Fábulas 4
 

Fábulas 3
 
El chajá y los patos
La ostra madreperla y la ostra común
La babosa
Cóndor y chingolo
La vizcacha inexperta
Amor sincero
Pelea de gallos
El hornero y la palma
Las colmenas
El escarabajo y el picaflor
La lechuza y el zorro
El zorrino manso
La rosa, el picaflor y la mariposa
El gato montés y la nutria
Los gatitos en la escuela
El toro y la argolla
Los dos carneros
El capón flaco
La araña
La víbora y el zorro
El perro y el zorro
El cuis y la lechuza
Los dos gallos y la polla
El oso hormiguero

El chajá y los patos

Una bandada de patos estaba a punto de volar para otros pagos; pero unos querían ir al
sur, diciendo que en vista de la estación calurosa que se acercaba, se estaría mucho
mejor allá, con grandes lagos siempre llenos de agua, aun en los días más fuertes del verano.
Los otros porfiaban que, acercándose la cosecha del trigo, era mucho mejor irse al norte,
a Santa Fe (habían leído sus informaciones en los diarios), donde, decían, hay inmensos
sembrados; allá se podría anidar y empollar en las mejores condiciones, por la
abundancia de grano que siempre queda en los rastrojos. Ambas partes daban
excelentes razones a favor de su opinión, pero ninguna podía convencer a la otra,
probando una vez más que, aunque digan, toda discusión es inútil entre gente de opinión contraria.
Por suerte apareció por el cañadón un chajá, y los patos convinieron en someterle el
caso, comprometiéndose cada bando a acatar su laudo sin más trámite. Los patos que
querían irse al sur, se acercaron los primeros, y después de saludar al chajá, le dijeron:
-
¿No es cierto, señor chajá, que es al sur a donde debemos ir?
-
¡Chajá, chajá! -contestó sin vacilar el interpelado, y con un tono de convicción que no
admitía réplica. Los patos, agradecidos, se pusieron en marcha con rumbo al sur,
gritando a los compañeros:
-
¿No ven?
Pero los que querían ir al norte los dejaron salir solos y preguntaron también al chajá:
-
¿No es cierto, señor chajá, que es al norte a donde debemos ir?
-
¡Chajá, chajá! -volvió a gritar el chajá con la misma convicción, y los patos se fueron al
norte, persuadidos de que el chajá les daba la razón.
El chajá, muy prudente, había sabido evitar compromisos y quedarse bien con todos.

La ostra madreperla y la ostra común

Con la misma ola vinieron a dar en la misma roca dos ostras, hijas de la misma madre,
bien iguales al parecer, y se arreglaron lo mejor posible, pegándose en la piedra para
vivir allí. Y crecieron, juntas, sin que nunca se les ocurriera a ninguno de los
innumerables peces que diariamente pasaban por cerca de ellas y tan bien creían
conocerlas, que pudiera haber entre ambas la mínima diferencia.
-Son dos ostras, y nada más -decían los peces, con una mueca de desdén-. Hasta que
vinieron los pescadores; al llegar a nuestras ostras se abalanzaron ambos sobre una de
ellas, despreciando del todo la otra, y pelearon cuchillo en mano para disputarse el único
objeto de su ambición.
Los pescados asistían atónitos a semejante trance, llamándoles la atención, primero que
tanto pelearan esos hombres por una ostra, y más, que fuera por una sola y no por la otra.
-
¿Por qué no toman cada uno una, ya que son iguales? -decían.
-Es que -contestó una almeja muy versada en ciencias sociales-, no son de ningún modo
iguales, aunque así lo parezcan. La igualdad no es cosa de este mundo; y siempre la
madre perla, aun cuando su cáscara sea vulgar y fea, valdrá más ella sola que toda una
multitud de ostras comunes.

La babosa

Deslizándose pesadamente entre las sombras de la noche, evitando con mucho cuidado
el atravesar en descubierto las sendas iluminadas por los rayos de la luna, la babosa se
arrastraba por el suelo, buscando en qué planta dejaría caer su baba asquerosa.

Plantas espinosas de abrojo, plantas grises y feas de cepa-caballo o de chamico
hediondo, ortigas y yuyos venenosos parecían solicitar sus repugnantes abrazos, pero
pasaba ella como despreciándolas. Algo mejor quería. Ensuciar lo sucio
¿para qué?,
hubiera sido gastar en vano la baba de que anda tan bien provista.

Y siguió su camino hasta encontrar un rosal cargado de flores en el que trepó,
recorriendo todas las ramas; trabajo le dio, por cierto, pero
¡qué gloria, qué gusto,
qué deleite!, pudo ensuciar, sin dejar indemne una sola, todas las hermosas rosas
espléndidamente abiertas por la primavera y perfumadas por el sol.

Cóndor y chingolo

El cóndor en su poderoso vuelo remontó a la cima de la montaña, se asentó en ella,
torció su horrible pescuezo desplumado y recorriendo todo el horizonte con una orgullosa
ojeada, exclamó:
-
¡Yo, buitre, soy el centro del orbe!
Un gavilán, amodorrado en la punta de un poste del telégrafo en plena Pampa,
contemplaba entre los párpados a medio cerrar el horizonte lejano que por todas partes a igual
distancia lo envolvía, y despertándose, también exclamó:
¡Yo, gavilán, soy el centro del orbe!
Pero también el carancho, asentado en la cima de un sauce, viendo el horizonte amplio
de la llanura extenderse por igual trecho a todos lados, gritó:
¡El centro del orbe soy yo, carancho!
El chimango, mientras tanto, dejó durante un rato de rascarse los piojos para cerciorarse
desde lo alto de un poste del corral, de que, sin la menor duda el centro del orbe era él,
pues no había más que fijarse en el horizonte para comprobar el hecho. Y tanto se
convenció de que así era, que se lo dijo al chingolo.
Pero el chingolo, que no tiene ni una pluma de zonzo, no se la quiso tragar sin ver; voló
para arriba, hasta lo más alto que le fue posible, y cuando volvió a bajar, le gritó al
chimango:
¡Mentira, el centro del orbe soy yo, bien lo acabo de ver!
Y no hay pájaro en este mundo, por chico que sea, que no crea ser el eje de alguna cosa.

La vizcacha inexperta

Criticando, y con mucha razón, a sus padres, que pudiéndola hacer grande y cómoda,
pues para ello habían tenido campo a discreción, habían cavado una vizcachera que no
alcanzaba siquiera para toda la familia, una vizcacha joven y entusiasta del progreso
exclamaba: »
¡Pero si es una barbaridad!, haber hecho tan pocos cuartos, tan pequeños,
con puertas tan angostas que no puede uno pasar sino de sesgo. Los zaguanes parecen
hechos en terreno dado de limosna, y es preciso haber tenido poca previsión para no
pensar en que algún día la familia aumentaría. Yo, cuando me establezca, voy a cavar
una vizcachera tan grande que ni en todo un siglo la van a llenar mis descendientes.«

Así hizo, y habiéndose casado, empezó a cavar una cueva inmensa, con bocas muy
grandes por todos lados, zaguanes anchos como para pasar tres vizcachas de frente,
cuartos enormes, y en tal cantidad que hubieran cabido diez familias de vizcachas, con
todos sus trastos y los mil cachivaches inútiles que suele amontonar ese animal.
Y lo bueno fue que nuestra vizcacha no tuvo hijos, de modo que parecía cementerio ese
gran caserón vacío. Nada más que para tenerlo limpio, se hubiera necesitado una
multitud de sirvientes, y pronto se cansó de tanto trabajo. Se tuvo que limitar a vivir en
cuatro de las piezas más reducidas y abandonó el resto de la cueva. No faltaron entonces
alimañas de todas clases para apoderarse de lo que quedaba desocupado; atorrantes y
vagos, gente de dudosas costumbres, bullangueros y ladrones, sucios y de mal vivir,
que eran un peligro constante para la dueña de la cueva.
No prever ciertas necesidades del porvenir es malo, sin duda; pero anticiparse a ellas sin
cordura, es peor.

Amor sincero

La nutria, con incontrastable emoción, se había fijado en que el terú-terú, cada vez que
ella salía del agua y empezaba a cavar en la orilla del cañadón, para buscar raíces o por
cualquier otro motivo, se venía disparando para estar a su lado. Le hacía mil saludos,
estirando el pescuezo y moviendo la cabeza como títere, gritando de alegría y no
dejándola ni un rato, mientras quedaba ella en tierra firme.

No tenía ni la menor duda de ser dueña absoluta del corazón del terú-terú, y pensaba
que si él no se había todavía declarado, sólo debía de ser por timidez.

Cuando la nutria volvía a zambullirse, el terú volaba hasta la loma más próxima, donde
vivía otra gran amiga de él, que era la vizcacha. Y allí se quedaba, cerca de la cueva,
esperando la oración, hora en que salía la vizcacha a tomar el fresco, a comer y a cavar
la tierra. Cuando empezaba ella su trabajo, la rodeaba de atenciones, rascando también
el suelo, como para ayudarla, diciéndole mil cosas, haciéndole la corte.

Pero un día, la nutria lo sorprendió; no pudo dejar de manifestarle su despecho;
y requirió de él declarase de una vez a cuál de ellas prefería.

El terú tuvo que confesar que a ninguna de ellas, y que sólo apreciaba como era debido
la fineza que para con él tenían ambas de proporcionarle gusanos de todas clases, con
escarbar la tierra, la nutria en los bajos húmedos y la vizcacha en la loma.

La boca da besos a la cuchara, pero no son de amor.

Pelea de gallos

Dos gallos peleaban: alrededor de ellos, las gallinas, en rueda, seguían las peripecias del
combate, ignorantes del motivo que podrían haber tenido para andar tan enojados.

Y cuando, ensangrentados, ambos dejaron de combatir y se retiraron, rodeado cada uno
de las gallinas que más quería, éstas, tímidas, les preguntaron por qué habían peleado
con tanto encarnizamiento.

Y cada uno por su lado, erguido, contestó: »porque tenemos púas.«

De la cintura a la mano salta solo el cuchillo; mejor dejarlo en casa.

El hornero y la palma

Una paloma doméstica alababa su habitación, tan cómoda y tan abrigada y hasta con
nidos hechos de antemano. El agua, la comida abundante y variada, allí nada le faltaba,
y sin trabajo casi, podía pasar en su casa la vida más feliz y más tranquila.
Entre los que la escuchaban estaba el hornero, ese pájaro tan modesto en el vestir, tan
hábil y tan asiduo en el trabajo, de costumbres tan sencillas y tan francas, que nunca
pide nada a nadie y todo lo espera de sí mismo, y cuya risa sonora tan lindamente
celebra sus alegrías, cuán abiertamente se burla de las necedades del prójimo. Y con
riesgo de escandalizar a los que con los ojos, redondos de admiración, quedaban
considerando a la paloma como un ser digno de envidia, se rió a carcajadas de lo que ella
decía. Él, dijo, no tenía más que una casita de barro, edificada con mucho trabajo en un
poste del telégrafo, y que siempre necesitaba composturas; a veces tenía que ir lejos a
buscar los materiales; nadie, por supuesto, pensaba en prepararle la comida y vivía de lo
que encontraba por allí. Tenía que formar nido para sus pichones y no podía costear
sirvienta, ni cuando su señora estaba empollando; y asimismo no cambiaría, decía, su
suerte por la de esta pobre paloma con su vivienda edificada a todo costo y con todas las
comodidades de que la rodeaba el hombre. »Mi casa es un rancho, agregó, pero el
rancho es mío; no viene el dueño de casa a apoderarse de mis pichones, como si fuesen
de él, con el pretexto de que da de comer a los padres.«
»Del palacio ajeno que a tan alto precio arrienda la pobre esclava, la echarán cuando
quieran; mientras defenderé yo, dueño, hasta la muerte, mi pobre rancho de barro.«
Aun pequeña, la propiedad enaltece.

Las colmenas

No hay peor enemigo que el de tu oficio.
En el fondo de un jardín había tres colmenas, cuyas abejas trabajaban con igual empeño,
pero no con igual éxito, sencillamente por estar una de las colmenas un poco más al
reparo del sol y del viento que las otras.
Los tres enjambres eran del mismo origen, y todas las abejas parientas; pero no por esto
se ayudaban de colmena a colmena, y cada familia trabajaba sola para sí, con guiñadas
de envidia, más bien que de cariño, a las vecinas.
Una primavera de muchas flores, la colmena mejor situada se apresuró a desparramar en
los alrededores su ejército de obreras y dio tal empuje a los trabajos, que se llenó de
miel hasta más no poder, afirmando victoriosamente su ya afamada prosperidad.
No pudo hacer lo mismo la que estaba a su lado, porque, no siendo su exposición tan
favorable, no tuvo bastante calor para apresurar el nacimiento de sus obreras; y cuando
éstas ya pudieron salir, las flores escaseaban. Apenas se pudo juntar en esa colmena
bastante miel para evitar el hambre durante el invierno, y las abejas de la colmena rica,
al ver a sus vecinas cabizbajas y flacas, pronto dieron a conocer su indiscreta alegría que
no tanto su propia prosperidad, como la desgracia ajena, las llenaba de gozo.
Y quizá se mueren de tristeza las abejas pobres a no ver al otro lado, completamente
arruinada, la tercera colmena, con sus habitantes muriéndose de necesidad, lo que fue
para ellas el gran consuelo que les permitió sobrellevar su propia pobreza.

El escarabajo y el picaflor

Cada uno, en este mundo, tiene su modo de ser, sus cualidades y sus defectos.
El escarabajo es útil, el picaflor es bonito.
Pero el escarabajo no se contentaba con ser útil, y que se tuviera consideración por su
trabajo; envidiaba al picaflor, de quien todos ponderaban la gracia y la gentileza,
la hermosura y el brillante plumaje; no perdía ocasión de rebajar sus méritos, creyendo
seguramente así ensalzar los propios. Todo lo que hacía el picaflor era criticado por el
escarabajo, y hasta sus buenas acciones eran dictadas, al oírle, por la vanidad o por el interés.
-Es un haragán presumido; incapaz de trabajar; saquea a las flores, pero no sabe hacer
miel. Bien mirado, no sirve para nada; dicen que es bonito; será, pero no piensa sino en
lucirse y acaba por dar rabia el ver a ese atolondrado andar de flor en flor, festejándolas
a todas y haciéndose el delicado hasta no tocarlas sino con la punta del pico. Yo no soy
así, señor -agregaba-; siempre trabajo calladito, sin tratar de lucirme más que por mis
esfuerzos en llevar a cabo mi ruda tarea de estercolero. Pero también todo el mundo
sabe cuánto más vale un escarabajo que un picaflor.
Y así lo creía él.

La lechuza y el zorro

Durante una ausencia de la lechuza, el zorro le comió los huevos. Al volver ella a la
cueva donde tenía el nido, hizo mil conjeturas sobre quién podría haber sido. El lagarto le
era sospechoso y también la comadreja; el zorrino era muy capaz y el hurón bastante
aficionado; varios otros bichos había a cual más ladrón y para quienes especialmente los
huevos eran un manjar predilecto, y la pobre lechuza, deplorando su descuido, no sabía
a quién echar la culpa.
No dejó de cruzar por su mente dolorida como una fugitiva idea que bien podía ser el
zorro, pero la rechazó casi con indignación contra sí misma, al acordarse que el zorro era
su propio compadre, y aunque algunos le aseguraron que era un gran cachafaz, no lo
quiso creer capaz de semejante fechoría.
Y lo consultó, al contrario, sobre las medidas más conducentes a evitar en el porvenir la
misma desgracia.
El zorro, muy comedido, se prestó a ello con la mejor voluntad, indicó mil medios,
precauciones complicadas combinaciones de puertas y de cerraduras, y de estas últimas
se guardó, sin decir nada, las llaves duplicadas.

El zorrino manso

Amanzado desde cachorrito, un zorrino vivía en una casa, en medio de la familia y de los
animales domésticos, causando la admiración de todos por la decencia con que se
portaba, sin dejar escapar jamás el mínimo olor a... zorrino.
Dedicaba su mayor amistad a los niños de la casa y a un cusquito que siempre andaba con ellos.
Y con la cabecita levantada como si buscara algo, olfateando, corría el zorrino por todas
partes, se dejaba acariciar, comía carne en la mano del amo, entraba en el rancho, todo
sin dejar sospechar siquiera que fuese capaz de hacer lo que tan bien hacen sus semejantes.
Pero un día, mientras estaban jugando los niños, el cusco y él, revolcándose en un
montón en la tierra del patio, los vio un perro grande de afuera, que había venido con
una visita; y se quiso entrometer y jugar él también.
Toscamente se abalanzó y ladró. El cusco, creyendo que lo quería morder, se asustó,
los niños echaron el grito al cielo y quisieron disparar, y el zorrino, olvidándose de su
esmerada educación para acordarse sólo del peligro inminente, soltó por todas partes su
chorro hediondo, perfumando con él lo mismo al intruso que a los niños y al cusco; y el
amo, que estaba en la cocina tomando mate con la visita, frunció la nariz y dijo:
»
¡Qué olor a zorrino!« sin acordarse en el primer momento de que al zorrino mejor
amansado le puede volver la maña el día menos pensado.

La rosa, el picaflor y la mariposa

El ruiseñor, cansado de pasar hambre, había llevado a otros pagos su guitarra y sus
cantos; la rosa, el picaflor y la mariposa, no teniendo los medios de seguirlo, habían
pensado en sacar de sus dotes naturales la fortuna que tanta gente sin talento saca de
oficios deslucidos y sin arte. Pensaron en ofrecer a los seres desprovistos de los adornos
que embellecen, las pedrerías y el esmalte, los perfumes y la gracia que con prodigalidad
les había deparado la Naturaleza.
No dudaban del éxito y calculaban de antemano los montones de dinero que les iba a
valer esa luminosa idea. Pensaban desquitarse pronto del desprecio que les manifestaban
todos los insectos que fabrican o producen algo de lo que se vende, y los que saben
aprovechar el trabajo ajeno.
Abrieron un bazar de artículos de lujo, y la mariposa ofreció polvos de oro al gusano de
seda. Éste, buen obrero, pero de toscos modales, contestó con una mueca: »
¿Para qué
quiero yo polvos de oro?.«
La rosa les ofreció algo de su perfume a las flores del repollo, buenas campesinas
ignorantes y groseras, que se taparon las narices como escandalizadas.
El picaflor recorrió las calles con una caja llena de pedrerías hermosas, ofreciéndoselas a
los chingolos que encontraba. Pero los chingolos, muchachos locos y sin instrucción,
les preguntaban si eran para comer; y al saber que no eran granos, alzaban el vuelo
mofándose del importuno.
Pronto se fundió el boliche; se tiraron en remate por menos que nada las preciosas obras
de arte de los socios; y los tres estuvieron en la miseria.
Muchos años después, comprendió la gente lo que se les debía y consagró su memoria.
Consuelo desconsolador para los artistas hambrientos.

El gato montés y la nutria

La nutria aseguró un día al gato montés que podría ella pescar muchos más peces de lo
que hacía, y que, si se contentaba con pescar sólo los que necesitaba para su consumo,
era porque no sabía dónde guardarlos. Confesó, que le daba lástima tener que
desperdiciar tanta riqueza, pero todavía le parecía mejor dejar vivos los peces que
tirarlos sin provecho para nadie. Asimismo suspiró, »
¡cuánto siento no poder guardar
algo de lo que hoy podría economizar para cuando la vejez me impida trabajar!.«
El gato, a quien tanto gusta el pescado y que casi nunca puede lograrlo, al momento
comprendió qué horizontes se abrían ante él, y dijo: »
¿Podría usted cazar los peces sin
matarlos?«. -
¡Cómo no! -contestó la nutria; casi sin lastimarlos. -Bien; entonces, dijo el
gato; hagamos un negocio. Conozco yo un vivero natural, escondido entre las rocas,
inaccesible para los pescadores, a donde me comprometo a llevar los pescados que usted
me entregue; y allá se reproducirán de tal modo, que cuando la vejez le impida trabajar,
usted tendrá a mano pescado para toda la vida.
-
¿De veras se reproducirán tanto?
-
¡Quién lo duda! -contestó el gato con el entusiasmo arrebatador de un cuentero del tío-.
¡Ciento por ciento! y garantido por mil exclamó, no sin orgullo.
La nutria quedó convencida; la ilusión embriaga, y contentándose con esa garantía que
tan generosa como verbalmente le daba el gato, empezó a entregarle con regularidad
ada día el más lindo pescado de los que había tomado. El gato se lo llevaba; se internaba
en el monte, y ¡quién, entonces, lo hubiera visto almorzar!
Cuando asomó la vejez, la nutria quiso conocer el vivero y empezar a aprovechar su
reserva de pescados, que el gato siempre le ponderaba.
Pero, un día con un pretexto, otro día con otro, el gato siempre prorrogaba la
inauguración, y cuando ya no le fue más posible echarse atrás, desapareció.
La nutria se convenció, algo tarde, de que cuanto más fuerte es el interés, menos seguro
está el capital.

Los gatitos en la escuela

Una gata vieja, experimentada profesora, con los anteojos bien asentados sobre la ñata,
explicaba a toda una aula de gatitos que era muy feo el mentir; que un gatito bien
educado nunca debía robar la leche; que era un gran pecado el ser goloso, y que si era
muy bien el cazar lauchas y aun comerlas, se debía evitar en lo posible hacerlas sufrir
inútilmente, como lo solían hacer tantos gatos chicos y grandes.

Y la maestra agregó: »Bien segura estoy de que nunca en casa de sus padres, ninguno
de ustedes ha visto tan malos ejemplos...« -
¡Nunca, jamás! señorita -exclamaron a la
vez todos los gatitos-. Bien -dijo la maestra-; pero puede ser que por casualidad los
hayan visto en otras partes... -
¡Sí, señorita, los hemos visto! -gritaron-. ¡Oh! ¿y dónde? -
preguntó la gata, con una sonrisa-. En casa de Fulano, señorita-. Y cada gatito nombró la
familia de algún otro alumno.

El toro y la argolla

Un toro, de abolengo regular no más, había nacido con un genio temible; desde chico
todo lo volteaba en el tambo y en el pesebre: nadie se le podía acercar, y el amo, al
verlo tan indomable, desesperaba de poderlo jamás preparar para la venta.

Pero se le ocurrió, un día, hacerle ver que todos los toros más finos del rodeo tenían de
adorno una argolla en la nariz; y hasta le dejó entender, mintiendo, que era de oro y que
era la señal para distinguir a la torada decente de la de medio pelo.

El toro, que ya se disponía a cornear, se contuvo, miró, observó y vio que era cierto, y se
quedó quieto durante un rato para permitir que el amo le colocase a él también la
argolla. Cuando la tuvo puesta, quiso seguir embromando, pero sintió que de la argolla,
a cada gesto, lo tironeaban y tanto le dolía que pronto tuvo que aflojar y someterse.

La lisonja es un gran domador.

Los dos carneros

Los carneros, en una majada, celosos y peleadores, habían criado uno para con el otro
un odio tremendo. No se podían ver; hablaban pestes uno de otro y no se podían
encontrar sin soltarse alguna grosería o por lo menos una ojeada de esas que morderían
si los ojos tuvieran dientes.

Asimismo nunca se habían atrevido a pelear uno con otro, y quizá por no haberse
descargado la tormenta, era por lo que andaba tan pesada la atmósfera.

Un día por fin reventó. Una palabra más fuerte, una mirada más insultante, o quizá
sencillamente el viento norte, y se desplomó una tempestad de topadas.

¡Y fuertes!, no de esas topaditas de carnero mocho que son de pura parada, sino topadas
de carneros aspudos, que suenan y duelen. Al fin ambos se cansaron sin haber cedido
ninguno; y desde entonces mantuvieron entre sí una amistad inviolable y hasta
edificante por lo desinteresada que era.

De la topada, la amistad.

El capón flaco

En el chiquero disparaban por todos lados los capones, sintiéndose amenazados por el
ojo certero y la mano vigorosa del resero; y tanto más gordos se sentían, más asustados andaban.
Entre ellos estaba un capón bastante viejo, que los compañeros se admiraban de ver tan
tranquilo en semejante trance.
¿Por qué privilegio singular había llegado a su edad sin haber caído jamás en la volteada?
Su lana era linda, su tamaño regular; sólo su estado de gordura quizá dejaría que
desear; y efectivamente parecía más bien delgado.
El resero ni lo revisó siquiera; a la simple vista se dio cuenta de que no valía la pena
mirarlo de más cerca, y lo dejó tranquilo.
Un caponcito de los a quienes todavía no podía tocar la suerte, oyó entonces que el
dueño de la majada decía al resero, señalando al capón viejo: »A ese animal le voy a
poner cencerro, pues nunca lo podré vender; nunca lo he visto gordo; apenas a veces ha
llegado a ser regular. No sé lo que tendrá, pues no parece enfermo.«
Y preguntó el caponcito al capón viejo cuál era su secreto para haber evitado la suerte de
todos los demás.
El viejo le contestó que, habiéndose fijado en que cuanto más llamaban la atención sus
compañeros por su estado de prosperidad, más expuestos estaban a ser apartados por
gente desconocida que no podía tener buenas intenciones, había formado desde chico la
resolución de no lucirse nunca demasiado, de comer solamente para sostenerse en buena
salud y quedar en un estado modesto, casi humilde, para no atraerse desgracias. »Y ya
ves el resultado; he pasado la vida muy tranquila, sin sobresaltos de ningún género,
y hasta honores me van a conceder, ya que está el amo por ponerme campanilla.«

La araña

La araña había tendido su tela en lugar muy propicio para cazar moscas. Al cabo de un
rato cayó en la tela, no una mosca, sino un soberbio moscón, y la araña, alegremente
ansiosa, lo miraba con toda su atención, estirando los hilos de la tela, esperando el
momento oportuno para abalanzarse sobre el cautivo y despedazarlo.
Pero el moscón era bravo y fuerte; empezó a sacudir toda la tela, como Sansón el templo
de Baal, y pronto vio la araña que para conservar la presa era de toda necesidad tender
sin demora otros dos hilos principales, de la orilla de la tela hasta la rama en que estaba atada.
La araña es mezquina; le pareció mucho el gasto. Es cierto que el moscón era lindo y
valía la pena; presas así no se agarran todos los días; pero también dos hilos más, y de
los gruesos,
¡amigo! es mucha plata, y quiso creer que podía pasarlo sin ellos.
No esperó mucho rato el resultado; el moscón se fue con tela y todo, y la araña quedó
colgando de un hilo, por suerte.
Ni voraz, ni mezquino: ni loco, ni tonto; sólo es juicioso el que sabe medir el gasto con el provecho.

La víbora y el zorro

En medio de una majada en parición andaba la víbora buscando cómo colgarse de la teta
de alguna oveja para llenarse de leche, dando de chupar al cordero, como suele hacer,
la punta de la cola para engañarlo, cuando oyó el balido de un cordero que se acababa
de despertar; y al ratito, la voz de la madre que le contestaba.
No veía a la oveja; estaría detrás de una mata de paja que allí había, y la víbora se
deslizó despacio para mirar y topó con el zorro, quien, imitando a las mil maravillas el
balido de la oveja parida, trataba de hacerse seguir por el corderito hasta alguna cueva
de donde éste no saldría más.
Al ver la cara atónita de la víbora, soltó la risa el zorro: »
¿Qué le parece la ovejita, comadre?...«
»
¡Eh! ¿Qué quiere?, cada uno se las compone como puede.«
Algunos días después, el zorro, en ayunas, oyó el canto de un pájaro entre el matorral:
»más vale, pensó, chingolo que nada« y fue despacito hasta donde oía el canto. Y topó
con la víbora, quien, imitando a las mil maravillas el silbido de los pajaritos, trataba de
indicarles el camino de su garganta.
Al ver la cara atónita del zorro, la víbora soltó la risa: »
¿Qué le parece la calandria,
compadre?...
¡Eh! ¿qué quiere? cada uno se las compone como puede.«
-
¿De qué vive Fulano? -De trampas. -¿Y tú? -También.
Hasta el pícaro tiene que vivir en este mundo.

El perro y el zorro

El zorro, viendo que se hacía cada día más difícil penetrar en los gallineros por lo bien
que los perros los guardaban, trató de utilizar los recursos de su diplomacia para
conseguir por astucia lo que la violencia ya no le podía dar. Se acercó con mil zalamerías
al guardián de un gallinero, que lo era un gran perro danés con cara de pocos amigos.
Gruñó el perro al verle; no se levantó, pero le indicó, mostrándole sus soberbios
colmillos, que tenía muy poco gusto en recibir su visita. El zorro se hizo tan humilde, tan
pequeño, lo saludó con tanta urbanidad, pidiéndole con insistencia que le permitiese una
palabra, que el perro al fin le dijo que hablara. Y después de muchas circunlocuciones,
el zorro le insinuó que podrían hacer juntos un brillante negocio; que lo único que tendría
que hacer el perro sería fingir el sueño, mientras él sacaría del gallinero las gallinas y los
pavos, dándole después al perro su parte en dinero o de cualquier otro modo.
El perro se hubiera podido levantar indignado y pegarle algo más que un susto al zorro;
pero, como sabía que el abrojo no produce rosas, la propuesta no lo tomaba de sorpresa;
se contentó con decirle que no era pan para él y le enseñó el campo.
El zorro se mandó mudar, más bien un poco ligero, por lo que podía suceder; y una vez
en la cueva, pensó que un perro de tanta honradez debía de ser de poca viveza.
Con esta idea en la cabeza, lo fue a ver otro día. Se acercó a él arrastrando una bolsa
bien cerrada y bastante pesada, y le dijo: »Señor perro, aquí traigo un pavo gordo que
me acaban de regalar; como mi cueva está algo retirada y tengo que hacer una
diligencia, le pido por favor que me lo guarde; si no lo vengo a reclamar mañana, será
suyo sin más trámite. Lo que sí, como garantía, le pediré que me entregue un pollo que
le devolveré cuando le venga a pedir el pavo.«
El perro olfateó un momento la bolsa y tomándole olor a osamenta vieja, se levantó
enojado: »¡So pícaro!« le gritó.
El zorro ya estaba lejos. Una vez en la cueva, pensé que debía de ser un caso raro el de
ese perro danés, honrado bastante para no engañar a nadie, y bastante vivo para no
dejarse engañar.

El cuis y la lechuza

Un cuis, bien incapaz por cierto de hacer a nadie ningún perjuicio, había establecido su
domicilio en una modesta cuevita vecina de una vizcachera abandonada, en la cual vivía
la lechuza con su numerosa familia.
El cuis, apenas amanecía, iba a sus quehaceres, sin ruido, sin llamar para nada la
atención, yendo de mata en mata con asombrosa rapidez, tratando de evitar que algún
mal intencionado, perro, hombre o gavilán, lo viera a la pasada. Se mantenía con los
brotes nuevos del pasto del campo, viviendo asimismo en los mejores términos con la
oveja, que es de genio muy sociable. Ni siquiera probaba carne, ni comía insectos, y por
consiguiente la lechuza no se podía quejar de que le hiciera competencia.
Pues, asimismo, y a pesar de que cuando la veía, soñando en la puerta de su casa,
acurrucada e inmóvil, la saludaba siempre con la mayor urbanidad, esa señora
atrabiliaria, gritona, irascible y molesta, se despertaba por un largo rato de sus fúnebres
pensamientos, movía la cabeza como si se le fuese a destornillar, abría sus ojos
redondos, amarillos y escudriñadores, y mirándolo con rabia, lo perseguía con sus gritos
fatídicos, insultándolo como si hubiera sido un criminal, un sinvergüenza, un cachafaz,
un ladrón, un asesino, en vez de ser el pobre, como en realidad era, un buen padre de
familia, modesto, trabajador e inofensivo. Tanto que el terú-terú le preguntó un día a la
lechuza qué diablos le había hecho el cuis para que le tuviera tanta rabia.
-Nada -contestó ella-; pero
¿no basta que sea mi vecino?.

Los dos gallos y la polla

Un gallo hermoso y amable, comedido y de buenos modos, festejaba a una polla; no
desperdiciaba ocasión de probarle su cariño, escarbando el suelo para ella, dejándole las
mejores presas de las que podía lograr, todo con el solo anhelo de conseguir en
recompensa de sus atenciones una mirada de aprecio.

Ni siquiera le hacía caso la polla; si, por casualidad, le prestaba atención, era para
burlarse de él con sus compañeras.

Otro gallo que las frecuentaba, grosero, feo y mal educado, incapaz de prestar un
servicio, brutal en sus modos, también festejaba a la polla, si festejo se puede llamar el
trato que le daba, humillándola, haciéndola llorar de vergüenza y de rabia, burlándose de
ella, hasta atropellándola.

¡Misterios del corazón de las pollas!, con éste fue con quien se casó.

El oso hormiguero

Tendido al sol, inmóvil entre los yuyos, bien envuelto en su espeso traje negro listado de
blanco, luciendo magnífica cola del mismo género, el oso hormiguero gozaba de la vida.
Su mayor placer era, siendo él muy haragán, observar el trabajo de las hormigas
afanosas. Pasaba las horas enteras mirándolas; admiraba su ingenio, su constancia,
su actividad, su destreza, su fuerza, sus cualidades de administración y de economía;
pero, aunque sinceramente las admirase, nunca le había venido a la mente la idea de
imitarlas. Le parecía tan natural que otros trabajasen y él no; la ley del trabajo no
existía, según él, más que para cierta gente, predestinada probablemente por la
Naturaleza a penar en este mundo para la mayor satisfacción de unos pocos privilegiados
de la suerte.
Los hormigueros, de esto no cabía duda, no habían sido creados para trabajar. Sus uñas
largas, su pesadez natural para caminar, claramente lo indicaban, y también, aseguraba
él, su instintiva falta de ganas.
Pero hay que vivir, y aunque no trabaje uno, tiene que comer. No lo ignoraba el
hormiguero, y bien sabía que el que no produce tiene que vivir del productor; que sólo se
precisa encontrar para ello un medio que cuaje: y no se había quedado atrás.
Habiendo oído decir que a otros les bastaba vestir traje, lo mismo que él, negro con algo
de blanco, y tener, también como él, la lengua melosa, para vivir bien sin hacer nada,
tomó la costumbre, cuando tenía apetito, de estirar la lengua entre las hormigas;
y éstas, creyendo que era azúcar, se le pegaban en tropel y las tragaba con toda tranquilidad.