Fábulas 3
 

Fábulas 2
 
El caballo y el buey
El zorro y el avestruz
El caracol
El avestruz y la perdiz
El zorro y la vizcacha
El toro y el hornero
La cotorra y la urraca
El tigre y sus proveedores
El chancho gordo
Flores quemadas
El médano y el pantano
Maledicencias
La mulita indiscreta
Vae soli!
La gran conejera
Los zánganos en la colmena
La gallina y el cuchillo
Flores marchitas
Interesante sesión
La oveja merina y las ovejas criollas
Las dos manos
El gato blanco
El entierro del perro

 

El caballo y el buey

Un buey y un caballo comían en el mismo potrero a su respectiva discreción. El buey
comía ligero, buscando los sitios donde el pasto más alto le permitía alzar, en cada bocado,
media carretillada; tragaba casi sin mascar y echaba cada panzada que daba miedo.
Después se dejaba caer pesadamente en el suelo, y durante las horas rumiaba tranquilo.
El caballo también comía a su gusto, pero sólo cuando no lo tenían ensillado; y aunque
se hubiese apurado entonces, de día y de noche, no hubiera alcanzado a comer ni la
mitad de lo que el buey en unas pocas horas alzaba; y comparando los servicios
prestados por ambos, no podía menos de pensar que poca cuenta tenía que hacer al amo
el mantener a aquel haragán comilón.
Pero el amo un día se llevó el buey, que, de gordo, apenas podía caminar; y preguntó el
caballo a un chimango que desde un poste del alambrado seguía con interés la
operación, a dónde llevaban a su compañero.
-Al matadero, pues -chilló alegremente el chimango-;
¿no ve que está de grasa? ¡qué
almuerzo voy a hacer!
Y el caballo comprendió que hay en esta vida varios modos de pagar el gasto.

El zorro y el avestruz

Don Juan había pasado la noche, de agregado, en una vizcachera. Las huéspedas que lo
habían alojado poco suelen carnear, y, como a este caballero la verdura no le gusta,
estaba en ayunas y se disponía a dar una vuelta, a ver si cazaba alguna perdiz o
cualquier otra cosa.
Al asomar el hocico divisó entre las pajas, brillantes aún de rocío, una bandada de
charitas que jugueteaban. Sus ojos echaron chispas y se relamió el hocico; pero viendo
que también estaban los padres, volvió a esconder la lengua.
Es que el avestruz es terrible cuando tiene pichones y que bien sabe don Juan que no es
tarea fácil el cazarlos.
Con todo, se fue avanzando despacio, estirando entre las matas de paja la panza hueca,
hasta muy cerca de las charas, y ya calculaba el brinco que iba a pegar, cuando el
macho, viéndolo, se abalanzó sobre él, mientras la madre arreaba a su prole, aleteando y silbando.
Huir le hubiera gustado al zorro, pero no tuvo tiempo; en cuatro trancos, el avestruz
había estado encima de él, pegándole patadas. Lo mejor, en este trance, era hacerse el
muerto, y recibir con toda filosofía las zancadas que no se podían evitar ni devolver,
y reflexionando el zorro que, si se mueve, el otro lo mata de veras, quedó tan inmóvil
que el avestruz lo creyó muerto y fue a juntarse con la familia. Medio abombado por los
golpes, el zorro quedaba tendido, esperando un momento favorable para apretarse el
gorro, cuando vio que poco a poco volvía a acercarse a él la bandada de charas. Cerró los
ojos y quedó tieso. El sol empezaba a calentar y las moscas vinieron a cerciorarse de si
era cadáver o no. Los charas al ver las moscas, corrieron ávidos hacia él, y el padre les
dejó ir; impidiendo que la madre, todavía inquieta, los detuviera, pues experimentaba
cierta satisfacción de que vieran de cerca sus hijos al muerto que él había hecho en
defensa de ellos.
De repente saltó el finado, agarró un chara y se lo llevó disparando hasta la vizcachera,
alcanzando sólo el avestruz a darse cuenta de la catástrofe cuando no podía más que
patalear de rabia en la boca de la cueva.
Hay pillos capaces, si se descuidan con ellos un rato, de llevarse robado, después de
muertos, hasta el cajón fúnebre.

El caracol

Un caracol viejo arrastrábase penosamente.
Siempre trae consigo la vejez muchos desperfectos en los seres, y los mismos caracoles
no pueden escapar a esa ley de la naturaleza. Estirando los cuernos para buscar su
camino, hacía con el pescuezo esfuerzos inauditos para llegar, llevando encima su casa,
hasta una hoja de parra donde pensaba almorzar.
Más que todo, parecía causarle gran dolencia una abolladura, cicatrizada pero ancha y
profunda, que tenía en la cáscara, y que forzosamente le tenía que apretar en parte el cuerpo.
Unos caracolitos que lo estaban mirando, buenos muchachos, pero de poca reflexión,
como casi todos los caracolitos, le dijeron al pasar:
-Pero, padre caracol,
¿por qué no cambia usted su cáscara por una nueva? Le debe hacer
sufrir mucho esa abolladura que tiene.
-Hijitos -les contestó-, esta abolladura, es cierto afea mucho mi casa y me hace sufrir
bastante; pero cambiar sería peor, y hasta creo que el desgarro que me causaría la
mudanza me sería fatal.
En casa vieja todas son goteras, pero en casa nueva los viejos poco duran.

El avestruz y la perdiz

Un avestruz, las alitas hinchadas y el pescuezo estirado, recorría la Pampa como
despavorido, yendo y viniendo por todas partes.
Se acercaba la primavera, y por todas partes, se veían teros, patos y perdices, palomas y
demás pájaros aprontando los nidos, afanados en preparar todo lo necesario para la
próxima empolladura.
Todos miraban admirados al avestruz, y como no entendían el porqué de sus andanzas,
pensaban lo que cuando no se entiende se piensa, que se había vuelto loco. Como don
Churri es persona de mal genio, nadie se atrevía a preguntarle qué motivo tenía para
correr así, en vez de acordarse como la demás gente, de la estación que empezaba y de
la nueva familia que había que formar.
Sólo una martineta con quien estaba en muy buenas relaciones, un día, le dejó entender
que su conducta daba mucho que hablar. El avestruz le contestó que más extraña era la
conducta de todos los demás pájaros que, sin ton ni son, sin saber lo que hacían, iban
edificando nidos en todas partes y poniendo huevos sin contar.
-Que así lo haga la gallina -dijo-, todavía se comprende, porque si algo le falta, el
hombre se lo da... (y ya se sabe por qué); pero nosotros, los pájaros Silvestres, sin más
recursos que los que nos proporciona la naturaleza, debemos ser previsores y pensar en
el porvenir. Este año es de sequía; poco pasto va a haber, y antes de formar familia, me
parece necesario ver primero a dónde podré llevar a mis esposas, para mantenerlas bien,
y cuántas podré mantener, y cuántos pichones podrá criar cada una. Y por esto es que,
antes de decidirme, estudio el asunto.
Sistema recomendable, este, de calcular los recursos antes de empezar a gastar.

El zorro y la vizcacha

El zorro solía pedir hospitalidad a la vizcacha; y ésta no se la negaba, sabiendo que ese
atorrante, siempre distanciado por algún motivo con la policía, pronto tenía que mandarse mudar.
Un día, el zorro resolvió cambiar de estado, casándose. Fue a pedir a la vizcacha le
prestase su casa para la noche de las bodas; y la otra, bonachona, consintió, pasándose
a vivir en casa de una parienta, para no turbar la luna de miel de su huésped.
Después de algunos días, la vizcacha volvió a su hogar y se lo pidió al zorro; pero éste ya
se había acostumbrado a tener casa y no quiso saber nada de devolverla a su dueña.
La vizcacha no tuvo más remedio que ir al juzgado de paz, a entablar demanda, pidiendo
el desalojo. Pero no se hacía ilusión sobre el éxito de la cuestión, sabiendo de antemano
que cuando, a los años, y después de gastar plata, tiempo y saliva, conseguiría el
desalojo, la casa estaría completamente destruida: y triste, andaba de noche,
merodeando por las cercanías de lo que había sido su domicilio.
Una noche, oyó como lamentos apagados: parecían salir de la tierra. Se acercó más y
más, hasta llegar a la entrada principal, y vio que durante el día, el colono que ocupaba
el campo, había tapado con mucho cuidado todas las bocas. Del mismo fondo de la cueva
salía efectivamente un vago rumor de gemidos, y la vizcacha conoció la voz del zorro;
lloraba éste de rabia impotente; se estaba ahogando y llamaba a la vizcacha, pidiéndole
perdón y suplicándole que le abriese la cueva, pues él no tenía para esto las manos como ella.
-Aquí estoy, don Juan -le gritó-, pero ya que me echaste de mi casa, quédate vos en ella,
que es tuya.
El que me robe la presa, que con ella se ahogue.

El toro y el hornero

Un loro, de estos que con tal que hablen, les parece que dicen algo, y que más gritan,
más piensan ser entendidos, iba por todas partes, diciendo que su nido estaba deshecho
sin compostura, y tan sucio que ya no se podía vivir en él.
El hornero, que tanto trabajo se da para edificar su casa, que siempre la va
componiendo, arreglando y limpiando, extrañaba que pudiera uno hablar tan mal de su
propio nido; y un día, le preguntó al loro por qué más bien no trataba de componer el suyo.
-Si no tiene compostura, amigo -le contestó el loro-; si esto no tiene remedio; los loros
somos así; ya que hemos hecho algo, lo destruimos; nuestra raza es una raza ruin -y mil
cosas parecidas.
-Haces mal, loro, en hablar así de tu hogar y de los tuyos -le dijo el hornero-; sería
mejor, por cierto, no ensuciar, ni destruir tu nido; pero todo mal tiene compostura,
menos para el que se figura que no la tiene. Ya que no puedes corregir los defectos de tu
nido, escóndelos siquiera y no metas tanta bulla para hacerlos conocer de todos.
Nunca debe pensar nadie, ni menos decirlo, que haya mejor casa, mejor familia, mejor
patria que la propia.

La cotorra y la urraca

Estaba de visita la urraca en lo de la cotorra, y como, desde el día anterior, no se habían
visto, fácil es suponer la cantidad de cosas que se tenían que contar. Ambas hablaban a
la vez, para aprovechar mejor el tiempo, y se apuraban tanto en chacharear que casi no
se entendían. Pero esto era lo de menos, siendo lo principal mover el pico sin descanso.
Y cuando en lo mejor estaban de una historia que contaba la urraca sobre la hija del
vecino, llegó la sirvienta de la cotorra y le dijo, alarmada:
-Señora,
¡está llorando la chica!
-
¡Oh! exclamó la cotorra-, ¡qué fastidio! Bueno, ya voy, ya voy.
Y quedose escuchando hasta el fin el interesante cuento de la urraca sobre la hija del vecino.

El tigre y sus proveedores

El tigre encontrándose indispuesto, tuvo que apelar, para poder comer carne de ave,
como se lo había mandado el médico, a los buenos oficios de los pájaros cazadores.
El cóndor pronto le trajo una pava gorda; el gavilán le trajo después una martineta;
el carancho se quiso lucir y también le trajo un pollo.
El chimango, que no quería ser menos, reclamó su turno y se aprontó también para salir
a cazar. Cuando lo supo, el tigre frunció la ceja y dijo que era una barbaridad contar con
semejante infeliz para tener carne fresca. No había duda, decía, de que ese día él no iba
a comer, y se iba a enfermar más, y que era cosa de enojarse ver a semejante comedido
meterse en lo que no sabía hacer.
-Si algo trae, seguro que va a ser carne podrida, pues es lo que más le gusta a él. Y si
por casualidad es una presa viva, va a ser algún chingolo que ni alcanzará a llenar la
muela que tengo picada. Pero, ni esto.
No va a traer nada, nada, seguramente; y no tendré más remedio que comérmelo a él.
El chimango no quiso desistir, a pesar de todo, ni ceder su turno; se fue no más.
-Nada, nada va a traer, verán -insistió su majestad.
Y efectivamente volvió el chimango sin nada en las garras y sin nada en el pico; todo
avergonzado y temblando al pensar en la ira terrible del tirano.
-Pero
¿no les decía yo -exclamó éste-, que no traería nada? ¿No lo había previsto yo?
¿No lo había previsto? Digan.
Todos así lo reconocieron, alabando el acierto del monarca; y aunque el almuerzo le
hubiera fallado, quedó el tigre quizá más satisfecho por no haber errado en sus
previsiones que si el chimango le hubiera traído una perdiz. Hasta creen muchos que si
éste hubiese traído una gallina, no hubiera evitado ser castigado con cualquier pretexto,
por haber hecho salir desairado, al que al contrario perdonó generosamente una torpeza
que tan bien ponía de relieve su triunfante perspicacia.
Para muchos casi es desgracia que no se produzca la que tienen anunciada.

El chancho gordo

Un cerdo a medio cebar no tenía más que gruñir un rato, al despertarse, para que al
momento viniera un peón con dos baldes llenos de suero, una ración de afrecho y otra de
maíz, sin contar algunos zapallos y restos de cocina. Con la panza siempre llena y nada
que hacer sino dormir, el excelente animal se consideraba feliz y siquiera tenía el tino de
no pedir más.
Era en invierno, con tiempo de sequía, grandes heladas, y los campos estaban en muy
mal estado: a tal punto que los caballos, lo mismo que las vacas y las ovejas, estaban
sumamente flacos y con miras de volverse osamentas.
Se quejaban, pues, de su mala suerte y no teniendo que comer, se lo pasaban
maldiciendo del hombre, su amo, que no se acordaba de ellos y los dejaba abandonados,
sin hacer nada en su favor; y no dejaban de mirar con envidia al cerdo a quien no se
mezquinaba la comida, dándole de todo a él, como si fuera más que ellos.
El cerdo los oía y sin dejar de moler maíz y de chupar con avidez la leche espesada con
afrecho, murmuraba con profundo desprecio... y algo de inquietud:
-
¡Gente envidiosa, que nunca está contenta! ¡Socialistas!

Flores quemadas

El fuego devastador había pasado por allí; destruyendo, arrasando todo y dejando en
lugar de la lozana y tupida vegetación, una extensa mancha negra, de aspecto fúnebre.
La oveja, asimismo, a los pocos días, ya empezaba a recorrer el campo quemado,
encontrando entre los troncos calcinados de las pajas brotes verdes que saboreaba con
tanto mayor deleite, cuanto más tiernos eran.
Alcanzaba ya a saciar su hambre con relativa facilidad y pensaba que las quemazones no
son, por fin, tan temibles como lo suelen ponderar algunos.
Y justamente encontró a la mariposa que andaba revoloteando por todos lados, triste
como alma en pena que busca, sin poderla encontrar, la puerta del cielo, y lamentando el
terrible desastre causado por el fuego.
La oveja le preguntó, entre dos bocados, por qué lloraba tanto; y contestó ella entre dos
sollozos: »por las flores.«
La oveja se echó a reír, encontrando peregrina esta idea de llorar por las flores, cuando
con sólo dos noches de rocío volvía a crecer el pasto con tanta fuerza.
-Cierto es que las flores son bonitas -dijo-, con sus colores tan variados, y su perfume
tan suave; pero aunque me guste también comerlas porque dan más sabor al pasto,
creo que muy bien puede uno pasarlo sin ellas, y que no porque falten, se debe dejar de
comer ni deshacerse en llanto.
-
¡Ay! -contestó la mariposa-. El pasto volverá a crecer seguramente y las ovejas a
llenarse; pero las flores, ellas no volverán en todo el año con sus colores hermosos y su
delicioso perfume; siempre habrá de comer para la hacienda, pero no ya para las mariposas.

El médano y el pantano

Justamente por donde pasaba el camino carretero, un médano amontonaba arena
siempre tan removida por el viento, que nunca podía crecer en ella una mata de pasto.
El médano sentía verse tan inútil, la cosa peor y más humillante en este mundo;
y cuando por las lluvias se había puesto intransitable el pantano que se extendía a sus
pies, y que los carreros tenían por fuerza que cruzar por la arena para evitar de dos
males el peor, sufría al oírlos renegar contra él.
La suerte del pantano no era mejor: los carreros lo cruzaban con el Jesús en la boca, por
poca agua que hubiera caído, casi seguros de quedarse atascados en él, y poco cariño le
podían tener a semejante estorbo. Aun en verano, cuando estaba seco, y que no
presentaba más que su área polvorosa y desnuda, lo miraban de reojo, acordándose de
los malos ratos pasados en él.
Pero, a fuerza de vivir juntos y de contarse sus penas, empezaron el médano y el
pantano a prestarse mutuo auxilio. Ayudado por el viento travieso, el médano
desparramó poco a poco su arena sobre el pantano, tapando con ella los pozos cavados
en éste por el médano, y que ambos se cubrieron con pastos finos y tupidos, sin que en
uno se estancara el agua, sin que en el otro se moviera ya el piso con el soplo del viento.
Y vino el día en que quedaron parejos el pantano y el pasar de los carros.
En ambos podían pastar los rebaños y cruzar las tropas de carros, sin que los carreros
renegasen, incontrastable prueba de lo acertada que había sido su alianza.

Maledicencias

Mientras desfilaba la majada, al salir del corral, un carnero que caminaba solo,
escuchaba la conversación de dos ovejas que iban detrás de él. Hablaban de sus
compañeras y criticaban sin piedad a todas las que pasaban cerca de ellas. »
¡Qué facha!
¡Qué modo de caminar! ¡Qué lana fea! ¡Qué gorda! ¡Qué flaca!« y mil otras cosas peores, algunas.
El carnero, pensando al oírlas, que quienes así hablaban no podían ser sino un
compendio de la hermosura ovejuna, se dio vuelta, dispuesto a admirar, y se encontró
con dos caches horrorosos que casi lo asustaron.

La mulita indiscreta

Al pasar, de noche, cerca de la cueva de unos peludos, una mulita oyó el ruido de la
conversación, y como es bastante curiosa por naturaleza, se acercó despacio y paró la
oreja para escuchar mejor. Primer no oyó más que el murmullo confuso del cuchicheo;
y pensó que no debían hablar de religión ni de política, pues parecían muy sosegados;
concentró su atención y empezó a distinguir las palabras cuando comprendió que de ella
misma y de su familia se trataba.
Pensó, pues parecen ser bastante amigos, aunque parientes, los peludos con las mulitas,
que estarían haciendo su elogio, y ya se preparó a saborear alabanzas que tanto mayor
valor tendrían, cuanto más sinceras tenían que ser.
Había vivido poco, ignorando todavía que a los ausentes, lo mejor que les pueda suceder,
es que no se acuerde nadie de ellos, y prestando más y más el oído, oyó que uno tras
otro, como frailes en responso, los peludos cantaban sus glorias y las de su familia, pero
de singular modo, no dejando un vicio, un defecto, un ridículo, que no atribuyeran a ella
o a alguno de sus más queridos deudos. Oyó cosas terribles, que nunca se hubiera
pensado que pudiesen salir de la boca más odiada, invenciones pestilenciales, calumnias
ponzoñosas, pérfidas exageraciones y restricciones peores, alegres votos de muerte, de
ruina, de deshonra para ella y para los suyos; y se fue corriendo a su cueva, a contarlo
todo a su madre, aniquilada por el dolor de haber oído tamañas cosas.
-
¡Bien hecho! -le dijo la madre-, bien hecho, por indiscreta. Guarda tu oído de las rendijas,
pues no acostumbran ellas cantar alabanzas ni tampoco tienen para qué guardar la boca.

Vae soli!

Cazadores de todas clases hacían estragos entre los bichos silvestres de la Pampa. Unos
con escopetas mataban a larga distancia perdices, patos y palomas; otros con boleadoras
perseguían al avestruz y al venado; las mulitas y los peludos, en las noches de luna, eran
degollados por centenares; no escapaba ningún animal de ser víctima de la codicia o sólo
del instinto destructor del hombre.
Formaron una sociedad para tratar de aminorar sus males, y cada uno de los socios se
comprometió a avisar a los demás por señales apropiadas a sus medios, de cualquier
peligro de que tuviera noticia.
Por cierto que esto no impidió del todo la matanza, pues siempre hay incautos o
malévolos, pero la hizo disminuir en grandes proporciones.
Al mirasol le propusieron entrar en la sociedad; pero no quiso él. Alegó que no tenía
enemigos; que sus relaciones con el sol lo elevaban demasiado encima de los demás
habitantes de la tierra, para que pudiera rebajarse a ser un simple miembro de cualquier
asociación; que su género de vida, puramente contemplativa, no admitía que se pudiese
molestar en avisar a los demás de peligros que para él no existían; que no podía
desprender su atención ni un momento de la adoración perpetua del astro del día, al cual
había consagrado su vida; y que por fin, siendo él de una flacura tan extrema, la misma
muerte temería mellar su guadaña en sus huesos y no corría personalmente ni el más
remoto riesgo de incitar la codicia de los cazadores. En vano don Damián, el venado,
persona muy prudente, le hizo observar que nadie en este mundo puede guarecerse a la
sombra de su propio cuerpo; le opuso el mirasol los invencibles argumentos del egoísmo.
Pero sucedió que entró la moda entre las mujeres, de llevar de adorno plumas en la
cabeza, y particularmente copetes delgados y finos. Pronto se les ocurrió a los cazadores
que el copetito blanco del mirasol era lo más apropiado para el objeto; y la matanza empezó.
¿A quién hubiera podido ser más útil el aviso del peligro que a este eterno soñador cuya
vista siempre queda perdida en las regiones etéreas y que parece olvidarse de que la
tierra existe?
No se había querido dar por solitario de sus semejantes; y dejaron éstos, indiferentes,
que perdiera la vida.
Cada uno, en este mundo, de todos necesita.

La gran conejera

Parecían haberse olvidado los conejos de que los repollos y las zanahorias no crecen en
la conejera; y se habían amontonado en ella, cavando cada día más cuevas, y también
encontrando la vida, cada día más difícil. Como nadie se ocupaba de sembrar ni de
plantar, los precios de los alimentos habían subido enormemente, y a pesar de cavarse
cuevas y más cuevas, éstas no alcanzaban para la población siempre creciente de la
conejera, y los precios de los alquileres iban por las nubes.
Todo estaba repleto, desbordaba; siempre había que fundar más escuelas, crear más
hospitales, abrir nuevas vías. Tanto para todo esto como para impedir que siguiese esa
aglomeración anormal, las autoridades inventaron impuestos nuevos y perjudiciales al
desarrollo de la fortuna pública, y como se quejaban muchos de que no había trabajo
para ellos, la miseria era grande, y pocos eran los que alcanzaban a satisfacer su apetito.
La situación era lo más tirante, y hasta disturbios graves se hubieran podido producir,
cuando un conejo, iluminado, no hay duda, por una luz divina, un conejo de genio, se
acordó que fuera de la conejera había campos inmensos, despoblados y fértiles, donde la
vida abundante quedaría asegurada para cualquier número de conejos que fueran allá a
plantar repollos y sembrar zanahorias.
Convenció a las autoridades; éstas dejaron por un momento de atormentar su
imaginación exhausta, y en vez de seguir buscando nuevas fuentes de impuestos,
regalaron a cada conejo que quisiese ir a plantar repollos, una pequeña área de tierra desierta.
La abundancia renació como por encanto, y hasta los que quedaron en la conejera
tuvieron con qué comer a sus anchas, pues los que de ella habían salido producían para
comer, vender, dar, prestar y tirar.

Los zánganos en la colmena


Las abejas, un día, creyeron que andaría mejor el gobierno de la colmena si
estableciesen impuestos para costear los servicios públicos. Viendo que los zánganos
andaban ociosos, les ofrecieron encargarles la cobranza, lo que éstos aceptaron
gustosos, ya que era trabajo liviano y bien remunerado.
Pero, poco a poco, indujeron éstos a las abejas a aumentar el número de los cobradores,
consiguiendo así colocar a una cantidad tan considerable de sus amigos, que hubo que
aumentar los mismos impuestos para pagarles, y que toda la miel de la colmena
amenazaba ser poca para tanta gente.
Las abejas se dieron cuenta del peligro y decretaron la inmediata expulsión de los
zánganos. Hubo llantos, y los zánganos preguntaron llorosos a las abejas qué iba a ser
de ellos, una vez en la calle, y las abejas les contestaron: »
¡Que hagan miel, pues,
ustedes también!«.

La gallina y el cuchillo

Hacía tiempo que la gallina soñaba con vengar de la tiránica crueldad del hombre a todos
los de su raza que había visto degollar, cuando un día quiso a casualidad que encontrase
en el suelo un cuchillo.
Ignoraba que el débil, después de esperar a veces siglos, todavía tiene, cuando le parece
haber llegado la hora de la justicia, que aprender el manejo de la espada puesta por ésta
en sus manos; quiso apoderarse del arma y no hizo más que cortarse las patas
lastimosamente.

Flores marchitas

¡Oh! flores hermosas, las del Deseo ¡purpúreas, enormes, y de perfume embriagador!
El viajero anheloso se apura, sube, se trepa sin sentir el cansancio hasta la cima, de
donde parecen inclinarse hacia él, iluminando el horizonte. Extiende la mano, toma de
ellas un ramillete...
...El ramillete ya está ajado; sus colores han palidecido, sus pétalos se cierran,
su perfume se evapora; ya no es la flor atrayente del Deseo; es la flor severa de la
Realidad.
Las conserva el viajero; y mucho tiempo después, las volverá a ver, incoloras, con su
perfume tenue y deliciosamente apagado de flores marchitas del Recuerdo.
Y si se da vuelta, verá que en la planta han quedado otras, purpúreas todavía, pero de
una púrpura deslucida, triste, y cuyo perfume, a la vez suave y amargo, desconsuela.
Son las flores del Pesar; también, en otro tiempo hermosas flores del deseo, dejadas ahí
por descuido, por desdén o por olvido, por no haber podido o por no haber querido,
también por no haberse atrevido quizá, o por no haber sabido.

Interesante sesión

No se sabe muy bien por qué fue, pero una parte de los animales resolvió protestar
enérgicamente contra su gobierno, y se llamó por carteles a una gran reunión para
cambiar ideas, elaborar programas y echar, por fin, si cuajaba, las bases de alguna
revolucioncita, aunque no fuera más que para pasar un rato.
La reunión fue numerosa; muchos oradores enérgicos, unos, o imperiosos, insinuantes
otros, o irónicos, y también fastidiosos, trataron de hacerse oír, pero les era imposible
dominar el tumulto.
El burro, en ese trance, pensó que sólo él podría imponer su voz y que esto seguramente
lo haría elegir jefe del nuevo partido.
Subió, pues, a la tribuna; frunció las cejas, paró las orejas, tomó una actitud tan seria,
tan imponente, tan doctoral, que todos, creyendo que iba a rugir, se callaron.
No hizo más que rebuznar: y se disolvió la asamblea en medio de risas.

La oveja merina y las ovejas criollas

Llovía: acurrucadas las ovejas tiritaban de frío. Una oveja merina, de lana fina, larga y
tupida, a pesar del magnífico y espeso manto que la cubría, parecía sufrir más que las
que la rodeaban, mal tapadas éstas, sin embargo, y sólo en parte, por unos mechones
ralos que dejaban pasar el agua hasta el cutis.
La merina se quejaba y las otras se admiraban de que se quejase, vestida como estaba,
por una mojadura, cuando ellas, casi desnudas, soportaban lluvias y fríos sin decir nada.
Una oveja vieja, que habiendo vivido mucho, sabía muchas cosas, les dijo: »No extrañen
se encuentre tan desgraciada: es hija de ricos; y la pobreza, madrastra como es, mejor
que la prosperidad, entiende de educación.«

Las dos manos

¿No ve? ¡otro golpe! -dijo, sacudiéndose, la mano izquierda a la mano derecha, que
armada de un martillo, iba a seguir pegando como si ni tal cosa, y declaró que, cansada
ya de ser siempre la víctima, también ella quería manejar el martillo, el serrucho,
el hacha y el cuchillo, y que a su vez, la derecha tendría parado el clavo o asentaría la
tabla, el trozo de leña o el pedazo de carne.
La mano derecha, sonriéndose, asintió, y teniendo derecho el clavo, entregó a la
izquierda el martillo. Ésta lo levantó con esfuerzo, no pudiendo hacer menos que
susurrar: »
¡Qué pesado!« y dio con él varios golpes con tanta torpeza, que el clavo voló
y la mano derecha hubiera quedado destrozada si no hubiera estado sobre aviso.
Se burló de la izquierda, que ya no podía más, sin haber todavía hecho trabajo útil, y la
dejó convencida de que si bien estaba hecha para ayudar, no era capaz de manejar las
herramientas.
-Uno que otro golpe o tajo recibes, es cierto -le dijo-; pero tu tarea no es tan penosa
como la mía, y lo mejor, en este mundo, es hacer lo que uno puede, sin meterse en lo demás.

El gato blanco

Un gato blanco se sentía orgulloso por su magnífico pelaje. Todos lo admiraban y sus
amos lo cuidaban con todo esmero, manteniéndolo en la abundancia.
Pero le sucedió lo que a muchos; los amos, en una mudanza, lo dejaron olvidado, y tuvo
que andar vagando y buscarse la vida. Quiso hacer lo mismo que los demás gatos pobres
y cazar ratones, lauchas y pájaros para mantenerse; pero no podía nunca agarrar nada,
a pesar de no ser de los más torpes, sin explicarse el porqué de su poca suerte.
Un gato gris, hábil y afortunado al punto de no envidiar a sus semejantes, descubrió el
secreto de su mala fortuna y le aconsejó para poder encontrar de comer en cualquier
parte, rebajar un poco el brillo de su traje; que fuera revolcándose en el polvo, porque
por su pelaje blanco, los ratones, las lauchas y los pájaros de lejos lo veían venir y se
escondían o se mandaban mudar, y que por esto era que no cazaba nada. -No sienta
bien -agregó-, un traje demasiado vistoso al que tiene que vivir de su trabajo.

El entierro del perro

No hay como ser finado para ser bueno. Un perro muy querido de sus amos había
muerto: lo enterraron en el jardín los niños de la familia, y casi lloraban al recordarse
unos a otros todas las cualidades del finado.
-
¡Qué bien cuidaba la casa! -dijo uno.
-
¡Tan valiente que era! -contestó otro.
-Tan fiel.
-
¡Tan bueno!
-Tan obediente.
Y mientras deshilaban ese rosario de alabanzas, el hijo del jardinero se acordaba que con
el pretexto de cuidar la casa, el perro lo había mordido a él en la mano, sin la menor provocación.
Una lechuza al oír que trataban de valiente al muerto, no pudo hacer menos que reírse,
acordándose que un día ella lo había asustado con sólo rozarlo a la pasada, corriéndolo
después a gritos, un gran trecho.
¡Fiel! pensaba el gato, encogiéndose de hombros, ¡sí! cuando le daban de comer; y muy
bien se acordaba que el perro se había quedado todo un día en casa del vecino, por
haber sido agasajado con un pedazo de carne.
¿Bueno, él? escuchaba con asombro una oveja. Es que nunca habrán sabido por quién
fue muerto el cordero que una vez encontraron destrozado.
¡Obediente! ¡qué rico!, cacareó la gallina. Sí, cuando lo llamaban a comer; pero cuántas
veces, a pesar del reto que un día le dieron, me robó a mí los huevos. Es cierto que
desde entonces, se sabía esconder bien para comérselos.
Asimismo siguieron los niños celebrando las virtudes del finado, sin querer oír nada de
sus defectos; porque siempre dura más, y por suerte, el recuerdo de lo bueno que se ha
perdido, que el del mal que ha dejado de causar dolencia.