El hombre y la oveja 
					 
					
					
					El hombre dijo a la oveja: -¡Te 
					voy a proteger! 
					Y a la oveja le gustó. 
					-Apenas -dijo el hombre- tienes en las espaldas, para 
					resistir al frío, algunas hebras de 
					gruesa lana. Vives en rocas ásperas, donde tienes que 
					brincar a cada paso, con riesgo de 
					tu vida, para buscar el escaso alimento, el pobre pasto que 
					allí crece. Los leones no te 
					dejan en paz. Crías hijos flacos con tu poca leche, y da 
					pena ver en semejante miseria a 
					ti y a toda tu familia. Ven conmigo. Te daré rico vellón de 
					lana fina y tupida, perseguiré a 
					tus enemigos, curaré tus enfermedades, tendrás parques 
					seguros y prados abundantes. 
					Verás, tus corderos, ¡qué gordos serán! Ven, pues; te voy a 
					proteger. 
					Y fue la oveja, balando de gozo. 
					El hombre, primero, la encerró en un corral. Quiso ella 
					salir; un perro le mordió el hocico. 
					Le hirieron en la oreja con un cuchillo y la metieron en un 
					baño, frío, de olor muy feo. 
					Por fin, de compañero, le dieron un carnero que a ella no le 
					gustaba nada. 
					En vano protestó. 
					-Es para tu bien -dijo el hombre-: ¿no ves que te estoy 
					protegiendo? 
					Poco a poco se fue acostumbrando. 
					Sus formas agrestes cambiaron por completo; sus mechones 
					cerdosos se volvieron lana, 
					y se hinchó de orgullo al ver su hermoso vellón. 
					Entonces, el hombre la esquiló. 
					La oveja tuvo magníficos hijos, rebosantes de salud y 
					redondos de gordura. 
					El hombre se los llevó, sin decirle para donde. 
					La oveja quiso saltar el corral para seguirlos, y rompió un 
					listón de madera. El hombre, 
					furioso, asestándole un golpe en la cabeza: 
					-¡Vaya! 
					-dijo-, 
					
					¡métase 
					uno a proteger ingratos! 
					 
					
					
					La mariposa y las abejas 
					 
					
					
					De flor en flor iba la mariposa, luciendo sus mil colores, 
					más linda que las mismas flores, 
					más divina que un pétalo de rosa. 
					A cada paso, en sus revoloteos, encontraba a las abejas, 
					atareadas siempre, siempre 
					afanadas. Asimismo, como sabía dejarles el paso, 
					saludándolas afablemente, las abejas 
					le habían criado cariño, y de cuando en cuando se dignaban 
					algunas de ellas conversar 
					un rato con ella. 
					Así se enteró la mariposa de cómo las abejas edificaban su 
					colmena, la proveían de todo 
					lo necesario para el invierno, tenían sus depósitos llenos y 
					hasta podían dedicarse a un 
					negocio lucrativo de intercambio de productos con otros 
					insectos. 
					Se le ofrecieron mucho, poniendo sus casas a su disposición, 
					prometiéndole mil cosas, 
					rogándole que las ocupara, sin cumplimiento. 
					La mariposa, llena de imaginación, se figuró que con 
					semejante ayuda, podría también 
					ella poner negocio. No había trabajado, hasta entonces, en 
					recoger la miel, sino para su 
					consumo personal; pero, como las abejas, sabía juntarla, y 
					lo mismo que ellas, podría 
					muy bien hacer fortuna. 
					Sólo le faltaba un poco de cera para empezar y algunos otros 
					materiales para formar la
					colmena. 
					Fue a ver a sus amigas las abejas, a pedirles la cera. 
					Una, desde el umbral de su casa, le contestó que, justamente 
					en este momento, acababa 
					de disponer de la poca que tenía guardada, y que de veras 
					sentía mucho no poderla
					favorecer. 
					La segunda entreabrió la puerta, y le dijo que todavía no 
					tenía cera disponible; y la 
					tercera, por la ventana, le gritó que recién al día 
					siguiente la iba a tener. 
					Otra, con mucha franqueza, le contestó que, realmente, 
					tenía, pero que la iba a necesitar 
					y no se la podía prestar. 
					Y la mariposa volvió a sus flores, convencida de que de los 
					mismos que se ofrecen, 
					muchos han tenido, muchos tendrán, muchos van a tener, 
					muchísimos tienen y se lo 
					guardan, y que, si los hay, bien pocos deben ser los que 
					tienen y dan. 
					
					
					 
					El tigre y los chimangos 
					 
					
					
					Un tigrecito, joven y de poca experiencia, se había fijado 
					que cuando volvía de la caza, 
					los chimangos se juntaban por centenares alrededor suyo, 
					saludándolo con su simpática 
					gritería, mientras devoraba la presa. 
					-Nosotros los tigres -pensaba-, como príncipes que somos, 
					pocos amigos leales solemos 
					tener. Adulones no nos faltan, por cierto, que siempre 
					tratan de sacar de nosotros alguna 
					tajada, o miedosos y cobardes, que con tal de alejar de sí 
					nuestra ira, serían capaces de 
					las más bajas vilezas. Pero estos chimanguitos no son ni uno 
					ni otro. Se conoce a la 
					legua que sus gritos son de sincera y pura alegría, de 
					felicitación desinteresada, pues 
					nunca vienen, estando uno de nosotros, a pedir siquiera una 
					lonjita de carne. Tampoco 
					nos pueden tener mucho miedo, pues son tan flacos que no 
					valen un manotón, y bien lo 
					saben ellos, por cierto. 
					
					¡Éstos, 
					sí, pues, son verdaderos amigos! 
					Un día, volvió sin haber podido cazar ninguna presa. 
					Como siempre, muchos chimangos había alrededor de la guarida 
					paterna; pero
					calladitos. 
					-Tristes están los pobres -pensó el tigrecito-, porque ven 
					que vengo sin nada y les da 
					lástima verme pasar hambre. 
					
					¡Qué 
					buenos amigos! 
					Enternecido, contó el hecho a su padre, quejándose sólo de 
					no poder conocerlos a todos 
					uno por uno, para quererlos más. 
					-¿Quieres 
					saber cuántos son? -le dijo el viejo-. Pues, hazte el 
					muerto, no más, y pronto 
					se van a juntar todos. 
					Así hizo nuestro tigrecito. Al rato, empezó la gritería, y 
					venían chimangos, y más 
					chimangos; demasiados eran para poderlos contar, ¡y casi 
					lloraba de gusto el tigrecito al 
					verse rodeado de tantos amigos!... 
					De repente sintió que dos de ellos, creyéndolo muerto de 
					veras, le empezaban a picotear 
					los ojos, y conoció su error. 
					
					
					 
					La gaviota 
					 
					
					
					La gaviota, como lo sabe cualquiera, nunca se queda muy 
					atrás para ganarse la vida. 
					De gañote algo ancho, de apetito insaciable, poco delicada, 
					le mete pico a cualquier 
					bocado, caiga del cielo o sea pura basura. 
					Con esto, algo doctora: y si deja de comer un rato, no por 
					ello cierra el pico, pues 
					también le sirve para charlar. 
					
					¡Dios 
					nos libre de sus gritos cuando habla de política! 
					A pesar del pelaje, es prima hermana, dicen, del ave negra, 
					que llaman, en los pueblos
					de campaña. 
					Por allá, busca a los que andan por pleitear; atiza el 
					fuego; los manda a su primo que 
					vive en el pueblito, y éste se las sabe componer de tal modo 
					que todos salen perdiendo, 
					menos él, por supuesto. 
					Son dos diablos muy vivos, muy útiles en día de elección, y 
					muy amigos del juez. 
					Un día, se quejaban todos los animalitos que viven en la 
					campaña, de la invasión de la 
					langosta. Los que más habían trabajado eran los más 
					afligidos. 
					-¡Pensar 
					todo el año -decían-, y no cosechar ni Cristo! Ni un grano 
					va a dejar esta 
					maldita langosta, ni una hebra de pasto. 
					
					¡Si 
					el gobierno, siquiera, bajase el impuesto! 
					-Al contrario -dijo uno-; han votado otro más para matar la 
					langosta. 
					Y todos se callaron, deplorando su miseria. Sola, la gaviota 
					parecía más bien risueña. 
					Uno le preguntó por qué. 
					-Amigo -le contestó-, el que sabe vivir, hasta de la 
					langosta vive. 
					
					
					 
					El arroyo y el cañadón 
					 
					
					
					Angosto y transparente, corría el arroyo, con su incesante 
					cuchicheo, sobre su hermoso 
					lecho de piedritas, en mil saltos alegres, entre sus riberas 
					floridas. 
					Extendido en todo lo ancho de la llanura, reflejando las 
					nubes espesas, mudo, dormía el 
					cañadón perezoso, tapado en partes por su sábana de juncos y 
					duraznillos. 
					El primero brindaba, con amable generosidad, a las haciendas 
					sedientas el cristal de sus
					aguas. 
					-Pocas, pero buenas -les decía, sonriéndose, con su vocesita 
					cantante-; tomen sin 
					cuidado. Son limpias y sanas. No teman que se les acabe; 
					vienen de a poco, pero para 
					todo y para todos alcanzan. No se secan nunca: siempre 
					corren renovadas. 
					-¿Qué 
					diré yo, entonces -dijo el cañadón-, si este pobre tonto se 
					alaba? Aunque corras y 
					trabajes toda la vida, nunca pasarás de lo que sois, 
					encerrado entre tus barrancas. 
					Enriquecido yo, de todas las aguas que de ti y de tus 
					semejantes puedo detener, no 
					necesito moverme para vivir. 
					
					¿Ves 
					estas nubes negras? algo destruirán, pero 
					aumentarán mi caudal. También sé ser generoso a mis horas y 
					no impido que las 
					haciendas prueben mis aguas. 
					-Rico sois, es cierto, cañadón mío -le contestó el arroyo-, 
					rico de lo que nos quitas, y 
					tienes agua más bien por demás. También les das a los 
					animales sedientos; pero les 
					tapas el pasto bueno. Tus aguas barrosas, sucias y cálidas, 
					no fecundan la tierra y sólo 
					producen gérmenes de muerte para los que, apremiados por 
					urgente necesidad, 
					se atreven a probarlas. 
					No seas orgulloso por tu extensión; los sapos, los escuerzos 
					y los mosquitos, son los 
					únicos que cantan tu gloria; y si, cansado de tu insolencia, 
					te llega a secar el sol,
					
					
					¡qué 
					olor, señor! 
					Mal puede alabar su generosidad el usurero. 
					 
					La hormiga y la cucaracha 
					 
					
					
					Al pie de una bolsa de arroz se encontraron un día la 
					hormiga y la cucaracha. 
					La primera, con cuidado, agarró un grano de los que salían 
					por la costura de la bolsa y 
					con gran trabajo lo llevó hasta su cueva. Volvió, tomó otro, 
					y se lo llevó también; y así 
					siguió sin descanso. 
					La cucaracha subió hasta la misma boca de la bolsa, probó un 
					grano, lo tiró, probó 
					varios, probó muchos, mordiéndolos apenas y tirándolos en 
					seguida. Una vez llena, 
					se durmió entre el mismo arroz y lo ensució todo. 
					Al bajar, horas después, volvió a ver a la hormiga que 
					seguía trabajando, llevando sin 
					descanso los granitos a la cueva. 
					Se burló de ella, la trató de avarienta y se fue a pasear 
					sin rumbo por los techos del 
					granero. La hormiga se fue para su casa, a comer y dormir. 
					Días después, la cucaracha, en una hora de hambre, se acordó 
					de la bendita bolsa de 
					arroz y corrió a donde había estado parada, pero la habían 
					quitado de aquel sitio, 
					justamente por haberla ella ensuciado tanto. 
					-No importa -dijo-, la hormiga tiene. 
					Y fue en su busca. 
					La hormiga la recibió muy bien, y consintió, sin mayor 
					dificultad, en prestarle cien granos 
					de arroz, pero con la condición que le devolviese ciento 
					diez al mes. 
					Agradecida, la cucaracha se comió los granos sin contar, y 
					cuando no tuvo más, fue a 
					visitar otra vez a la hormiga. 
					Pero no consiguió nada hasta no haber cumplido con su 
					anterior compromiso. 
					
					¡Y 
					qué 
					trabajo le costó! Habían escondido la bolsa de arroz en un 
					rincón obscuro, lejos de la 
					cueva de la hormiga, y tuvo que hacer viajes y viajes. 
					La hormiga almacenaba los granos a medida que venían 
					llegando. Puso aparte ocho de 
					los diez que le correspondían por rédito, y como la 
					cucaracha le preguntase por qué hacía 
					así, le contestó: 
					-Estos ocho los comeré yo; los otros dos quedan de reserva; 
					y son ellos los que me 
					permiten trabajar para mí sola, y también hacer trabajar a 
					los demás para mí. 
					Con la economía se conserva la independencia propia y hasta 
					se compra la ajena. 
					 
					
					
					El perro fiel 
					 
					
					
					El terú-terú, alegre, dispuesto, conversador, entrometido, 
					burlón, lo mismo le hace los 
					cuernos al gavilán que al buey, pero es amigo de todos, en 
					la Pampa, y su principal oficio 
					es avisar a cualquier bicho, de sus compañeros, de los 
					peligros que corre o podría correr. 
					Si cruza un perro, solo, por el campo 
					
					¡pobre 
					de él! 
					
					
					¡Lo 
					que le dirán de cosas los terús, a la pasada!, ni las ganas 
					le dejarán de volver a pasar 
					por allí. 
					Un día, a la madrugada, entre la neblina liviana que todavía 
					flotaba encima del suelo 
					húmedo de los bajos, se iba aproximando despacio a una 
					laguna, un mancarrón bichoco 
					despuntando con los dientes las matitas de pasto salado, 
					dando algunos pasos, 
					parándose, volviendo a caminar, hasta que se paró muy cerca 
					de una bandada inmensa 
					de patos dormidos en la orilla. 
					En aquel momento, el primer rayo de sol hizo brillar detrás 
					del mancarrón una escopeta 
					larga, larguísima, un fusil, un cañón, capaz de no dejar 
					vivo un solo pato de todos los de 
					la bandada. 
					Pero sonó también entonces el grito de alarma del terú-terú, 
					y ya que el mancarrón 
					disimulaba a un cazador, peligro había para los patos 
					amigos. »¡Terú-terú!« 
					y éstos 
					empezaron a levantar la cabeza; se agitaron, escucharon, 
					miraron; »terú-terú«; 
					gritaba el guardián honorario de los campos, hasta que se 
					voló la bandada toda, dejando 
					al cazador renegar contra »ese maldito pácaro de mizeria... 
					hico de alguna matre 
					desgraziata«... 
					El terú-terú se reía ahora, y se burlaba del hombre »¡terú-terú!« 
					celebrando, aunque 
					fuera gratuito, el servicio prestado por él a los patos; 
					tanto que le dio rabia al cazador, 
					y que, a pesar de lo que cuesta un tiro destinado a matar 
					cincuenta patos (lo menos 
					cuatro centavos y medio); »¡Santa 
					Madonna!« clamó éste, e hizo volar por las nubes al 
					pobre terú descuartizado. 
					El comedido siempre sale malparado. 
					
					
					 
					El terú-terú 
					 
					
					
					El terú-terú, alegre, dispuesto, conversador, entrometido, 
					burlón, lo mismo le hace los 
					cuernos al gavilán que al buey, pero es amigo de todos, en 
					la Pampa, y su principal oficio 
					es avisar a cualquier bicho, de sus compañeros, de los 
					peligros que corre o podría correr. 
					Si cruza un perro, solo, por el campo 
					
					¡pobre 
					de él! 
					
					
					¡Lo 
					que le dirán de cosas los terús, a la pasada!, ni las ganas 
					le dejarán de volver a pasar 
					por allí. 
					Un día, a la madrugada, entre la neblina liviana que todavía 
					flotaba encima del suelo 
					húmedo de los bajos, se iba aproximando despacio a una 
					laguna, un mancarrón bichoco 
					despuntando con los dientes las matitas de pasto salado, 
					dando algunos pasos, 
					parándose, volviendo a caminar, hasta que se paró muy cerca 
					de una bandada inmensa 
					de patos dormidos en la orilla. 
					En aquel momento, el primer rayo de sol hizo brillar detrás 
					del mancarrón una escopeta 
					larga, larguísima, un fusil, un cañón, capaz de no dejar 
					vivo un solo pato de todos los de 
					la bandada. 
					Pero sonó también entonces el grito de alarma del terú-terú, 
					y ya que el mancarrón 
					disimulaba a un cazador, peligro había para los patos 
					amigos. »¡Terú-terú!« 
					y éstos 
					empezaron a levantar la cabeza; se agitaron, escucharon, 
					miraron; »terú-terú«; gritaba 
					el guardián honorario de los campos, hasta que se voló la 
					bandada toda, dejando al 
					cazador renegar contra «ese maldito pácaro de mizeria... 
					hico de alguna matre
					desgraziata«... 
					El terú-terú se reía ahora, y se burlaba del hombre »¡terú-terú!« 
					celebrando, aunque 
					fuera gratuito, el servicio prestado por él a los patos; 
					tanto que le dio rabia al cazador, 
					y que, a pesar de lo que cuesta un tiro destinado a matar 
					cincuenta patos (lo menos 
					cuatro centavos y medio); »¡Santa 
					Madonna!« clamó éste, e hizo volar por las nubes al 
					pobre terú descuartizado. 
					El comedido siempre sale malparado. 
					
					
					 
					El hurón y la gata 
					 
					
					
					Hicieron, un día, sociedad el hurón y la gata, para 
					beneficiar una cantidad de ratas que 
					se habían apoderado de una casa. 
					Durante muchos días, vivieron como reyes y en la mayor 
					amistad. 
					La gata cazaba poco, porque las ratas eran grandes y no las 
					podía agarrar sola; pero 
					ayudaba al hurón; y éste mataba muchas, haciéndole su parte 
					a la compañera, quien, 
					por su lado, y para variarle la comida, le dejaba algo de lo 
					que le daban los amos de la
					casa. 
					Pero, poco a poco, fueron escaseando las ratas; el hurón se 
					comía las pocas que podía 
					cazar, y la gata, que había tenido familia, ya no le daba 
					nada al hurón, pues apenas le 
					alcanzaba para sí la ración. 
					Vino la penuria; hubo reyertas. 
					Así sucede a menudo, entre los mismos hombres, que en vez de 
					comer los últimos 
					pedazos de pan, se los tiran a la cabeza. 
					Medio muerto de hambre, el hurón, un día, vio pasar cerca de 
					él uno de los cachorritos 
					de la gata, y se lo comió. La gata cuando volvió, buscó al 
					hijo; pero ni rastro encontró. 
					Al día siguiente, el hurón, cebado, se cazó otro. La gata, 
					esta vez, lo vio y corrió sobre 
					él; en vano, ya se lo había comido. 
					Echó la gata los gritos al cielo, y se deshizo la sociedad. 
					Más bien sola, pensó tarde la pobre, y no tan mal 
					acompañada. 
					
					
					 
					La cigüeña 
					 
					
					
					De paso acompasado, con los anteojos puestos, alzando los 
					pies con majestuosa 
					precaución, iba la cigüeña, clavando a cada rato su largo 
					pico en el suelo húmedo, 
					matando y tragando por familias enteras los sapos, las 
					ranas, las lagartijas y demás 
					inocentes bichos. 
					Sin más defensa que sus quejas, los pobres en vano le pedían 
					piedad, y la llanura 
					resonaba del triste coro de sus ayes y de sus maldiciones al 
					terrible tirano. 
					Impasible, seguía su obra la cigüeña, indiferente a quejas 
					que no entendía; encontrando, 
					sí -aunque llena de tierna indulgencia-, que todos esos 
					infelices, realmente, metían 
					demasiada bulla con sus gritos y que harían mejor en 
					callarse... 
					En la falda del bañado, conversaban en aquel momento la 
					mulita, la vizcacha y el zorrino. 
					-¡Mira! 
					-dijo la mulita-. Ahí está la cigüeña. Habrá venido a pasar 
					su habitual temporada. 
					
					
					¡Cuánto 
					me alegro! Pues, es un gusto pasar un rato con tan buena 
					persona. 
					-Cierto que es muy buena persona, y tan reservada- afirmó el 
					zorrino. 
					-¡Excelente 
					persona! -dijo la vizcacha. Y los tres formando coro: -¡Excelente 
					persona!- 
					repitieron con convicción. 
					Según el juez, es el juicio. 
					
					
					 
					El mono y la naranja 
					 
					
					
					Un mono, sin dejar de rascarse, alzó una naranja y la quiso 
					comer. Pero, primero la tenía
					que pelar. 
					No queriendo dejar su ocupación, tiró de la cáscara con los 
					dientes, pero poco le gustó la 
					amargura de la cáscara y buscó otro medio. 
					Siempre rascándose con una mano, puso un pie sobre la 
					naranja, y con la otra mano la 
					empezó a pelar. Posición cansadora. 
					Se sentó entonces y apretó la naranja entre las rodillas, 
					sacando con la mano libre algo 
					de la cáscara; pero la fruta se le resbaló y rodó por el 
					suelo, donde se ensució toda. 
					Enojado, pero siempre rascándose, la limpió como pudo y la 
					empezó a chupar. Con una 
					sola mano poco jugo podía exprimir y sus esfuerzos no le 
					daban resultado. 
					Algo desconsolado, pestañeaba, mirando con sus ojitos la 
					naranja sucia y deshecha, 
					buscando la solución del problema, cuando de repente se le 
					alegró la cara. 
					Había por fin encontrado el medio sencillo y seguro de poder 
					pelar ligero y bien una
					naranja. 
					Dejó de rascarse por un rato, agarró fuerte la fruta con una 
					mano, la peló con la otra en 
					un minuto, la partió, la comió, la hizo desaparecer, y dando 
					dos piruetas, se empezó a 
					rascar otra vez, pero ya con las dos manos. 
					Hacer dos cosas a la vez, no sirve, y siempre trabaja mal 
					una mano sin la ayuda de la
					otra. 
					
					
					 
					El ombú 
					 
					
					
					Erguido en la planicie, orgullosamente asentado en sus 
					enormes raíces, el ombú extendía 
					en la soledad sus opulentas ramas. 
					En busca de un paraje en donde edificar su choza, llegó allí 
					un colono con su familia. 
					
					
					¡Qué 
					árbol hermoso! -exclamó uno de los hijos-; quedémonos aquí, 
					padre mío. 
					Seducido por el aspecto del árbol gigante, consintió el 
					padre. De una raíz iba a atar con 
					soga larga, para que comiera, el caballo del carrito en el 
					cual venía la familia, cuando vio 
					que allí no crecía el pasto y tuvo que retirar el animal 
					algo lejos del árbol. 
					Mientras tanto, el hijo mayor, a pedido de la madre, cortaba 
					unas ramas para prender el 
					fuego y preparar el almuerzo. Pero pronto vieron que con esa 
					leña, sólo se podía hacer
					humo. 
					Uno de los muchachos, entonces, para calmar el hambre, se 
					trepó en las ramas altas y 
					quiso comer la fruta del árbol. Se dio cuenta de que aquello 
					no era fruta, ni cosa
					parecida. 
					-¡Hermoso 
					árbol! -dijo entonces el padre- para los pintores y poetas. 
					Pero no produce 
					fruta, su leña no sirve, y su sombra no dejaría florecer 
					nuestro humilde jardín. 
					Orgulloso, inútil y egoísta; más bien dejarlo solo. Vámonos 
					a otra parte. 
					
					
					 
					La vizcacha y el pejerrey 
					 
					
					
					Una viscacha, buena persona sin duda, pero algo corta de 
					vista y de ingenio, andaba un 
					día, a la oración, buscándose la vida en las riberas de un 
					arroyo. 
					Al mirar las aguas, quedó de repente asombrada; le había 
					parecido ver moviéndose en 
					ellas, un ser vivo, lindo, al parecer ágil, plateado. Pronto 
					se convenció de que 
					efectivamente así era, y que un animal vivía de veras en el 
					elemento líquido. 
					Si su primer movimiento había sido de asombro, el segundo 
					fue de compasión. Llamó al 
					animalito que había visto en el agua, y éste, un lindo 
					pejerrey, no se hizo rogar para 
					venir a conversar un rato (todos saben cuánto les gusta 
					conversar a los pescados) y sacó 
					afuera del agua su cabecita brillante. 
					Después de los saludos acostumbrados entre gente decente, 
					doña vizcacha le manifestó 
					al pejerrey cuánto sentía ver a tan gentil caballero, 
					condenado a vivir de modo tan cruel. 
					-Vivir en el agua -decía-, 
					
					¡qué 
					barbaridad!, en esa cosa tan fría. 
					
					¿Y 
					cómo es que no se 
					ahoga usted? 
					
					¿y, 
					qué es lo que come? 
					
					¿y 
					dónde aloja a la familia? 
					
					¿Dónde 
					está su 
					cueva? Debe de ser una vida de grandes sufrimientos y de 
					grandes penurias 
					
					¿no 
					es 
					cierto? -le decía. 
					-Señora -le contestó el pejerrey-, agradezco el interés que 
					usted me demuestra; pero no 
					crea usted que lo pasemos tan mal en el agua. No somos de 
					los peor servidos. El agua le 
					parece fría; para nosotros es apenas fresca. Tenemos en ella 
					abundante mantención. 
					Pocos enemigos nos persiguen, y vivimos aquí muy bien, 
					señora. Y dígame usted, 
					
					¿es 
					cierto que vive en una cueva? -¡Cómo 
					no! -dijo la vizcacha-. Esto, sí, debe ser penoso 
					-interrumpió el pejerrey-. 
					
					¡Qué 
					triste vida debe de ser la de ustedes, vivir en obscuridad 
					tan profunda! 
					
					¡No 
					cambiaría con usted, señora! 
					Y zambulléndose, dejó a la vizcacha convencida de que, para 
					ser feliz, cada cual tiene 
					que vivir en su elemento. 
					
					
					 
					El mosquito 
					 
					
					
					Zumbando a los oídos del pastor, asentándose acá y acullá, 
					picando al caballo en el 
					hocico y a la oveja en el ojo; juntándose en el campo con 
					bandadas de sus compañeros 
					para divertirse en arrear los animales a gran distancia, se 
					iba haciendo el mosquito 
					insoportable a todos. 
					Él se reía, incansable, liviano, alegre, poco ambicioso, 
					encontrando fácilmente cómo 
					mantener su pequeña persona con la ínfima cantidad de sangre 
					que de vez en cuando 
					conseguía sacar a algún animal grande. Cuando su víctima 
					recién lo sentía, su hambre 
					estaba satisfecha, y, al encabritarse o corcovear el 
					caballo, al sacudirse la oreja, o al 
					colear fuerte la vaca, disparaba ligero, haciéndoles 
					morisquetas y golpeándose la boca. 
					Más que todo, le gustaba chupar la sangre humana, y el 
					hombre era de veras, con 
					permiso de la gente, un animal superior para él. Ya que lo 
					veía llegar cerca del rebaño, 
					se asentaba en él, en acecho; elegía en la cara o en la mano 
					el sitio favorable, y despacio 
					metía la trompa en el cutis y empezaba a chupar. 
					Al sentirlo, el hombre le pegaba un manotón; pero el 
					mosquito, ligero, volaba contento 
					con lo que había podido conseguir, y se mandaba mudar a otra 
					parte, zumbando. 
					Desgraciadamente para él, acostumbrado a evitar fácilmente 
					los manotones y a salir 
					ileso de sus atrevidas campañas, cobró mayor y mayor afición 
					a la sangre del rey de la 
					creación, al mismo tiempo que una confianza llena de 
					peligros. 
					Un día, se colocó sobre la mano del hombre, tan despacio que 
					éste, absorbido en la 
					contemplación de sus ovejas, no lo sintió. Empezó a chupar; 
					al rato, satisfecho ya el 
					apetito, pensó retirarse ligero como de costumbre; pero 
					viendo que nada se movía, 
					siguió chupando, y chupó más y más, ya de puro regalón 
					vicioso y avariento, pensando 
					en hacer provisión para varios días. Se iba llenando como 
					para reventar, cuando 
					despertó el hombre de su medio sueño. Al movimiento que 
					hizo, quiso huir el mosquito. 
					Pero 
					
					¿cuándo? 
					señor, si no podía ni moverse. Todo lo que pudo hacer fue 
					desprender la 
					trompita. El hombre lo sintió, lo vio (¿quién 
					no lo iba a ver con semejante panza toda 
					colorada?) y 
					
					¡zas! 
					le pegó una que lo dejó tortilla. 
					La codicia, dicen, rompe el saco. 
					
					
					 
					Los pavos y el pavo real 
					 
					
					
					En un corral vivían unos cuantos pavos. Gente de poca idea, 
					muy vanidosos, haciéndose 
					los importantes y creyendo serles merecido todo, se 
					admiraban entre sí, aprobando 
					siempre todos, con cloqueos entusiastas, cualquier pavada 
					que dijese cualquiera de ellos, 
					y bastaba que uno, hinchándose majestuosamente, dejase 
					escapar un estornudo 
					solemne, para que todos hicieran en coro: 
					
					¡glu, 
					glu, glu, glu! 
					Con esto, mal vestidos y presumidos, insaciables y de mal 
					genio, buscaban camorra a 
					quien no tuviera para ellos una admiración incondicional. 
					Les llegó un día de visita un pájaro, al parecer su 
					pariente, pero mucho más elegante en 
					sus modales, bien vestido, aunque con cierta sencillez con 
					una cola mucho más larga que 
					la de ellos, y un copetito brillante mucho más bonito que el 
					horrible bonete violáceo que 
					tenían en la cabeza. 
					Lo empezaron, por supuesto, a mirar de reojo. 
					Saludó él con gracia: contestaron ellos con solemnidad y se 
					entabló la conversación. 
					En lo mejor, el orador de los pavos, viendo que sus palabras 
					poco efecto producían en el 
					huésped, quiso hacerle una impresión irresistible y 
					enseñarle que también ellos sabían 
					ser bonitos; se puso tieso en las patas, estornudó fuerte y 
					abrió la cola poniéndose la 
					cara toda azul y colorada. 
					Todos sus compañeros lo imitaron, y quedó efectivamente 
					estupefacto el pavo real, al 
					ver tanta vanidad junta con tanta ignorancia. Quiso entonces 
					enseñarles lo que 
					realmente era digno de admiración, y ostentó, a su vez, el 
					magnífico abanico de su cola. 
					Al ver, al comprender su inimitable superioridad, los pavos 
					se juntaron, y en son de 
					guerra, se abalanzaron para destrozar lo que no podían 
					igualar. 
					El pavo real, alzando el vuelo, se asentó en lo alto del 
					murallón y soltó la carcajada. 
					
					
					 
					Flor de cardo 
					 
					
					
					El rayo del sol rajaba la tierra. 
					Una planta de cardo, ya casi seca, luchaba para conservar, 
					un rato más, en su seno, 
					a sus hijitos alados, prontos en su inexperiencia juvenil, a 
					dejarse llevar hacia lo 
					desconocido, por el primer soplo que pasara, que fuera 
					céfiro o fuera ráfaga. 
					-¡Hijos, 
					hijos míos! -decía la planta-; escuchen a su madre querida. 
					No se alejen del 
					hogar paterno. Las alitas que tienen ustedes pueden, cuanto 
					más, impedir que se 
					golpeen al caer; pero no son las alas del águila para 
					afrontar las tempestades, ni las de 
					la paloma incansable viajera. 
					Escuchaban, y con todo, se iban hinchando las alitas; 
					asomaban por las rendijas de la 
					corola, abriéndolas más y más, y la pobre madre, sin fuerzas 
					ya, inclinaba poco a poco la 
					cabeza, resignada. 
					Una de las impacientes semillitas cayó. Antes de tocar el 
					suelo, un airecito embalsamado 
					se la llevó, amoroso, empujándola despacio hacia el cielo 
					azul, y cuando dejó de soplar, 
					lo que fue muy pronto, cayó la semillita alada en un charco 
					fangoso, donde desapareció. 
					Otras se las llevó un viento más fuerte, prometiéndoles la 
					fortuna, campos hermosos y 
					ricos, donde prosperarían, y de los cuales su numerosa 
					prole, sin duda, podría gozar. 
					Y las echó por delante, en vertiginosa carrera, arreándolas 
					hacia tierras destinadas al 
					arado, donde no pudieron arraigar, siempre perseguidas, 
					removidas y destruidas. 
					Quedaban algunas semillas aladas, listas para tomar vuelo, 
					cuando sopló, en medio de 
					relámpagos y truenos, un terrible ventarrón, llamándolas a 
					la Gloria, a conquistar tierras 
					lejanas, gritaba; y las arrebató, entusiasmadas. 
					Pronto, despavoridas por el trueno, empapadas por la lluvia, 
					atropelladas por la piedra, 
					golpeadas, cayendo y levantándose, llegaron a campos 
					desiertos y pobres, donde fueron 
					presa de los pájaros hambrientos y del fuego destructor... 
					Una sola semillita quedaba con la madre moribunda, y cuando 
					ésta cayó al suelo, 
					quebrada por la tempestad, allí mismo quedó ella: allí 
					brotó, prosperó y se multiplicó. 
					En el rinconcito familiar había encontrado, sin abrir sus 
					alas, la felicidad. 
					
					
					 
					El gato montés 
					 
					
					
					En las islas del Paraná, acurrucado en una rama de sauce que 
					formaba puente encima 
					del agua, un gato montés, en acecho, espiaba las idas y 
					venidas de los pescados del 
					arroyo. Se venían, jugueteando, a poner al alcance de sus 
					uñas muchos pescaditos, 
					entre chicos y medianos; pero hacía frío, y el gato, a pesar 
					de las ganas que les tenía, 
					vacilaba en mojarse. 
					La excusa que a sí mismo se daba de su indecisión, era de 
					esperar que se pusiese a tiro 
					algún pescado grande que valiera la pena, y mientras quedaba 
					perplejo, pasaban. 
					Aparecieron varios de muy buen tamaño, pero el gato no los 
					cazó, porque sólo estiró las 
					uñas hasta rozar el agua, y las retiró en seguida, 
					friolento. 
					De repente, salta a veinte metros de allí un magnífico 
					dorado, y ve el gato que se dirige 
					hacia él, nadando ligero. Esta vez, alarga las uñas y se 
					prepara. 
					Y viene deslizándose suavemente el pescado; ya está a tiro. 
					El gato todavía titubea, 
					detiene la manotada; y mientras tanto, pasa el dorado abajo 
					del puentecillo; se da vuelta 
					el gato para cazarlo por detrás, el pescado se aleja. »¡Ya!
					
					
					¡ya!« 
					piensa el gato; y estira 
					las uñas, abre la mano, extiende la pata, se abalanza todo, 
					pierde el equilibrio y se toma 
					un soberbio baño de cuerpo entero, sin poder, por supuesto, 
					ni tocar al dorado. 
					Al irresoluto, todo le sale porrazo. 
					
					
					 
					El trigo 
					 
					
					
					Asomaba el sol primaveral, y bajo sus caricias iba madurando 
					el trigal inmenso. Los granos 
					hinchados, gruesos, pesados, apretados en la espiga 
					rellena, hacían inclinar los tallos, 
					débiles para tanta riqueza, y el trigal celebraba en 
					un murmullo suave su naciente
					prosperidad. 
					A sus pies, le contestó una vocecita llena de admiración 
					para sus méritos, alabándolos 
					con entusiasmo. Era la oruga que, para probarle su 
					sinceridad, atacaba con buen apetito
					sus tallos. 
					Llegó una bandada de palomas, y exclamaron todas: »¡Qué 
					lindo está ese trigo!« y el 
					trigal no podía menos que brindarles un opíparo festín, en 
					pago de su excelente opinión. 
					Y vinieron también numerosos ratones, mal educados y 
					brutales, pero bastante 
					zalameros para que el trigal no pudiera evitar 
					proporcionarles su parte. 
					Después vinieron a millares, mixtos graciosos, pero 
					chillones y cargosos, que iban de un 
					lado para otro, probando el grano y dando su apreciación 
					encomiástica. 
					Y no faltaron gorriones y chingolos que con el pretexto de 
					librar al trigal de sus parásitos, 
					lo iban saqueando. 
					Y cuando el trigo vio a lo lejos la espesa nube de langosta 
					que lo venía también a 
					felicitar, se apresuró en madurar y en esconder el grano. 
					La prosperidad, a veces, trae consigo tantas amistades que 
					se vuelven plaga. 
					
					
					 
					Las palomas 
					 
					
					
					A las palomas, que son, como lo sabe cualquiera, de genio 
					humilde y de pelaje gris y 
					poco vistoso, se les ocurrió un día permitir a algunas de 
					ellas (en recompensa no se sabe 
					de qué servicios) vestir un traje brillante y adornar su 
					cabeza con plumas relucientes. 
					El efecto fue fatal: estas palomas, admiradas por la 
					muchedumbre, se volvieron 
					orgullosas, batalladoras, imperiosas, y pronto formaron un 
					bando que se atribuyó, entre 
					otros, el privilegio de defender el palomar, si fuera 
					atacado. 
					Y las palomas comunes ya las empezaron a mirar con más 
					recelo que admiración. 
					Otras consiguieron entonces, con el pretexto de 
					contrarrestar los avances de estas 
					guerreras, y de diferenciarse más de ellas, vestir un traje 
					obscuro. 
					Y empezaron a exagerar la humildad de sus modales, la 
					suavidad de sus conversaciones, 
					y su devoción a la Divinidad, llegando a asegurar que por 
					ellas solas se podía comunicar
					con ella. 
					Muchas palomas comunes, las más ignorantes, se les juntaron, 
					y lo mismo que las 
					guerreras, aunque por otros medios, las palomas negras 
					empezaron a querer dominar. 
					Hubo luchas, y sangre derramada; y lloraron los amores 
					abandonados. 
					Pero lo peor de todo fue cuando se juntaron las dos castas, 
					de traje obscuro y de traje 
					brillante; y las palomas comunes no tuvieron entonces más 
					remedio que de hacer toda 
					una revolución para llegar a prohibir el uso de cualquier 
					otro traje que el traje gris. 
					
					
					 
					El caballo asustadizo 
					 
					
					
					Un caballo quería mucho a su amo; también lo quería mucho 
					éste a él, porque era bueno 
					y guapo, y siempre hubieran vivido en la más perfecta 
					armonía, si el caballo no hubiera 
					sido tan asustadizo. 
					Una rama meneada por el soplo de la brisa; un cuis 
					disparando entre las pajas; un terú 
					que de pasada lo rozase con el ala; la sombra de una nube, 
					el ladrido de un perro, el 
					chiflido del viento, todo era pretexto para que se 
					espantara, cortara huascas y disparara. 
					Un animal bueno, pero enloquecido por el miedo. 
					Un día, iba montado por su amo, ambos medio perdidos en los 
					sueños que tan 
					corridamente nacen, se desvanecen y se renuevan con el suave 
					hamaqueo del galope, 
					cuando de repente toparon con una osamenta colocada en el 
					mismo medio de la senda 
					que seguían y tapada por yuyos altos. 
					Fue cosa ligera: el caballo pegó una espantada tal, que 
					volteó sin remedio al amo en la 
					zanja, y emprendió la carrera como perseguido por la misma 
					osamenta. En la disparada 
					loca, enceguecido por el miedo, sin tener otra idea que la 
					de huir, huir lejos, huir 
					siempre, puso la mano en una cueva de peludo y se mancó; se 
					llevó por delante un 
					alambrado de púa, dio vuelta de carnero, cayó del otro lado, 
					torciéndose el pescuezo y 
					lastimándose todo; cruzó cerca de un rancho, y los perros lo 
					siguieron hasta morderle las 
					patas; al querer escapar de ellos, atravesó a toda carrera 
					un charco pantanoso donde 
					pisó mal y se desortijó, y cuando por fin llegó, sin saber 
					cómo, a las casas, manco, 
					rengo, ensangrentado, medio descogotado, y sin el recado, 
					sembrado por todas partes, 
					el amo, furioso, le pegó una soba de mil rabias. 
					No hay peor consejero que el miedo, y a cualquier peligro, 
					aunque no sea más que con 
					bufidos, siempre hay que hacerle frente. 
					
					
					 
					Cambio de política 
					 
					
					
					Durante un tiempo, tanto los herbívoros como los carnívoros 
					habían tomado parte en el 
					gobierno. Y no por esto andaban peor las cosas: al 
					contrario, pues cada cual traía el tributo 
					de sus cualidades peculiares, y mientras reinó la 
					concordia, todo anduvo
					perfectamente. 
					Pero los que comen pasto, creyéndose, quizá con razón, más 
					útiles que los carnívoros, 
					quisieron echar a éstos del gobierno. Los carnívoros que 
					eran los de un grupo menor, 
					pero que tenían para sí la fuerza bruta, se resistieron y 
					fueron, al fin y al cabo, los 
					herbívoros los que tuvieron que ceder y salir. 
					Por supuesto que los otros no dejaron en el gobierno ni a 
					uno solo de sus contrarios, y 
					tuvieron que sufrir la dura ley del vencido, los vacunos y 
					los yeguarizos, la oveja y la 
					cabra, el huanaco y la gama, y hasta las palomas. 
					Y los carnívoros colocaron en todos los puestos del gobierno 
					a sus solos partidarios, 
					desde el tigre, que fue presidente, hasta la gaviota que 
					entró de portera. El puma, el 
					cimarrón; el zorro, el gavilán, y el mismo tábano, todos 
					tuvieron colocación, y los 
					herbívoros se tuvieron que conformar con pasárselo 
					lamentando que sus méritos
					quedaran inútiles. 
					
					
					¿Quién 
					tenía la culpa? 
					Cuentan que fue entonces cuando el cerdo (siempre ha sido 
					vividor) se acostumbró a 
					comer carne con unos y vegetales con otros, »por si 
					sobreviniera -dijo- algún acuerdo«. 
					 
					
					
					Concurso de belleza 
					 
					
					
					Decidieron los animales abrir un concurso de belleza: se 
					fijaron día y condiciones, y se 
					publicó la lista de los premios ofrecidos. 
					El día señalado acudieron a la cita los candidatos; y los 
					miembros del jurado 
					comprobaron con sorpresa que todos los animales, sin 
					excepción, se habían presentado 
					para disputar el premio. 
					Empezaron a indagar los motivos de semejante unanimidad, 
					pues les parecía que entre 
					los competidores, algunos había que no podían ni remotamente 
					contar con los sufragios 
					de los jueces y que el jurado iba a tener un trabajo por 
					demás ingrato. 
					Preguntaron, por ejemplo, al elefante, qué era lo que lo 
					impulsaba a concurrir: »Pero 
					toda mi persona, contestó él; el conjunto y los detalles: mi 
					masa imponente; mi trompa 
					tan larga y tan elegante; mi cuero tan rugoso que no hay 
					otro igual; y mi colita tan 
					bonita, y mis ojos tan pequeños, y mis orejas tan anchas.« 
					Todo lo que era de él le parecía bonito. Y lo mismo pasó con 
					los demás, sin contar que 
					nunca era lo que a los jurados parecía digno de mayor 
					aprecio lo que a cada cual de los 
					competidores más le agradase. El pavo real, por cierto, era 
					orgulloso del esplendor de su 
					cola, pero, más que todo, recomendó a los jueces la suavidad 
					de su canto; el perro ñato 
					ponderó lo chato de su hocico, lo mismo que el elefante 
					había ponderado lo largo de su 
					trompa, y el zorro no dejó de llamar la atención sobre lo 
					puntiaguda que era su nariz, 
					asegurando que esto era el verdadero colmo de la belleza. 
					El avestruz quería que todos admirasen lo corto de sus 
					orejas, y el burro sacudía las 
					suyas para hacer valer su tamaño. Tanto que el jurado tuvo 
					que aplazar el concurso hasta 
					que entrase -dijo- un poco de juicio en las cabezas; 
					como quien dice: por tiempo
					indeterminado. 
					
					
					 
					Los carneros y el capón 
					 
					
					
					Dos carneros topaban con furor. Grandes y fuertes ambos, no 
					mezquinaban la frente, y 
					los cráneos sonaban como si hubieran estado por quebrarse en 
					mil pedazos. Parecían 
					insensibles al dolor, y, a pesar de estar asomando ya la 
					sangre, seguían topando sin
					perdón. 
					Es que se trataba de conquistar el corazón de una borrega 
					coqueta que los tenía locos, y 
					que bien sabían los combatientes que sólo al más valiente, o 
					por lo menos al más fuerte, 
					rendiría ella las armas. Todos los carneros de la majada se 
					habían juntado y formaban 
					rueda, cambiando opiniones sobre las topadas, como gente que 
					entiende y que 
					prácticamente sabe lo que es pelear. A ellos les constaba: 
					la misma naturaleza es la que 
					manda que así luchen los machos guapos para que de esta 
					lucha salgan los hijos fuertes 
					y lucidos, y cada cual hacía votos para que éste o aquél 
					saliera vencedor, según más 
					apreciaban tal o cual dote de éste o de aquél de los 
					contendientes. 
					Un capón entonces también quiso meter la cuchara y dar su 
					opinión; y empezó a criticar 
					el modo de dar las topadas de uno de los carneros y el modo 
					de recibirlas del otro. 
					Encontraba las astas de uno demasiado abiertas y las del 
					otro muy cerradas; afirmaba 
					que los hijos del primero saldrían muy bajos, y los del 
					segundo muy cortos de cuerpo, y 
					más que todo, le parecía que la hembra, por la cual 
					peleaban, no valía tanto furor. No 
					hubiera dejado muy pronto de fastidiar a la gente con sus 
					habladurías de pedante, si uno 
					de los carneros espectadores no le hubiera cerrado el pico, 
					diciéndole: »Mirá, capón 
					amigo; cuando te hayan salido astas y seas capaz de dar 
					topadas y cuando, sobre todo, 
					puedas enseñarnos tus hijos, te pediremos opinión; pero, 
					hasta entonces cállate, para 
					que no se ría de ti la gente.« 
					
					
					¡Ah, 
					crítica! consuelo y desquite de los impotentes. 
					
					
					 
					Patrón rico 
					 
					
					
					Un caballo tenía para sí solo todo un potrero bien cercado, 
					de riquísimos pastos, con un 
					buen retazo de alfalfa siempre verde, y en un rincón varias 
					parvas de pasto. En el galpón 
					donde dormía, tenía además, a su disposición y para su 
					consumo una pila de bolsas de
					maíz. 
					Era soltero, y por supuesto vivía en medio de extrema 
					abundancia, no por codicia, sino 
					porque así era, no más, por un favor de la Fortuna. Era 
					bueno y servicial por lo demás, 
					este señor caballo, y un día que un ratón le vino a pedir un 
					poco de maíz para su señora 
					que estaba enferma, le dio permiso para tomar lo que 
					necesitase, pensando que un 
					animal tan pequeño no podía comer mucho; y no quiso siquiera 
					aceptar la promesa de 
					pago que le quería firmar el ratón. 
					Éste, al volver a su casa, encontró al cuis, su amigo 
					íntimo, y entre agradecido e irónico 
					le contó la cosa, diciéndole: »Y tú, 
					
					¿por 
					qué no vas? Pedile licencia para estar en el 
					campo y te la va a dar. Poco le cuesta: 
					
					¡es 
					tan rico!.« 
					Fue el cuis; ofreció pagar arrendamiento; pero el caballo no 
					aceptó y le dio licencia,
					no más. 
					Y el cuis aconsejó a la vizcacha que fuera también, pues era 
					tan rico el patrón que 
					seguramente no le negaría campo. La vizcacha pensó que sin 
					pedir nada, bien se podía 
					establecer allí, y así lo hizo, sin que el caballo, bonachón 
					y rico, le pusiera obstáculo. 
					La cabra se coló un día entre los alambres y fue a visitar 
					al caballo, queriendo comprarle 
					un poco de pasto verde; el caballo la convidó a comer y puso 
					a su disposición su retazo
					de alfalfa. 
					Pronto la cabra llamó a las ovejas, sus compañeras, y a 
					fuerza de pasar por el 
					alambrado, le abrieron un portillo por el cual pudo entrar 
					la vaca; su ternero no podía 
					quedar afuera, y también se hizo baqueano para entrar y 
					salir. 
					Y toda esta gente comía, destrozaba, voraceaba, ensuciaba, 
					pelaba el campo, volcaba el 
					maíz, deshacía las parvas, siempre muy zalameros todos con 
					el caballo, a quien llamaban 
					patrón, ponderando su riqueza. »¡Es 
					muy rico el patrón!.« 
					Pero cuando llegó el invierno, se encontró el caballo con 
					que le habían acabado el maíz, 
					que casi no le quedaba pasto seco, que la alfalfa estaba 
					pelada y todo el campo talado, 
					y cuando uno de los intrusos se le vino con la santa 
					palabra: »¡Bah, 
					es usted tan rico, 
					patrón!« él, que ya se veía pobre, se enojó de veras, y lo 
					puso de patitas del otro lado 
					del alambrado; y con todos se apuró a hacer lo mismo, no sin 
					bastante trabajo, y a 
					cerrar los portillos, sintiendo haberlos dejado abrir. 
					No hay riqueza que valga, donde hay derroche. 
					 
					 
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