El hombre y la oveja
El hombre dijo a la oveja: -¡Te
voy a proteger!
Y a la oveja le gustó.
-Apenas -dijo el hombre- tienes en las espaldas, para
resistir al frío, algunas hebras de
gruesa lana. Vives en rocas ásperas, donde tienes que
brincar a cada paso, con riesgo de
tu vida, para buscar el escaso alimento, el pobre pasto que
allí crece. Los leones no te
dejan en paz. Crías hijos flacos con tu poca leche, y da
pena ver en semejante miseria a
ti y a toda tu familia. Ven conmigo. Te daré rico vellón de
lana fina y tupida, perseguiré a
tus enemigos, curaré tus enfermedades, tendrás parques
seguros y prados abundantes.
Verás, tus corderos, ¡qué gordos serán! Ven, pues; te voy a
proteger.
Y fue la oveja, balando de gozo.
El hombre, primero, la encerró en un corral. Quiso ella
salir; un perro le mordió el hocico.
Le hirieron en la oreja con un cuchillo y la metieron en un
baño, frío, de olor muy feo.
Por fin, de compañero, le dieron un carnero que a ella no le
gustaba nada.
En vano protestó.
-Es para tu bien -dijo el hombre-: ¿no ves que te estoy
protegiendo?
Poco a poco se fue acostumbrando.
Sus formas agrestes cambiaron por completo; sus mechones
cerdosos se volvieron lana,
y se hinchó de orgullo al ver su hermoso vellón.
Entonces, el hombre la esquiló.
La oveja tuvo magníficos hijos, rebosantes de salud y
redondos de gordura.
El hombre se los llevó, sin decirle para donde.
La oveja quiso saltar el corral para seguirlos, y rompió un
listón de madera. El hombre,
furioso, asestándole un golpe en la cabeza:
-¡Vaya!
-dijo-,
¡métase
uno a proteger ingratos!
La mariposa y las abejas
De flor en flor iba la mariposa, luciendo sus mil colores,
más linda que las mismas flores,
más divina que un pétalo de rosa.
A cada paso, en sus revoloteos, encontraba a las abejas,
atareadas siempre, siempre
afanadas. Asimismo, como sabía dejarles el paso,
saludándolas afablemente, las abejas
le habían criado cariño, y de cuando en cuando se dignaban
algunas de ellas conversar
un rato con ella.
Así se enteró la mariposa de cómo las abejas edificaban su
colmena, la proveían de todo
lo necesario para el invierno, tenían sus depósitos llenos y
hasta podían dedicarse a un
negocio lucrativo de intercambio de productos con otros
insectos.
Se le ofrecieron mucho, poniendo sus casas a su disposición,
prometiéndole mil cosas,
rogándole que las ocupara, sin cumplimiento.
La mariposa, llena de imaginación, se figuró que con
semejante ayuda, podría también
ella poner negocio. No había trabajado, hasta entonces, en
recoger la miel, sino para su
consumo personal; pero, como las abejas, sabía juntarla, y
lo mismo que ellas, podría
muy bien hacer fortuna.
Sólo le faltaba un poco de cera para empezar y algunos otros
materiales para formar la
colmena.
Fue a ver a sus amigas las abejas, a pedirles la cera.
Una, desde el umbral de su casa, le contestó que, justamente
en este momento, acababa
de disponer de la poca que tenía guardada, y que de veras
sentía mucho no poderla
favorecer.
La segunda entreabrió la puerta, y le dijo que todavía no
tenía cera disponible; y la
tercera, por la ventana, le gritó que recién al día
siguiente la iba a tener.
Otra, con mucha franqueza, le contestó que, realmente,
tenía, pero que la iba a necesitar
y no se la podía prestar.
Y la mariposa volvió a sus flores, convencida de que de los
mismos que se ofrecen,
muchos han tenido, muchos tendrán, muchos van a tener,
muchísimos tienen y se lo
guardan, y que, si los hay, bien pocos deben ser los que
tienen y dan.
El tigre y los chimangos
Un tigrecito, joven y de poca experiencia, se había fijado
que cuando volvía de la caza,
los chimangos se juntaban por centenares alrededor suyo,
saludándolo con su simpática
gritería, mientras devoraba la presa.
-Nosotros los tigres -pensaba-, como príncipes que somos,
pocos amigos leales solemos
tener. Adulones no nos faltan, por cierto, que siempre
tratan de sacar de nosotros alguna
tajada, o miedosos y cobardes, que con tal de alejar de sí
nuestra ira, serían capaces de
las más bajas vilezas. Pero estos chimanguitos no son ni uno
ni otro. Se conoce a la
legua que sus gritos son de sincera y pura alegría, de
felicitación desinteresada, pues
nunca vienen, estando uno de nosotros, a pedir siquiera una
lonjita de carne. Tampoco
nos pueden tener mucho miedo, pues son tan flacos que no
valen un manotón, y bien lo
saben ellos, por cierto.
¡Éstos,
sí, pues, son verdaderos amigos!
Un día, volvió sin haber podido cazar ninguna presa.
Como siempre, muchos chimangos había alrededor de la guarida
paterna; pero
calladitos.
-Tristes están los pobres -pensó el tigrecito-, porque ven
que vengo sin nada y les da
lástima verme pasar hambre.
¡Qué
buenos amigos!
Enternecido, contó el hecho a su padre, quejándose sólo de
no poder conocerlos a todos
uno por uno, para quererlos más.
-¿Quieres
saber cuántos son? -le dijo el viejo-. Pues, hazte el
muerto, no más, y pronto
se van a juntar todos.
Así hizo nuestro tigrecito. Al rato, empezó la gritería, y
venían chimangos, y más
chimangos; demasiados eran para poderlos contar, ¡y casi
lloraba de gusto el tigrecito al
verse rodeado de tantos amigos!...
De repente sintió que dos de ellos, creyéndolo muerto de
veras, le empezaban a picotear
los ojos, y conoció su error.
La gaviota
La gaviota, como lo sabe cualquiera, nunca se queda muy
atrás para ganarse la vida.
De gañote algo ancho, de apetito insaciable, poco delicada,
le mete pico a cualquier
bocado, caiga del cielo o sea pura basura.
Con esto, algo doctora: y si deja de comer un rato, no por
ello cierra el pico, pues
también le sirve para charlar.
¡Dios
nos libre de sus gritos cuando habla de política!
A pesar del pelaje, es prima hermana, dicen, del ave negra,
que llaman, en los pueblos
de campaña.
Por allá, busca a los que andan por pleitear; atiza el
fuego; los manda a su primo que
vive en el pueblito, y éste se las sabe componer de tal modo
que todos salen perdiendo,
menos él, por supuesto.
Son dos diablos muy vivos, muy útiles en día de elección, y
muy amigos del juez.
Un día, se quejaban todos los animalitos que viven en la
campaña, de la invasión de la
langosta. Los que más habían trabajado eran los más
afligidos.
-¡Pensar
todo el año -decían-, y no cosechar ni Cristo! Ni un grano
va a dejar esta
maldita langosta, ni una hebra de pasto.
¡Si
el gobierno, siquiera, bajase el impuesto!
-Al contrario -dijo uno-; han votado otro más para matar la
langosta.
Y todos se callaron, deplorando su miseria. Sola, la gaviota
parecía más bien risueña.
Uno le preguntó por qué.
-Amigo -le contestó-, el que sabe vivir, hasta de la
langosta vive.
El arroyo y el cañadón
Angosto y transparente, corría el arroyo, con su incesante
cuchicheo, sobre su hermoso
lecho de piedritas, en mil saltos alegres, entre sus riberas
floridas.
Extendido en todo lo ancho de la llanura, reflejando las
nubes espesas, mudo, dormía el
cañadón perezoso, tapado en partes por su sábana de juncos y
duraznillos.
El primero brindaba, con amable generosidad, a las haciendas
sedientas el cristal de sus
aguas.
-Pocas, pero buenas -les decía, sonriéndose, con su vocesita
cantante-; tomen sin
cuidado. Son limpias y sanas. No teman que se les acabe;
vienen de a poco, pero para
todo y para todos alcanzan. No se secan nunca: siempre
corren renovadas.
-¿Qué
diré yo, entonces -dijo el cañadón-, si este pobre tonto se
alaba? Aunque corras y
trabajes toda la vida, nunca pasarás de lo que sois,
encerrado entre tus barrancas.
Enriquecido yo, de todas las aguas que de ti y de tus
semejantes puedo detener, no
necesito moverme para vivir.
¿Ves
estas nubes negras? algo destruirán, pero
aumentarán mi caudal. También sé ser generoso a mis horas y
no impido que las
haciendas prueben mis aguas.
-Rico sois, es cierto, cañadón mío -le contestó el arroyo-,
rico de lo que nos quitas, y
tienes agua más bien por demás. También les das a los
animales sedientos; pero les
tapas el pasto bueno. Tus aguas barrosas, sucias y cálidas,
no fecundan la tierra y sólo
producen gérmenes de muerte para los que, apremiados por
urgente necesidad,
se atreven a probarlas.
No seas orgulloso por tu extensión; los sapos, los escuerzos
y los mosquitos, son los
únicos que cantan tu gloria; y si, cansado de tu insolencia,
te llega a secar el sol,
¡qué
olor, señor!
Mal puede alabar su generosidad el usurero.
La hormiga y la cucaracha
Al pie de una bolsa de arroz se encontraron un día la
hormiga y la cucaracha.
La primera, con cuidado, agarró un grano de los que salían
por la costura de la bolsa y
con gran trabajo lo llevó hasta su cueva. Volvió, tomó otro,
y se lo llevó también; y así
siguió sin descanso.
La cucaracha subió hasta la misma boca de la bolsa, probó un
grano, lo tiró, probó
varios, probó muchos, mordiéndolos apenas y tirándolos en
seguida. Una vez llena,
se durmió entre el mismo arroz y lo ensució todo.
Al bajar, horas después, volvió a ver a la hormiga que
seguía trabajando, llevando sin
descanso los granitos a la cueva.
Se burló de ella, la trató de avarienta y se fue a pasear
sin rumbo por los techos del
granero. La hormiga se fue para su casa, a comer y dormir.
Días después, la cucaracha, en una hora de hambre, se acordó
de la bendita bolsa de
arroz y corrió a donde había estado parada, pero la habían
quitado de aquel sitio,
justamente por haberla ella ensuciado tanto.
-No importa -dijo-, la hormiga tiene.
Y fue en su busca.
La hormiga la recibió muy bien, y consintió, sin mayor
dificultad, en prestarle cien granos
de arroz, pero con la condición que le devolviese ciento
diez al mes.
Agradecida, la cucaracha se comió los granos sin contar, y
cuando no tuvo más, fue a
visitar otra vez a la hormiga.
Pero no consiguió nada hasta no haber cumplido con su
anterior compromiso.
¡Y
qué
trabajo le costó! Habían escondido la bolsa de arroz en un
rincón obscuro, lejos de la
cueva de la hormiga, y tuvo que hacer viajes y viajes.
La hormiga almacenaba los granos a medida que venían
llegando. Puso aparte ocho de
los diez que le correspondían por rédito, y como la
cucaracha le preguntase por qué hacía
así, le contestó:
-Estos ocho los comeré yo; los otros dos quedan de reserva;
y son ellos los que me
permiten trabajar para mí sola, y también hacer trabajar a
los demás para mí.
Con la economía se conserva la independencia propia y hasta
se compra la ajena.
El perro fiel
El terú-terú, alegre, dispuesto, conversador, entrometido,
burlón, lo mismo le hace los
cuernos al gavilán que al buey, pero es amigo de todos, en
la Pampa, y su principal oficio
es avisar a cualquier bicho, de sus compañeros, de los
peligros que corre o podría correr.
Si cruza un perro, solo, por el campo
¡pobre
de él!
¡Lo
que le dirán de cosas los terús, a la pasada!, ni las ganas
le dejarán de volver a pasar
por allí.
Un día, a la madrugada, entre la neblina liviana que todavía
flotaba encima del suelo
húmedo de los bajos, se iba aproximando despacio a una
laguna, un mancarrón bichoco
despuntando con los dientes las matitas de pasto salado,
dando algunos pasos,
parándose, volviendo a caminar, hasta que se paró muy cerca
de una bandada inmensa
de patos dormidos en la orilla.
En aquel momento, el primer rayo de sol hizo brillar detrás
del mancarrón una escopeta
larga, larguísima, un fusil, un cañón, capaz de no dejar
vivo un solo pato de todos los de
la bandada.
Pero sonó también entonces el grito de alarma del terú-terú,
y ya que el mancarrón
disimulaba a un cazador, peligro había para los patos
amigos. »¡Terú-terú!«
y éstos
empezaron a levantar la cabeza; se agitaron, escucharon,
miraron; »terú-terú«;
gritaba el guardián honorario de los campos, hasta que se
voló la bandada toda, dejando
al cazador renegar contra »ese maldito pácaro de mizeria...
hico de alguna matre
desgraziata«...
El terú-terú se reía ahora, y se burlaba del hombre »¡terú-terú!«
celebrando, aunque
fuera gratuito, el servicio prestado por él a los patos;
tanto que le dio rabia al cazador,
y que, a pesar de lo que cuesta un tiro destinado a matar
cincuenta patos (lo menos
cuatro centavos y medio); »¡Santa
Madonna!« clamó éste, e hizo volar por las nubes al
pobre terú descuartizado.
El comedido siempre sale malparado.
El terú-terú
El terú-terú, alegre, dispuesto, conversador, entrometido,
burlón, lo mismo le hace los
cuernos al gavilán que al buey, pero es amigo de todos, en
la Pampa, y su principal oficio
es avisar a cualquier bicho, de sus compañeros, de los
peligros que corre o podría correr.
Si cruza un perro, solo, por el campo
¡pobre
de él!
¡Lo
que le dirán de cosas los terús, a la pasada!, ni las ganas
le dejarán de volver a pasar
por allí.
Un día, a la madrugada, entre la neblina liviana que todavía
flotaba encima del suelo
húmedo de los bajos, se iba aproximando despacio a una
laguna, un mancarrón bichoco
despuntando con los dientes las matitas de pasto salado,
dando algunos pasos,
parándose, volviendo a caminar, hasta que se paró muy cerca
de una bandada inmensa
de patos dormidos en la orilla.
En aquel momento, el primer rayo de sol hizo brillar detrás
del mancarrón una escopeta
larga, larguísima, un fusil, un cañón, capaz de no dejar
vivo un solo pato de todos los de
la bandada.
Pero sonó también entonces el grito de alarma del terú-terú,
y ya que el mancarrón
disimulaba a un cazador, peligro había para los patos
amigos. »¡Terú-terú!«
y éstos
empezaron a levantar la cabeza; se agitaron, escucharon,
miraron; »terú-terú«; gritaba
el guardián honorario de los campos, hasta que se voló la
bandada toda, dejando al
cazador renegar contra «ese maldito pácaro de mizeria...
hico de alguna matre
desgraziata«...
El terú-terú se reía ahora, y se burlaba del hombre »¡terú-terú!«
celebrando, aunque
fuera gratuito, el servicio prestado por él a los patos;
tanto que le dio rabia al cazador,
y que, a pesar de lo que cuesta un tiro destinado a matar
cincuenta patos (lo menos
cuatro centavos y medio); »¡Santa
Madonna!« clamó éste, e hizo volar por las nubes al
pobre terú descuartizado.
El comedido siempre sale malparado.
El hurón y la gata
Hicieron, un día, sociedad el hurón y la gata, para
beneficiar una cantidad de ratas que
se habían apoderado de una casa.
Durante muchos días, vivieron como reyes y en la mayor
amistad.
La gata cazaba poco, porque las ratas eran grandes y no las
podía agarrar sola; pero
ayudaba al hurón; y éste mataba muchas, haciéndole su parte
a la compañera, quien,
por su lado, y para variarle la comida, le dejaba algo de lo
que le daban los amos de la
casa.
Pero, poco a poco, fueron escaseando las ratas; el hurón se
comía las pocas que podía
cazar, y la gata, que había tenido familia, ya no le daba
nada al hurón, pues apenas le
alcanzaba para sí la ración.
Vino la penuria; hubo reyertas.
Así sucede a menudo, entre los mismos hombres, que en vez de
comer los últimos
pedazos de pan, se los tiran a la cabeza.
Medio muerto de hambre, el hurón, un día, vio pasar cerca de
él uno de los cachorritos
de la gata, y se lo comió. La gata cuando volvió, buscó al
hijo; pero ni rastro encontró.
Al día siguiente, el hurón, cebado, se cazó otro. La gata,
esta vez, lo vio y corrió sobre
él; en vano, ya se lo había comido.
Echó la gata los gritos al cielo, y se deshizo la sociedad.
Más bien sola, pensó tarde la pobre, y no tan mal
acompañada.
La cigüeña
De paso acompasado, con los anteojos puestos, alzando los
pies con majestuosa
precaución, iba la cigüeña, clavando a cada rato su largo
pico en el suelo húmedo,
matando y tragando por familias enteras los sapos, las
ranas, las lagartijas y demás
inocentes bichos.
Sin más defensa que sus quejas, los pobres en vano le pedían
piedad, y la llanura
resonaba del triste coro de sus ayes y de sus maldiciones al
terrible tirano.
Impasible, seguía su obra la cigüeña, indiferente a quejas
que no entendía; encontrando,
sí -aunque llena de tierna indulgencia-, que todos esos
infelices, realmente, metían
demasiada bulla con sus gritos y que harían mejor en
callarse...
En la falda del bañado, conversaban en aquel momento la
mulita, la vizcacha y el zorrino.
-¡Mira!
-dijo la mulita-. Ahí está la cigüeña. Habrá venido a pasar
su habitual temporada.
¡Cuánto
me alegro! Pues, es un gusto pasar un rato con tan buena
persona.
-Cierto que es muy buena persona, y tan reservada- afirmó el
zorrino.
-¡Excelente
persona! -dijo la vizcacha. Y los tres formando coro: -¡Excelente
persona!-
repitieron con convicción.
Según el juez, es el juicio.
El mono y la naranja
Un mono, sin dejar de rascarse, alzó una naranja y la quiso
comer. Pero, primero la tenía
que pelar.
No queriendo dejar su ocupación, tiró de la cáscara con los
dientes, pero poco le gustó la
amargura de la cáscara y buscó otro medio.
Siempre rascándose con una mano, puso un pie sobre la
naranja, y con la otra mano la
empezó a pelar. Posición cansadora.
Se sentó entonces y apretó la naranja entre las rodillas,
sacando con la mano libre algo
de la cáscara; pero la fruta se le resbaló y rodó por el
suelo, donde se ensució toda.
Enojado, pero siempre rascándose, la limpió como pudo y la
empezó a chupar. Con una
sola mano poco jugo podía exprimir y sus esfuerzos no le
daban resultado.
Algo desconsolado, pestañeaba, mirando con sus ojitos la
naranja sucia y deshecha,
buscando la solución del problema, cuando de repente se le
alegró la cara.
Había por fin encontrado el medio sencillo y seguro de poder
pelar ligero y bien una
naranja.
Dejó de rascarse por un rato, agarró fuerte la fruta con una
mano, la peló con la otra en
un minuto, la partió, la comió, la hizo desaparecer, y dando
dos piruetas, se empezó a
rascar otra vez, pero ya con las dos manos.
Hacer dos cosas a la vez, no sirve, y siempre trabaja mal
una mano sin la ayuda de la
otra.
El ombú
Erguido en la planicie, orgullosamente asentado en sus
enormes raíces, el ombú extendía
en la soledad sus opulentas ramas.
En busca de un paraje en donde edificar su choza, llegó allí
un colono con su familia.
¡Qué
árbol hermoso! -exclamó uno de los hijos-; quedémonos aquí,
padre mío.
Seducido por el aspecto del árbol gigante, consintió el
padre. De una raíz iba a atar con
soga larga, para que comiera, el caballo del carrito en el
cual venía la familia, cuando vio
que allí no crecía el pasto y tuvo que retirar el animal
algo lejos del árbol.
Mientras tanto, el hijo mayor, a pedido de la madre, cortaba
unas ramas para prender el
fuego y preparar el almuerzo. Pero pronto vieron que con esa
leña, sólo se podía hacer
humo.
Uno de los muchachos, entonces, para calmar el hambre, se
trepó en las ramas altas y
quiso comer la fruta del árbol. Se dio cuenta de que aquello
no era fruta, ni cosa
parecida.
-¡Hermoso
árbol! -dijo entonces el padre- para los pintores y poetas.
Pero no produce
fruta, su leña no sirve, y su sombra no dejaría florecer
nuestro humilde jardín.
Orgulloso, inútil y egoísta; más bien dejarlo solo. Vámonos
a otra parte.
La vizcacha y el pejerrey
Una viscacha, buena persona sin duda, pero algo corta de
vista y de ingenio, andaba un
día, a la oración, buscándose la vida en las riberas de un
arroyo.
Al mirar las aguas, quedó de repente asombrada; le había
parecido ver moviéndose en
ellas, un ser vivo, lindo, al parecer ágil, plateado. Pronto
se convenció de que
efectivamente así era, y que un animal vivía de veras en el
elemento líquido.
Si su primer movimiento había sido de asombro, el segundo
fue de compasión. Llamó al
animalito que había visto en el agua, y éste, un lindo
pejerrey, no se hizo rogar para
venir a conversar un rato (todos saben cuánto les gusta
conversar a los pescados) y sacó
afuera del agua su cabecita brillante.
Después de los saludos acostumbrados entre gente decente,
doña vizcacha le manifestó
al pejerrey cuánto sentía ver a tan gentil caballero,
condenado a vivir de modo tan cruel.
-Vivir en el agua -decía-,
¡qué
barbaridad!, en esa cosa tan fría.
¿Y
cómo es que no se
ahoga usted?
¿y,
qué es lo que come?
¿y
dónde aloja a la familia?
¿Dónde
está su
cueva? Debe de ser una vida de grandes sufrimientos y de
grandes penurias
¿no
es
cierto? -le decía.
-Señora -le contestó el pejerrey-, agradezco el interés que
usted me demuestra; pero no
crea usted que lo pasemos tan mal en el agua. No somos de
los peor servidos. El agua le
parece fría; para nosotros es apenas fresca. Tenemos en ella
abundante mantención.
Pocos enemigos nos persiguen, y vivimos aquí muy bien,
señora. Y dígame usted,
¿es
cierto que vive en una cueva? -¡Cómo
no! -dijo la vizcacha-. Esto, sí, debe ser penoso
-interrumpió el pejerrey-.
¡Qué
triste vida debe de ser la de ustedes, vivir en obscuridad
tan profunda!
¡No
cambiaría con usted, señora!
Y zambulléndose, dejó a la vizcacha convencida de que, para
ser feliz, cada cual tiene
que vivir en su elemento.
El mosquito
Zumbando a los oídos del pastor, asentándose acá y acullá,
picando al caballo en el
hocico y a la oveja en el ojo; juntándose en el campo con
bandadas de sus compañeros
para divertirse en arrear los animales a gran distancia, se
iba haciendo el mosquito
insoportable a todos.
Él se reía, incansable, liviano, alegre, poco ambicioso,
encontrando fácilmente cómo
mantener su pequeña persona con la ínfima cantidad de sangre
que de vez en cuando
conseguía sacar a algún animal grande. Cuando su víctima
recién lo sentía, su hambre
estaba satisfecha, y, al encabritarse o corcovear el
caballo, al sacudirse la oreja, o al
colear fuerte la vaca, disparaba ligero, haciéndoles
morisquetas y golpeándose la boca.
Más que todo, le gustaba chupar la sangre humana, y el
hombre era de veras, con
permiso de la gente, un animal superior para él. Ya que lo
veía llegar cerca del rebaño,
se asentaba en él, en acecho; elegía en la cara o en la mano
el sitio favorable, y despacio
metía la trompa en el cutis y empezaba a chupar.
Al sentirlo, el hombre le pegaba un manotón; pero el
mosquito, ligero, volaba contento
con lo que había podido conseguir, y se mandaba mudar a otra
parte, zumbando.
Desgraciadamente para él, acostumbrado a evitar fácilmente
los manotones y a salir
ileso de sus atrevidas campañas, cobró mayor y mayor afición
a la sangre del rey de la
creación, al mismo tiempo que una confianza llena de
peligros.
Un día, se colocó sobre la mano del hombre, tan despacio que
éste, absorbido en la
contemplación de sus ovejas, no lo sintió. Empezó a chupar;
al rato, satisfecho ya el
apetito, pensó retirarse ligero como de costumbre; pero
viendo que nada se movía,
siguió chupando, y chupó más y más, ya de puro regalón
vicioso y avariento, pensando
en hacer provisión para varios días. Se iba llenando como
para reventar, cuando
despertó el hombre de su medio sueño. Al movimiento que
hizo, quiso huir el mosquito.
Pero
¿cuándo?
señor, si no podía ni moverse. Todo lo que pudo hacer fue
desprender la
trompita. El hombre lo sintió, lo vio (¿quién
no lo iba a ver con semejante panza toda
colorada?) y
¡zas!
le pegó una que lo dejó tortilla.
La codicia, dicen, rompe el saco.
Los pavos y el pavo real
En un corral vivían unos cuantos pavos. Gente de poca idea,
muy vanidosos, haciéndose
los importantes y creyendo serles merecido todo, se
admiraban entre sí, aprobando
siempre todos, con cloqueos entusiastas, cualquier pavada
que dijese cualquiera de ellos,
y bastaba que uno, hinchándose majestuosamente, dejase
escapar un estornudo
solemne, para que todos hicieran en coro:
¡glu,
glu, glu, glu!
Con esto, mal vestidos y presumidos, insaciables y de mal
genio, buscaban camorra a
quien no tuviera para ellos una admiración incondicional.
Les llegó un día de visita un pájaro, al parecer su
pariente, pero mucho más elegante en
sus modales, bien vestido, aunque con cierta sencillez con
una cola mucho más larga que
la de ellos, y un copetito brillante mucho más bonito que el
horrible bonete violáceo que
tenían en la cabeza.
Lo empezaron, por supuesto, a mirar de reojo.
Saludó él con gracia: contestaron ellos con solemnidad y se
entabló la conversación.
En lo mejor, el orador de los pavos, viendo que sus palabras
poco efecto producían en el
huésped, quiso hacerle una impresión irresistible y
enseñarle que también ellos sabían
ser bonitos; se puso tieso en las patas, estornudó fuerte y
abrió la cola poniéndose la
cara toda azul y colorada.
Todos sus compañeros lo imitaron, y quedó efectivamente
estupefacto el pavo real, al
ver tanta vanidad junta con tanta ignorancia. Quiso entonces
enseñarles lo que
realmente era digno de admiración, y ostentó, a su vez, el
magnífico abanico de su cola.
Al ver, al comprender su inimitable superioridad, los pavos
se juntaron, y en son de
guerra, se abalanzaron para destrozar lo que no podían
igualar.
El pavo real, alzando el vuelo, se asentó en lo alto del
murallón y soltó la carcajada.
Flor de cardo
El rayo del sol rajaba la tierra.
Una planta de cardo, ya casi seca, luchaba para conservar,
un rato más, en su seno,
a sus hijitos alados, prontos en su inexperiencia juvenil, a
dejarse llevar hacia lo
desconocido, por el primer soplo que pasara, que fuera
céfiro o fuera ráfaga.
-¡Hijos,
hijos míos! -decía la planta-; escuchen a su madre querida.
No se alejen del
hogar paterno. Las alitas que tienen ustedes pueden, cuanto
más, impedir que se
golpeen al caer; pero no son las alas del águila para
afrontar las tempestades, ni las de
la paloma incansable viajera.
Escuchaban, y con todo, se iban hinchando las alitas;
asomaban por las rendijas de la
corola, abriéndolas más y más, y la pobre madre, sin fuerzas
ya, inclinaba poco a poco la
cabeza, resignada.
Una de las impacientes semillitas cayó. Antes de tocar el
suelo, un airecito embalsamado
se la llevó, amoroso, empujándola despacio hacia el cielo
azul, y cuando dejó de soplar,
lo que fue muy pronto, cayó la semillita alada en un charco
fangoso, donde desapareció.
Otras se las llevó un viento más fuerte, prometiéndoles la
fortuna, campos hermosos y
ricos, donde prosperarían, y de los cuales su numerosa
prole, sin duda, podría gozar.
Y las echó por delante, en vertiginosa carrera, arreándolas
hacia tierras destinadas al
arado, donde no pudieron arraigar, siempre perseguidas,
removidas y destruidas.
Quedaban algunas semillas aladas, listas para tomar vuelo,
cuando sopló, en medio de
relámpagos y truenos, un terrible ventarrón, llamándolas a
la Gloria, a conquistar tierras
lejanas, gritaba; y las arrebató, entusiasmadas.
Pronto, despavoridas por el trueno, empapadas por la lluvia,
atropelladas por la piedra,
golpeadas, cayendo y levantándose, llegaron a campos
desiertos y pobres, donde fueron
presa de los pájaros hambrientos y del fuego destructor...
Una sola semillita quedaba con la madre moribunda, y cuando
ésta cayó al suelo,
quebrada por la tempestad, allí mismo quedó ella: allí
brotó, prosperó y se multiplicó.
En el rinconcito familiar había encontrado, sin abrir sus
alas, la felicidad.
El gato montés
En las islas del Paraná, acurrucado en una rama de sauce que
formaba puente encima
del agua, un gato montés, en acecho, espiaba las idas y
venidas de los pescados del
arroyo. Se venían, jugueteando, a poner al alcance de sus
uñas muchos pescaditos,
entre chicos y medianos; pero hacía frío, y el gato, a pesar
de las ganas que les tenía,
vacilaba en mojarse.
La excusa que a sí mismo se daba de su indecisión, era de
esperar que se pusiese a tiro
algún pescado grande que valiera la pena, y mientras quedaba
perplejo, pasaban.
Aparecieron varios de muy buen tamaño, pero el gato no los
cazó, porque sólo estiró las
uñas hasta rozar el agua, y las retiró en seguida,
friolento.
De repente, salta a veinte metros de allí un magnífico
dorado, y ve el gato que se dirige
hacia él, nadando ligero. Esta vez, alarga las uñas y se
prepara.
Y viene deslizándose suavemente el pescado; ya está a tiro.
El gato todavía titubea,
detiene la manotada; y mientras tanto, pasa el dorado abajo
del puentecillo; se da vuelta
el gato para cazarlo por detrás, el pescado se aleja. »¡Ya!
¡ya!«
piensa el gato; y estira
las uñas, abre la mano, extiende la pata, se abalanza todo,
pierde el equilibrio y se toma
un soberbio baño de cuerpo entero, sin poder, por supuesto,
ni tocar al dorado.
Al irresoluto, todo le sale porrazo.
El trigo
Asomaba el sol primaveral, y bajo sus caricias iba madurando
el trigal inmenso. Los granos
hinchados, gruesos, pesados, apretados en la espiga
rellena, hacían inclinar los tallos,
débiles para tanta riqueza, y el trigal celebraba en
un murmullo suave su naciente
prosperidad.
A sus pies, le contestó una vocecita llena de admiración
para sus méritos, alabándolos
con entusiasmo. Era la oruga que, para probarle su
sinceridad, atacaba con buen apetito
sus tallos.
Llegó una bandada de palomas, y exclamaron todas: »¡Qué
lindo está ese trigo!« y el
trigal no podía menos que brindarles un opíparo festín, en
pago de su excelente opinión.
Y vinieron también numerosos ratones, mal educados y
brutales, pero bastante
zalameros para que el trigal no pudiera evitar
proporcionarles su parte.
Después vinieron a millares, mixtos graciosos, pero
chillones y cargosos, que iban de un
lado para otro, probando el grano y dando su apreciación
encomiástica.
Y no faltaron gorriones y chingolos que con el pretexto de
librar al trigal de sus parásitos,
lo iban saqueando.
Y cuando el trigo vio a lo lejos la espesa nube de langosta
que lo venía también a
felicitar, se apresuró en madurar y en esconder el grano.
La prosperidad, a veces, trae consigo tantas amistades que
se vuelven plaga.
Las palomas
A las palomas, que son, como lo sabe cualquiera, de genio
humilde y de pelaje gris y
poco vistoso, se les ocurrió un día permitir a algunas de
ellas (en recompensa no se sabe
de qué servicios) vestir un traje brillante y adornar su
cabeza con plumas relucientes.
El efecto fue fatal: estas palomas, admiradas por la
muchedumbre, se volvieron
orgullosas, batalladoras, imperiosas, y pronto formaron un
bando que se atribuyó, entre
otros, el privilegio de defender el palomar, si fuera
atacado.
Y las palomas comunes ya las empezaron a mirar con más
recelo que admiración.
Otras consiguieron entonces, con el pretexto de
contrarrestar los avances de estas
guerreras, y de diferenciarse más de ellas, vestir un traje
obscuro.
Y empezaron a exagerar la humildad de sus modales, la
suavidad de sus conversaciones,
y su devoción a la Divinidad, llegando a asegurar que por
ellas solas se podía comunicar
con ella.
Muchas palomas comunes, las más ignorantes, se les juntaron,
y lo mismo que las
guerreras, aunque por otros medios, las palomas negras
empezaron a querer dominar.
Hubo luchas, y sangre derramada; y lloraron los amores
abandonados.
Pero lo peor de todo fue cuando se juntaron las dos castas,
de traje obscuro y de traje
brillante; y las palomas comunes no tuvieron entonces más
remedio que de hacer toda
una revolución para llegar a prohibir el uso de cualquier
otro traje que el traje gris.
El caballo asustadizo
Un caballo quería mucho a su amo; también lo quería mucho
éste a él, porque era bueno
y guapo, y siempre hubieran vivido en la más perfecta
armonía, si el caballo no hubiera
sido tan asustadizo.
Una rama meneada por el soplo de la brisa; un cuis
disparando entre las pajas; un terú
que de pasada lo rozase con el ala; la sombra de una nube,
el ladrido de un perro, el
chiflido del viento, todo era pretexto para que se
espantara, cortara huascas y disparara.
Un animal bueno, pero enloquecido por el miedo.
Un día, iba montado por su amo, ambos medio perdidos en los
sueños que tan
corridamente nacen, se desvanecen y se renuevan con el suave
hamaqueo del galope,
cuando de repente toparon con una osamenta colocada en el
mismo medio de la senda
que seguían y tapada por yuyos altos.
Fue cosa ligera: el caballo pegó una espantada tal, que
volteó sin remedio al amo en la
zanja, y emprendió la carrera como perseguido por la misma
osamenta. En la disparada
loca, enceguecido por el miedo, sin tener otra idea que la
de huir, huir lejos, huir
siempre, puso la mano en una cueva de peludo y se mancó; se
llevó por delante un
alambrado de púa, dio vuelta de carnero, cayó del otro lado,
torciéndose el pescuezo y
lastimándose todo; cruzó cerca de un rancho, y los perros lo
siguieron hasta morderle las
patas; al querer escapar de ellos, atravesó a toda carrera
un charco pantanoso donde
pisó mal y se desortijó, y cuando por fin llegó, sin saber
cómo, a las casas, manco,
rengo, ensangrentado, medio descogotado, y sin el recado,
sembrado por todas partes,
el amo, furioso, le pegó una soba de mil rabias.
No hay peor consejero que el miedo, y a cualquier peligro,
aunque no sea más que con
bufidos, siempre hay que hacerle frente.
Cambio de política
Durante un tiempo, tanto los herbívoros como los carnívoros
habían tomado parte en el
gobierno. Y no por esto andaban peor las cosas: al
contrario, pues cada cual traía el tributo
de sus cualidades peculiares, y mientras reinó la
concordia, todo anduvo
perfectamente.
Pero los que comen pasto, creyéndose, quizá con razón, más
útiles que los carnívoros,
quisieron echar a éstos del gobierno. Los carnívoros que
eran los de un grupo menor,
pero que tenían para sí la fuerza bruta, se resistieron y
fueron, al fin y al cabo, los
herbívoros los que tuvieron que ceder y salir.
Por supuesto que los otros no dejaron en el gobierno ni a
uno solo de sus contrarios, y
tuvieron que sufrir la dura ley del vencido, los vacunos y
los yeguarizos, la oveja y la
cabra, el huanaco y la gama, y hasta las palomas.
Y los carnívoros colocaron en todos los puestos del gobierno
a sus solos partidarios,
desde el tigre, que fue presidente, hasta la gaviota que
entró de portera. El puma, el
cimarrón; el zorro, el gavilán, y el mismo tábano, todos
tuvieron colocación, y los
herbívoros se tuvieron que conformar con pasárselo
lamentando que sus méritos
quedaran inútiles.
¿Quién
tenía la culpa?
Cuentan que fue entonces cuando el cerdo (siempre ha sido
vividor) se acostumbró a
comer carne con unos y vegetales con otros, »por si
sobreviniera -dijo- algún acuerdo«.
Concurso de belleza
Decidieron los animales abrir un concurso de belleza: se
fijaron día y condiciones, y se
publicó la lista de los premios ofrecidos.
El día señalado acudieron a la cita los candidatos; y los
miembros del jurado
comprobaron con sorpresa que todos los animales, sin
excepción, se habían presentado
para disputar el premio.
Empezaron a indagar los motivos de semejante unanimidad,
pues les parecía que entre
los competidores, algunos había que no podían ni remotamente
contar con los sufragios
de los jueces y que el jurado iba a tener un trabajo por
demás ingrato.
Preguntaron, por ejemplo, al elefante, qué era lo que lo
impulsaba a concurrir: »Pero
toda mi persona, contestó él; el conjunto y los detalles: mi
masa imponente; mi trompa
tan larga y tan elegante; mi cuero tan rugoso que no hay
otro igual; y mi colita tan
bonita, y mis ojos tan pequeños, y mis orejas tan anchas.«
Todo lo que era de él le parecía bonito. Y lo mismo pasó con
los demás, sin contar que
nunca era lo que a los jurados parecía digno de mayor
aprecio lo que a cada cual de los
competidores más le agradase. El pavo real, por cierto, era
orgulloso del esplendor de su
cola, pero, más que todo, recomendó a los jueces la suavidad
de su canto; el perro ñato
ponderó lo chato de su hocico, lo mismo que el elefante
había ponderado lo largo de su
trompa, y el zorro no dejó de llamar la atención sobre lo
puntiaguda que era su nariz,
asegurando que esto era el verdadero colmo de la belleza.
El avestruz quería que todos admirasen lo corto de sus
orejas, y el burro sacudía las
suyas para hacer valer su tamaño. Tanto que el jurado tuvo
que aplazar el concurso hasta
que entrase -dijo- un poco de juicio en las cabezas;
como quien dice: por tiempo
indeterminado.
Los carneros y el capón
Dos carneros topaban con furor. Grandes y fuertes ambos, no
mezquinaban la frente, y
los cráneos sonaban como si hubieran estado por quebrarse en
mil pedazos. Parecían
insensibles al dolor, y, a pesar de estar asomando ya la
sangre, seguían topando sin
perdón.
Es que se trataba de conquistar el corazón de una borrega
coqueta que los tenía locos, y
que bien sabían los combatientes que sólo al más valiente, o
por lo menos al más fuerte,
rendiría ella las armas. Todos los carneros de la majada se
habían juntado y formaban
rueda, cambiando opiniones sobre las topadas, como gente que
entiende y que
prácticamente sabe lo que es pelear. A ellos les constaba:
la misma naturaleza es la que
manda que así luchen los machos guapos para que de esta
lucha salgan los hijos fuertes
y lucidos, y cada cual hacía votos para que éste o aquél
saliera vencedor, según más
apreciaban tal o cual dote de éste o de aquél de los
contendientes.
Un capón entonces también quiso meter la cuchara y dar su
opinión; y empezó a criticar
el modo de dar las topadas de uno de los carneros y el modo
de recibirlas del otro.
Encontraba las astas de uno demasiado abiertas y las del
otro muy cerradas; afirmaba
que los hijos del primero saldrían muy bajos, y los del
segundo muy cortos de cuerpo, y
más que todo, le parecía que la hembra, por la cual
peleaban, no valía tanto furor. No
hubiera dejado muy pronto de fastidiar a la gente con sus
habladurías de pedante, si uno
de los carneros espectadores no le hubiera cerrado el pico,
diciéndole: »Mirá, capón
amigo; cuando te hayan salido astas y seas capaz de dar
topadas y cuando, sobre todo,
puedas enseñarnos tus hijos, te pediremos opinión; pero,
hasta entonces cállate, para
que no se ría de ti la gente.«
¡Ah,
crítica! consuelo y desquite de los impotentes.
Patrón rico
Un caballo tenía para sí solo todo un potrero bien cercado,
de riquísimos pastos, con un
buen retazo de alfalfa siempre verde, y en un rincón varias
parvas de pasto. En el galpón
donde dormía, tenía además, a su disposición y para su
consumo una pila de bolsas de
maíz.
Era soltero, y por supuesto vivía en medio de extrema
abundancia, no por codicia, sino
porque así era, no más, por un favor de la Fortuna. Era
bueno y servicial por lo demás,
este señor caballo, y un día que un ratón le vino a pedir un
poco de maíz para su señora
que estaba enferma, le dio permiso para tomar lo que
necesitase, pensando que un
animal tan pequeño no podía comer mucho; y no quiso siquiera
aceptar la promesa de
pago que le quería firmar el ratón.
Éste, al volver a su casa, encontró al cuis, su amigo
íntimo, y entre agradecido e irónico
le contó la cosa, diciéndole: »Y tú,
¿por
qué no vas? Pedile licencia para estar en el
campo y te la va a dar. Poco le cuesta:
¡es
tan rico!.«
Fue el cuis; ofreció pagar arrendamiento; pero el caballo no
aceptó y le dio licencia,
no más.
Y el cuis aconsejó a la vizcacha que fuera también, pues era
tan rico el patrón que
seguramente no le negaría campo. La vizcacha pensó que sin
pedir nada, bien se podía
establecer allí, y así lo hizo, sin que el caballo, bonachón
y rico, le pusiera obstáculo.
La cabra se coló un día entre los alambres y fue a visitar
al caballo, queriendo comprarle
un poco de pasto verde; el caballo la convidó a comer y puso
a su disposición su retazo
de alfalfa.
Pronto la cabra llamó a las ovejas, sus compañeras, y a
fuerza de pasar por el
alambrado, le abrieron un portillo por el cual pudo entrar
la vaca; su ternero no podía
quedar afuera, y también se hizo baqueano para entrar y
salir.
Y toda esta gente comía, destrozaba, voraceaba, ensuciaba,
pelaba el campo, volcaba el
maíz, deshacía las parvas, siempre muy zalameros todos con
el caballo, a quien llamaban
patrón, ponderando su riqueza. »¡Es
muy rico el patrón!.«
Pero cuando llegó el invierno, se encontró el caballo con
que le habían acabado el maíz,
que casi no le quedaba pasto seco, que la alfalfa estaba
pelada y todo el campo talado,
y cuando uno de los intrusos se le vino con la santa
palabra: »¡Bah,
es usted tan rico,
patrón!« él, que ya se veía pobre, se enojó de veras, y lo
puso de patitas del otro lado
del alambrado; y con todos se apuró a hacer lo mismo, no sin
bastante trabajo, y a
cerrar los portillos, sintiendo haberlos dejado abrir.
No hay riqueza que valga, donde hay derroche.
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