraña.
Con la ciencia que engaña
¿Quién podrá hacerse sabio verdadero?
Lo poco que yo sé me lo ha enseñado
Naturaleza en fáciles lecciones:
Un odio firme al vicio me ha inspirado,
Ejemplos de virtud da a mis acciones.
Aprendí de la abeja lo industrioso,
Y de la hormiga, que en guardar se afana,
A pensar en el día de mañana.
Mi mastín, el hermoso
Y fiel sin semejante,
De gratitud y lealtad constante
Es el mejor modelo,
Y si acierto a copiarle, me consuelo.
Si mi nupcial amor lecciones toma,
Las encuentra en la cándida paloma.
La gallina a sus pollos abrigando
Con sus piadosas alas como madre,
Y las sencillas aves aun volando,
Me prestan reglas para ser buen padre.
Sabia naturaleza, mi maestra,
Lo malo y lo ridículo me muestra
Para hacérmelo odioso.
Jamás hablo a las gentes
Con aire grave, tono jactancioso,
Pues saben los prudentes
Que, lejos de ser sabio el que así hable,
Será un búho solemne, despreciable.
Un hablar moderado,
Un silencio oportuno
En mis conversaciones he guardado.
El hablador molesto e importuno
Es digno de desprecio.
Quien escuche a la urraca será un necio.
A los que usan la fuerza y el engaño
Para el ajeno daño,
Y usurpan a los otros su derecho,
Los debe aborrecer un noble pecho.
Únanse con los lobos en la caza,
Con milanos y halcones,
Con la maldita serpentina raza,
Caterva de carnívoros ladrones.
Mas ¡qué dije! los hombres tan malvados
Ni aún merecen tener esos aliados.
No hay dañino animal tan peligroso
Como el usurpador y el envidioso.
Por último, en el libro interminable
De la naturaleza yo medito;
En todo lo creado es admirable:
Del ente más sencillo y pequeñito
Una contemplación profunda alcanza
Los más preciosos frutos de enseñanza.«
»Tu virtud acredita, buen anciano
(El Filósofo exclama),
Tu ciencia verdadera y justa fama.
Vierte el género humano
En sus libros y escuelas sus errores;
En preceptos mejores
Nos da naturaleza su doctrina.
Así quien sus verdades examina
Con la meditación y la experiencia,
Llegará a conocer virtud y ciencia.«

Fábula II.
El hombre y la fantasma

Un joven licencioso
Se hallaba en un estado vergonzoso,
Con sus males secretos retirado;
En soledad, doliente, exasperado,
Cavila, llora, canta, jura, reza,
Como quien ha perdido la cabeza.
»
¿Te falta la salud? pues, caballero,
De todo tu dinero,
Nobleza, juventud y poderío
Sábete que me río;
Trata de recobrarla, pues perdida,
¿De qué sirven los bienes de esta vida?«
Todo esto una Fantasma le previno,
Y al instante se fue como se vino.
El enfermo se cuida, se repone;
Un nuevo plan de vida se propone.
En efecto, se casa.
Cércanle los cuidados de la casa,
Que se van aumentando de hora en hora.
La mujer (Dios nos libre), gastadora
Aun mucho más que rica,
Los hijos y las deudas multiplica;
De modo que el marido,
Más que nunca aburrido,
Se puso sobre un pie de economía,
Que estrechándola más de día en día,
Al fin se enriqueció con opulencia.
La fantasma le dice: »En mi conciencia,
Que te veo amarillo como el oro;
Tienes tu corazón en el tesoro;
Miras sobre tu pecho acongojado
El puñal del ladrón enarbolado;
Las noches pasas en mortal desvelo;
¿Y así quieres vivir?... ¡Qué desconsuelo!«
El Hombre, como caso milagroso,
Se transformó de avaro en ambicioso.
Llegó dentro de poco a la privanza:
¡El señor don Dinero qué no alcanza!
La Fantasma le muestra claramente
Un falso confidente:
Cien traidores amigos,
Que quieren ser autores y testigos
De su pronta caída.
Resuélvese a dejar aquella vida,
Y ya desengañado,
En los campos se mira retirado.
Buscaba los placeres inocentes
En las flores y frutas diferentes.
¿Quieren ustedes creer (esto me pasma)
Que aun allí le persigue la Fantasma?
Los insectos, los hielos y los vientos,
Todos los elementos
Y las plagas de todas estaciones
Han de ser en el campo tus ladrones.
Pues
¿adónde irá el pobre caballero?

Digo que es un solemne majadero
Todo aquel que pretende
Vivir en este mundo sin su duende.

Fábula III.
El jabalí y el carnero

De la rama de un árbol un Carnero
Degollado pendía;
En él a sangre fría
Cortaba el remangado Carnicero.
El rebaño inocente,
Que el trágico espectáculo miraba,
De miedo, ni pacía ni balaba.
Un jabalí gritó: »Cobarde gente,
Que miráis la carnívora matanza,
¿Cómo no os vengáis del enemigo?«
»Tendrá, dijo un carnero, su castigo,
Mas no de nuestra parte la venganza.
La piel que arranca con sus propias manos
Sirve para los pleitos y la guerra,
Las dos mayores plagas de la tierra,
Que afligen a los míseros humanos.
Apenas nos desuellan, se destina
Para hacer pergaminos y tambores;
Mira cómo los hombres malhechores
Labran en su maldad su propia ruina.«

Fábula IV.
El raposo, la mujer y el gallo

Con la orejas gachas
Y la cola entre piernas,
Se llevaba un Raposo
Un Gallo de la aldea.
Muchas gracias al alba,
Que pudo ver la fiesta,
Al salir de su casa
Juana la madruguera.
Como una loca grita:
»Vecinos, que le lleva;
Que es el mío, vecinos.«
Oye el gallo las quejas,
Y le dice al raposo:
»Dila que no nos mienta,
Que soy tuyo y muy tuyo.«
Volviendo la cabeza,
La responde el raposo:
»Oyes, gran embustera,
No es tuyo, sino mío;
Él mismo lo confiesa.«
Mientras esto decía,
El gallo libre vuela,
Y en la copa de un árbol
Canta que se las pela.
El raposo burlado
Huyó;
¡quién lo creyera!
Yo, pues a más de cuatro,
Muy zorros en sus tretas,
Por hablar a destiempo,
Los vi perder la presa.

Fábula V.
El filósofo y el rústico

La del alba sería
La hora en que un Filósofo salía
A meditar al campo solitario,
En lo hermoso y lo vario,
Que a la luz de la aurora nos enseña
Naturaleza, entonces más risueña.
Distraído sin senda caminaba,
Cuando llegó a un cortijo, donde estaba
Con un martillo el rústico en la mano,
En la otra un milano,
Y sobre una portátil escalera.
»
¿Qué haces de esa manera?«
El Filósofo dijo.
»Castigar a un ladrón de mi cortijo,
Que en mi corral ha hecho más destrozos
Que todos los ladrones en Torozos.
Le clavo en la pared... ya estoy contento...
Sirve a toda tu raza de escarmiento.«
»El matador es digno de la muerte,
El Sabio dijo, mas si de esa suerte
El milano merece ser tratado,
¿De qué modo será bien castigado
El hombre sanguinario, cuyos dientes
Devoran a infinitos inocentes,
Y cuenta como mísera su vida,
Si no hace de cadáveres comida?
Y aun tú, que así castigas los delitos,
Cenarías anoche tus pollitos.«
»Al mundo le encontramos de este modo,
Dijo airado el patán. Y sobre todo,
Si lo mismo son hombres que milanos.
Guárdese no le pille entre mis manos.«
El Sabio se dejó de reflexiones.

Al tirano le ofenden las razones
Que demuestran su orgullo y tiranía;
Mientras por su sentencia cada día
Muere (viviendo él mismo impunemente)
Por menores delitos otra gente.

Fábula VI.
La pava y la hormiga

Al salir con las yuntas
Los criados de pedro,
El corral se dejaron
De par en par abierto.
Todos los pavipollos
Con su madre se fueron,
Aquí y allí picando,
Hasta el cercano otero.
Muy contenta la pava
Decía a sus polluelos:
"Mirad, hijos, el rastro
De un copioso hormiguero.
Ea, comed hormigas,
Y no tengáis recelo,
Que yo también las como:
Es un sabroso cebo.
Picad, queridos míos:
¡Oh qué días los nuestros,
Si no hubiese en el mundo
Malditos cocineros!
Los hombres nos devoran,
Y todos nuestros cuerpos
Humean en las mesas
De nobles y plebeyos.
A cualquier fiestecilla
Ha de haber pavos muertos.
¡Qué pocas navidades
Contaron mis abuelos!
¡Oh glotones humanos,
Crueles carniceros!"
Mientras tanto una hormiga
Se puso en salvamento
Sobre un árbol vecino
Y gritó con denuedo:
"
¡Hola! con que los hombres
Son crueles, perversos;
¿Y qué seréis los pavos?
¡Ay de mí! ya lo veo:
A mis tristes parientes,
¡Qué digo! a todo el pueblo
Sólo por desayuno
Os le vais engullendo."
No respondió la pava
Por no saber un cuento,
Que era entonces del caso,
Y ahora viene a pelo.
Un gusano roía
Un grano de centeno:
Véronlo las hormigas:
¡Qué gritos! ¡Qué aspavientos!
"Aquí fue troya, dicen:
Muere, pícaro perro;"
Y ellas ¿qué hacían? Nada:
Robar todo el granero.

Hombres, pavos, hormigas,
Según estos ejemplos,
Cada cual en su libro
Esta moral tenemos.
La falta leve en otro
Es un pecado horrendo;
Pero el delito propio
No más que pasatiempo.

Fábula VII.
El enfermo y la visión

»
¡Conque de tus recetas exquisitas,
Un Enfermo exclamó, ninguna alcanza!...«
El médico se fue sin esperanza,
Contando por los dedos sus visitas.
Así desengañado,
Y creciendo por horas su dolencia,
De este modo examina su conciencia:
»En todos mis contratos he logrado,
No lo niego, ganancia muy segura;
Trabajé en calcular mis intereses:
Aumenté mi caudal en pocos meses,
Más por felicidad que por usura.
Sin rencor ni malicia
Hice que a mi deudor pusiesen preso:
Murió pobre en la cárcel, lo confieso;
Mas, en fin, es un hecho de justicia.
Si por cierto instrumento
Reduje una familia muy honrada
A pobreza extremada,
Algún día leerán mi testamento.
Entonces, muerto yo, se hará patente,
En la tierra lo mismo que en el cielo,
Para alivio de pobres y consuelo,
Mi caridad ardiente.«
Una visión se acerca y dice: »Hermano,
La esperanza condeno
Del que aguarda a morir para ser bueno.
Una acción de piedad está en tu mano:
Tus prójimos, según sus oraciones,
Están necesitados:
Para ser remediados
Han menester siquiera cien doblones.
»
¡Cien doblones! No es nada.
Y si, porque Dquiera, no me muero,
Y después me hace falta ese dinero,
Sería caridad bien ordenada?«
»Avaro, ¿te resistes? Pues al cabo
Te anuncio que tu muerte está cercana.«
»
¿Me muero? Pues que esperen a mañana.«
La Visión se volvió sin un ochavo.

Fábula VIII.
El camello y la pulga

Al que ostenta valimiento
Cuando su poder es tal,
Que ni influye en bien ni en mal,
Le quiero contar un cuento.

En una larga jornada
Un Camello muy cargado
Exclamó, ya fatigado:
»
¡Oh qué carga tan pesada!«
Doña Pulga, que montada
Iba sobre él, al instante
Se apea, y dice arrogante:
»Del peso te libro yo.«
El Camello respondió:
»Gracias, señor elefante.«


Fábula IX.
El cerdo, el carnero y la cabra

Poco antes de morir el corderillo
Lame alegre la mano y el cuchillo
Que han de ser de su muerte el instrumento,
Y es feliz hasta el último momento.
Así, cuando es el mal inevitable,
Es quien menos prevé más envidiable.
Bien oportunamente mi memoria
Me presenta al Lechón de cierta historia.
Al mercado llevaba un carretero
Un Marrano, una Cabra y un Carnero.
Con perdón, el Cochino
Clamaba sin cesar en el camino:
»
¡Ésta sí que es miseria!
Perdido soy, me llevan a la feria.«
Así gritaba;
¡mas ¡con qué gruñidos!
No dio en su esclavitud tales gemidos
Hécuba la infelice.
El carretero al gruñidor le dice:
»
¿No miras al Carnero y a la Cabra,
Que vienen sin hablar una palabra?«
»
¡Ay, señor, le responde, ya lo veo!
Son tontos y no piensan.
Yo preveo Nuestra muerte cercana.
A los dos por la leche y por la lana
Quizá no matarán tan prontamente;
Pero a mí, que soy bueno solamente
Para pasto del hombre... no lo dudo:
Mañana comerán de mi menudo.
Adiós, pocilga; adiós, gamella mía.«
Sutilmente su muerte preveía.
Mas
¿qué lograba el pensador Marrano?
Nada, sino sentirla de antemano.
El dolor ni los ayes es seguro
Que no remediarán el mal futuro.

Fábula X.
El león, el tigre y el caminante

Entre sus fieras garras oprimía
Un tigre a un Caminante.
A los tristes quejidos al instante
Un león acudió: con bizarría
Lucha, vence a la fiera, y lleva al hombre
A su regia caverna. »Toma aliento,
Le decía el León; nada te asombre;
Soy tu libertador; estáme atento.
¿Habrá bestia sañuda y enemiga
Que se atreva a mi fuerza incomparable?
Tú puedes responder, o que lo diga
Esa pintada fiera despreciable.
Yo, yo solo, monarca poderoso;
Domino en todo el bosque dilatado.
¡Cuántas veces la onza y aun el oso
Con su sangre el tributo me han pagado!
Los despojos de pieles y cabezas,
Los huesos que blanquean este piso
Dan el más claro aviso
De mi valor sin par y mis proezas.«
»Es verdad, dijo el hombre, soy testigo:
Los triunfos miro de tu fuerza airada,
Contemplo a tu nación amedrentada;
Al librarme venciste a mi enemigo.
En todo esto, señor, con tu licencia,
Sólo es digna del trono tu clemencia.
Sé benéfico, amable,
En lugar de despótico tirano;
Porque, señor, es llano
Que el monarca será más venturoso
Cuanto hiciere a su pueblo más dichoso.«
»Con razón has hablado;
Y ya me causa pena
El haber yo buscado
Mi propia gloria en la desdicha ajena.
En mis jóvenes años
El orgullo produjo mil errores,
Que me los ha encubierto con engaños
Una corte servil de aduladores.
Ellos me aseguraban de concierto
Que por el mundo todo
No reinan los humanos de otro modo,
Tú lo sabrás mejor; dime,
¿y es cierto?«

Fábula XI.
La muerte

Pensaba en elegir la reina Muerte
Un ministro de Estado:
Le quería de suerte
Que hiciese floreciente su reinado.
»El Tabardillo, Gota, Pulmonía
Y todas las demás enfermedades,
Yo conozco, decía,
Que tienen excelentes calidades.
Mas
¿qué importa? La Peste, por ejemplo,
Un ministro sería sin segundo;
Pero ya por inútil la contemplo,
Habiendo tanto médico en el mundo.
Uno de éstos elijo... Mas no quiero,
Que están muy bien premiados sus servicios
Sin otra recompensa que el dinero.«
Pretendieron la plaza algunos vicios,
Alegando en su abono mil razones.
Consideró la Reina su importancia,
Y después de maduras reflexiones,
El empleo ocupó la Intemperancia.

Fábula XII.
El amor y la locura

Habiendo la Locura
Con el Amor reñido,
Dejó ciego de un golpe
Al miserable niño.
Venganza pide al cielo
Venus,
¡mas ¡con qué gritos!
Era madre y esposa:
Con esto queda dicho.
Queréllase a los dioses,
Presentando a su hijo:
»
¿De qué sirven las flechas,
De qué el arco a Cupido,
Faltándole la vista
Para asestar sus tiros?
Quítensele las alas
Y aquel ardiente cirio,
Si a su luz ser no pueden
Sus vuelos dirigidos.«
Atendiendo a que el ciego
Siguiese su ejercicio,
Y a que la delincuente
Tuviese su castigo,
Júpiter, presidente
De la asamblea, dijo:
»Ordeno a la Locura,
Desde este instante mismo,
Que eternamente sea
De Amor el lazarillo.«