El chajá y los patos
Una bandada de patos estaba a punto de volar para otros
pagos; pero unos querían ir al
sur, diciendo que en vista de la estación calurosa que se
acercaba, se estaría mucho
mejor allá, con grandes lagos siempre llenos de agua, aun en
los días más fuertes del
verano.
Los otros porfiaban que, acercándose la cosecha del trigo,
era mucho mejor irse al norte,
a Santa Fe (habían leído sus informaciones en los diarios),
donde, decían, hay inmensos
sembrados; allá se podría anidar y empollar en las mejores
condiciones, por la
abundancia de grano que siempre queda en los rastrojos.
Ambas partes daban
excelentes razones a favor de su opinión, pero ninguna podía
convencer a la otra,
probando una vez más que, aunque digan, toda discusión es
inútil entre gente de opinión
contraria.
Por suerte apareció por el cañadón un chajá, y los patos
convinieron en someterle el
caso, comprometiéndose cada bando a acatar su laudo sin más
trámite. Los patos que
querían irse al sur, se acercaron los primeros, y después de
saludar al chajá, le dijeron:
-¿No
es cierto, señor chajá, que es al sur a donde debemos ir?
-¡Chajá,
chajá! -contestó sin vacilar el interpelado, y con un tono
de convicción que no
admitía réplica. Los patos, agradecidos, se pusieron en
marcha con rumbo al sur,
gritando a los compañeros:
-¿No
ven?
Pero los que querían ir al norte los dejaron salir solos y
preguntaron también al chajá:
-¿No
es cierto, señor chajá, que es al norte a donde debemos ir?
-¡Chajá,
chajá! -volvió a gritar el chajá con la misma convicción, y
los patos se fueron al
norte, persuadidos de que el chajá les daba la razón.
El chajá, muy prudente, había sabido evitar compromisos y
quedarse bien con todos.
La ostra madreperla y la ostra común
Con la misma ola vinieron a dar en la misma roca dos ostras,
hijas de la misma madre,
bien iguales al parecer, y se arreglaron lo mejor posible,
pegándose en la piedra para
vivir allí. Y crecieron, juntas, sin que nunca se les
ocurriera a ninguno de los
innumerables peces que diariamente pasaban por cerca de
ellas y tan bien creían
conocerlas, que pudiera haber entre ambas la mínima
diferencia.
-Son dos ostras, y nada más -decían los peces, con una mueca
de desdén-. Hasta que
vinieron los pescadores; al llegar a nuestras ostras se
abalanzaron ambos sobre una de
ellas, despreciando del todo la otra, y pelearon cuchillo en
mano para disputarse el único
objeto de su ambición.
Los pescados asistían atónitos a semejante trance,
llamándoles la atención, primero que
tanto pelearan esos hombres por una ostra, y más, que fuera
por una sola y no por la
otra.
-¿Por
qué no toman cada uno una, ya que son iguales? -decían.
-Es que -contestó una almeja muy versada en ciencias
sociales-, no son de ningún modo
iguales, aunque así lo parezcan. La igualdad no es cosa de
este mundo; y siempre la
madre perla, aun cuando su cáscara sea vulgar y fea, valdrá
más ella sola que toda una
multitud de ostras comunes.
La babosa
Deslizándose pesadamente entre las sombras de la noche,
evitando con mucho cuidado
el atravesar en descubierto las sendas iluminadas por los
rayos de la luna, la babosa se
arrastraba por el suelo, buscando en qué planta dejaría caer
su baba asquerosa.
Plantas espinosas de abrojo, plantas grises y feas de
cepa-caballo o de chamico
hediondo, ortigas y yuyos venenosos parecían solicitar sus
repugnantes abrazos, pero
pasaba ella como despreciándolas. Algo mejor quería.
Ensuciar lo sucio
¿para
qué?,
hubiera sido gastar en vano la baba de que anda tan bien
provista.
Y siguió su camino hasta encontrar un rosal cargado de
flores en el que trepó,
recorriendo todas las ramas; trabajo le dio, por cierto,
pero
¡qué
gloria, qué gusto,
qué deleite!, pudo ensuciar, sin dejar indemne una sola,
todas las hermosas rosas
espléndidamente abiertas por la primavera y perfumadas por
el sol.
Cóndor y chingolo
El cóndor en su poderoso vuelo remontó a la cima de la
montaña, se asentó en ella,
torció su horrible pescuezo desplumado y recorriendo todo el
horizonte con una orgullosa
ojeada, exclamó:
-¡Yo,
buitre, soy el centro del orbe!
Un gavilán, amodorrado en la punta de un poste del telégrafo
en plena Pampa,
contemplaba entre los párpados a medio cerrar el horizonte
lejano que por todas partes a igual
distancia lo envolvía, y despertándose, también
exclamó:
¡Yo,
gavilán, soy el centro
del orbe!
Pero también el carancho, asentado en la cima de un sauce,
viendo el horizonte amplio
de la llanura extenderse por igual trecho a todos lados,
gritó:
¡El
centro del orbe soy yo,
carancho!
El chimango, mientras tanto, dejó durante un rato de
rascarse los piojos para cerciorarse
desde lo alto de un poste del corral, de que, sin la menor
duda el centro del orbe era él,
pues no había más que fijarse en el horizonte para comprobar
el hecho. Y tanto se
convenció de que así era, que se lo dijo al chingolo.
Pero el chingolo, que no tiene ni una pluma de zonzo, no se
la quiso tragar sin ver; voló
para arriba, hasta lo más alto que le fue posible, y cuando
volvió a bajar, le gritó al
chimango:
¡Mentira,
el centro del orbe soy yo, bien lo acabo de ver!
Y no hay pájaro en este mundo, por chico que sea, que no
crea ser el eje de alguna cosa.
La vizcacha inexperta
Criticando, y con mucha razón, a sus padres, que pudiéndola
hacer grande y cómoda,
pues para ello habían tenido campo a discreción, habían
cavado una vizcachera que no
alcanzaba siquiera para toda la familia, una vizcacha joven
y entusiasta del progreso
exclamaba: »¡Pero
si es una barbaridad!, haber hecho tan pocos cuartos, tan
pequeños,
con puertas tan angostas que no puede uno pasar sino de
sesgo. Los zaguanes parecen
hechos en terreno dado de limosna, y es preciso haber tenido
poca previsión para no
pensar en que algún día la familia aumentaría. Yo, cuando me
establezca, voy a cavar
una vizcachera tan grande que ni en todo un siglo la van a
llenar mis descendientes.«
Así hizo, y habiéndose casado, empezó a cavar una cueva
inmensa, con bocas muy
grandes por todos lados, zaguanes anchos como para pasar
tres vizcachas de frente,
cuartos enormes, y en tal cantidad que hubieran cabido diez
familias de vizcachas, con
todos sus trastos y los mil cachivaches inútiles que suele
amontonar ese animal.
Y lo bueno fue que nuestra vizcacha no tuvo hijos, de modo
que parecía cementerio ese
gran caserón vacío. Nada más que para tenerlo limpio, se
hubiera necesitado una
multitud de sirvientes, y pronto se cansó de tanto trabajo.
Se tuvo que limitar a vivir en
cuatro de las piezas más reducidas y abandonó el resto de la
cueva. No faltaron entonces
alimañas de todas clases para apoderarse de lo que quedaba
desocupado; atorrantes y
vagos, gente de dudosas costumbres, bullangueros y ladrones,
sucios y de mal vivir,
que eran un peligro constante para la dueña de la cueva.
No prever ciertas necesidades del porvenir es malo, sin
duda; pero anticiparse a ellas sin
cordura, es peor.
Amor sincero
La nutria, con incontrastable emoción, se había fijado en
que el terú-terú, cada vez que
ella salía del agua y empezaba a cavar en la orilla del
cañadón, para buscar raíces o por
cualquier otro motivo, se venía disparando para estar a su
lado. Le hacía mil saludos,
estirando el pescuezo y moviendo la cabeza como títere,
gritando de alegría y no
dejándola ni un rato, mientras quedaba ella en tierra firme.
No tenía ni la menor duda de ser dueña absoluta del corazón
del terú-terú, y pensaba
que si él no se había todavía declarado, sólo debía de ser
por timidez.
Cuando la nutria volvía a zambullirse, el terú volaba hasta
la loma más próxima, donde
vivía otra gran amiga de él, que era la vizcacha. Y allí se
quedaba, cerca de la cueva,
esperando la oración, hora en que salía la vizcacha a tomar
el fresco, a comer y a cavar
la tierra. Cuando empezaba ella su trabajo, la rodeaba de
atenciones, rascando también
el suelo, como para ayudarla, diciéndole mil cosas,
haciéndole la corte.
Pero un día, la nutria lo sorprendió; no pudo dejar de
manifestarle su despecho;
y requirió de él declarase de una vez a cuál de ellas
prefería.
El terú tuvo que confesar que a ninguna de ellas, y que sólo
apreciaba como era debido
la fineza que para con él tenían ambas de proporcionarle
gusanos de todas clases, con
escarbar la tierra, la nutria en los bajos húmedos y la
vizcacha en la loma.
La boca da besos a la cuchara, pero no son de amor.
Pelea de gallos
Dos gallos peleaban: alrededor de ellos, las gallinas, en
rueda, seguían las peripecias del
combate, ignorantes del motivo que podrían haber tenido para
andar tan enojados.
Y cuando, ensangrentados, ambos dejaron de combatir y se
retiraron, rodeado cada uno
de las gallinas que más quería, éstas, tímidas, les
preguntaron por qué habían peleado
con tanto encarnizamiento.
Y cada uno por su lado, erguido, contestó: »porque tenemos
púas.«
De la cintura a la mano salta solo el cuchillo; mejor
dejarlo en casa.
El hornero y la palma
Una paloma doméstica alababa su habitación, tan cómoda y tan
abrigada y hasta con
nidos hechos de antemano. El agua, la comida abundante y
variada, allí nada le faltaba,
y sin trabajo casi, podía pasar en su casa la vida más feliz
y más tranquila.
Entre los que la escuchaban estaba el hornero, ese pájaro
tan modesto en el vestir, tan
hábil y tan asiduo en el trabajo, de costumbres tan
sencillas y tan francas, que nunca
pide nada a nadie y todo lo espera de sí mismo, y cuya risa
sonora tan lindamente
celebra sus alegrías, cuán abiertamente se burla de las
necedades del prójimo. Y con
riesgo de escandalizar a los que con los ojos, redondos de
admiración, quedaban
considerando a la paloma como un ser digno de envidia, se
rió a carcajadas de lo que ella
decía. Él, dijo, no tenía más que una casita de barro,
edificada con mucho trabajo en un
poste del telégrafo, y que siempre necesitaba composturas; a
veces tenía que ir lejos a
buscar los materiales; nadie, por supuesto, pensaba en
prepararle la comida y vivía de lo
que encontraba por allí. Tenía que formar nido para sus
pichones y no podía costear
sirvienta, ni cuando su señora estaba empollando; y asimismo
no cambiaría, decía, su
suerte por la de esta pobre paloma con su vivienda edificada
a todo costo y con todas las
comodidades de que la rodeaba el hombre. »Mi casa es un
rancho, agregó, pero el
rancho es mío; no viene el dueño de casa a apoderarse de mis
pichones, como si fuesen
de él, con el pretexto de que da de comer a los padres.«
»Del palacio ajeno que a tan alto precio arrienda la pobre
esclava, la echarán cuando
quieran; mientras defenderé yo, dueño, hasta la muerte, mi
pobre rancho de barro.«
Aun pequeña, la propiedad enaltece.
Las colmenas
No hay peor enemigo que el de tu oficio.
En el fondo de un jardín había tres colmenas, cuyas abejas
trabajaban con igual empeño,
pero no con igual éxito, sencillamente por estar una de las
colmenas un poco más al
reparo del sol y del viento que las otras.
Los tres enjambres eran del mismo origen, y todas las abejas
parientas; pero no por esto
se ayudaban de colmena a colmena, y cada familia trabajaba
sola para sí, con guiñadas
de envidia, más bien que de cariño, a las vecinas.
Una primavera de muchas flores, la colmena mejor situada se
apresuró a desparramar en
los alrededores su ejército de obreras y dio tal empuje a
los trabajos, que se llenó de
miel hasta más no poder, afirmando victoriosamente su ya
afamada prosperidad.
No pudo hacer lo mismo la que estaba a su lado, porque, no
siendo su exposición tan
favorable, no tuvo bastante calor para apresurar el
nacimiento de sus obreras; y cuando
éstas ya pudieron salir, las flores escaseaban. Apenas se
pudo juntar en esa colmena
bastante miel para evitar el hambre durante el invierno, y
las abejas de la colmena rica,
al ver a sus vecinas cabizbajas y flacas, pronto dieron a
conocer su indiscreta alegría que
no tanto su propia prosperidad, como la desgracia ajena, las
llenaba de gozo.
Y quizá se mueren de tristeza las abejas pobres a no ver al
otro lado, completamente
arruinada, la tercera colmena, con sus habitantes muriéndose
de necesidad, lo que fue
para ellas el gran consuelo que les permitió sobrellevar su
propia pobreza.
El escarabajo y el picaflor
Cada uno, en este mundo, tiene su modo de ser, sus
cualidades y sus defectos.
El escarabajo es útil, el picaflor es bonito.
Pero el escarabajo no se contentaba con ser útil, y que se
tuviera consideración por su
trabajo; envidiaba al picaflor, de quien todos ponderaban la
gracia y la gentileza,
la hermosura y el brillante plumaje; no perdía ocasión de
rebajar sus méritos, creyendo
seguramente así ensalzar los propios. Todo lo que hacía el
picaflor era criticado por el
escarabajo, y hasta sus buenas acciones eran dictadas, al
oírle, por la vanidad o por el
interés.
-Es un haragán presumido; incapaz de trabajar; saquea a las
flores, pero no sabe hacer
miel. Bien mirado, no sirve para nada; dicen que es bonito;
será, pero no piensa sino en
lucirse y acaba por dar rabia el ver a ese atolondrado andar
de flor en flor, festejándolas
a todas y haciéndose el delicado hasta no tocarlas sino con
la punta del pico. Yo no soy
así, señor -agregaba-; siempre trabajo calladito, sin tratar
de lucirme más que por mis
esfuerzos en llevar a cabo mi ruda tarea de estercolero.
Pero también todo el mundo
sabe cuánto más vale un escarabajo que un picaflor.
Y así lo creía él.
La lechuza y el zorro
Durante una ausencia de la lechuza, el zorro le comió los
huevos. Al volver ella a la
cueva donde tenía el nido, hizo mil conjeturas sobre quién
podría haber sido. El lagarto le
era sospechoso y también la comadreja; el zorrino era muy
capaz y el hurón bastante
aficionado; varios otros bichos había a cual más ladrón y
para quienes especialmente los
huevos eran un manjar predilecto, y la pobre lechuza,
deplorando su descuido, no sabía
a quién echar la culpa.
No dejó de cruzar por su mente dolorida como una fugitiva
idea que bien podía ser el
zorro, pero la rechazó casi con indignación contra sí misma,
al acordarse que el zorro era
su propio compadre, y aunque algunos le aseguraron que era
un gran cachafaz, no lo
quiso creer capaz de semejante fechoría.
Y lo consultó, al contrario, sobre las medidas más
conducentes a evitar en el porvenir la
misma desgracia.
El zorro, muy comedido, se prestó a ello con la mejor
voluntad, indicó mil medios,
precauciones complicadas combinaciones de puertas y de
cerraduras, y de estas últimas
se guardó, sin decir nada, las llaves duplicadas.
El zorrino manso
Amanzado desde cachorrito, un zorrino vivía en una casa, en
medio de la familia y de los
animales domésticos, causando la admiración de todos por la
decencia con que se
portaba, sin dejar escapar jamás el mínimo olor a...
zorrino.
Dedicaba su mayor amistad a los niños de la casa y a un
cusquito que siempre andaba
con ellos.
Y con la cabecita levantada como si buscara algo,
olfateando, corría el zorrino por todas
partes, se dejaba acariciar, comía carne en la mano del amo,
entraba en el rancho, todo
sin dejar sospechar siquiera que fuese capaz de hacer lo que
tan bien hacen sus
semejantes.
Pero un día, mientras estaban jugando los niños, el cusco y
él, revolcándose en un
montón en la tierra del patio, los vio un perro grande de
afuera, que había venido con
una visita; y se quiso entrometer y jugar él también.
Toscamente se abalanzó y ladró. El cusco, creyendo que lo
quería morder, se asustó,
los niños echaron el grito al cielo y quisieron disparar, y
el zorrino, olvidándose de su
esmerada educación para acordarse sólo del peligro
inminente, soltó por todas partes su
chorro hediondo, perfumando con él lo mismo al intruso que a
los niños y al cusco; y el
amo, que estaba en la cocina tomando mate con la visita,
frunció la nariz y dijo:
»¡Qué
olor a zorrino!« sin acordarse en el primer momento de que
al zorrino mejor
amansado le puede volver la maña el día menos pensado.
La rosa, el picaflor y la mariposa
El ruiseñor, cansado de pasar hambre, había llevado a otros
pagos su guitarra y sus
cantos; la rosa, el picaflor y la mariposa, no teniendo los
medios de seguirlo, habían
pensado en sacar de sus dotes naturales la fortuna que tanta
gente sin talento saca de
oficios deslucidos y sin arte. Pensaron en ofrecer a los
seres desprovistos de los adornos
que embellecen, las pedrerías y el esmalte, los perfumes y
la gracia que con prodigalidad
les había deparado la Naturaleza.
No dudaban del éxito y calculaban de antemano los montones
de dinero que les iba a
valer esa luminosa idea. Pensaban desquitarse pronto del
desprecio que les manifestaban
todos los insectos que fabrican o producen algo de lo que se
vende, y los que saben
aprovechar el trabajo ajeno.
Abrieron un bazar de artículos de lujo, y la mariposa
ofreció polvos de oro al gusano de
seda. Éste, buen obrero, pero de toscos modales, contestó
con una mueca: »¿Para
qué
quiero yo polvos de oro?.«
La rosa les ofreció algo de su perfume a las flores del
repollo, buenas campesinas
ignorantes y groseras, que se taparon las narices como
escandalizadas.
El picaflor recorrió las calles con una caja llena de
pedrerías hermosas, ofreciéndoselas a
los chingolos que encontraba. Pero los chingolos, muchachos
locos y sin instrucción,
les preguntaban si eran para comer; y al saber que no eran
granos, alzaban el vuelo
mofándose del importuno.
Pronto se fundió el boliche; se tiraron en remate por menos
que nada las preciosas obras
de arte de los socios; y los tres estuvieron en la miseria.
Muchos años después, comprendió la gente lo que se les debía
y consagró su memoria.
Consuelo desconsolador para los artistas hambrientos.
El gato montés y la nutria
La nutria aseguró un día al gato montés que podría ella
pescar muchos más peces de lo
que hacía, y que, si se contentaba con pescar sólo los que
necesitaba para su consumo,
era porque no sabía dónde guardarlos. Confesó, que le daba
lástima tener que
desperdiciar tanta riqueza, pero todavía le parecía mejor
dejar vivos los peces que
tirarlos sin provecho para nadie. Asimismo suspiró, »¡cuánto
siento no poder guardar
algo de lo que hoy podría economizar para cuando la vejez me
impida trabajar!.«
El gato, a quien tanto gusta el pescado y que casi nunca
puede lograrlo, al momento
comprendió qué horizontes se abrían ante él, y dijo: »¿Podría
usted cazar los peces sin
matarlos?«. -¡Cómo
no! -contestó la nutria; casi sin lastimarlos. -Bien;
entonces, dijo el
gato; hagamos un negocio. Conozco yo un vivero natural,
escondido entre las rocas,
inaccesible para los pescadores, a donde me comprometo a
llevar los pescados que usted
me entregue; y allá se reproducirán de tal modo, que cuando
la vejez le impida trabajar,
usted tendrá a mano pescado para toda la vida.
-¿De
veras se reproducirán tanto?
-¡Quién
lo duda! -contestó el gato con el entusiasmo arrebatador de
un cuentero del tío-.
¡Ciento
por ciento! y garantido por mil exclamó, no sin orgullo.
La nutria quedó convencida; la ilusión embriaga, y
contentándose con esa garantía que
tan generosa como verbalmente le daba el gato, empezó a
entregarle con regularidad
ada día el más lindo pescado de los que había tomado. El
gato se lo llevaba; se internaba
en el monte, y ¡quién, entonces, lo hubiera visto almorzar!
Cuando asomó la vejez, la nutria quiso conocer el vivero y
empezar a aprovechar su
reserva de pescados, que el gato siempre le ponderaba.
Pero, un día con un pretexto, otro día con otro, el gato
siempre prorrogaba la
inauguración, y cuando ya no le fue más posible echarse
atrás, desapareció.
La nutria se convenció, algo tarde, de que cuanto más fuerte
es el interés, menos seguro
está el capital.
Los gatitos en la escuela
Una gata vieja, experimentada profesora, con los anteojos
bien asentados sobre la ñata,
explicaba a toda una aula de gatitos que era muy feo el
mentir; que un gatito bien
educado nunca debía robar la leche; que era un gran pecado
el ser goloso, y que si era
muy bien el cazar lauchas y aun comerlas, se debía evitar en
lo posible hacerlas sufrir
inútilmente, como lo solían hacer tantos gatos chicos y
grandes.
Y la maestra agregó: »Bien segura estoy de que nunca en casa
de sus padres, ninguno
de ustedes ha visto tan malos ejemplos...« -¡Nunca,
jamás! señorita -exclamaron a la
vez todos los gatitos-. Bien -dijo la maestra-; pero puede
ser que por casualidad los
hayan visto en otras partes... -¡Sí,
señorita, los hemos visto! -gritaron-.
¡Oh!
¿y
dónde? -
preguntó la gata, con una sonrisa-. En casa de
Fulano, señorita-. Y cada gatito nombró la
familia de algún otro alumno.
El toro y la argolla
Un toro, de abolengo regular no más, había nacido con un
genio temible; desde chico
todo lo volteaba en el tambo y en el pesebre: nadie se le
podía acercar, y el amo, al
verlo tan indomable, desesperaba de poderlo jamás preparar
para la venta.
Pero se le ocurrió, un día, hacerle ver que todos los toros
más finos del rodeo tenían de
adorno una argolla en la nariz; y hasta le dejó entender,
mintiendo, que era de oro y que
era la señal para distinguir a la torada decente de la de
medio pelo.
El toro, que ya se disponía a cornear, se contuvo, miró,
observó y vio que era cierto, y se
quedó quieto durante un rato para permitir que el amo le
colocase a él también la
argolla. Cuando la tuvo puesta, quiso seguir embromando,
pero sintió que de la argolla,
a cada gesto, lo tironeaban y tanto le dolía que pronto tuvo
que aflojar y someterse.
La lisonja es un gran domador.
Los dos carneros
Los carneros, en una majada, celosos y peleadores, habían
criado uno para con el otro
un odio tremendo. No se podían ver; hablaban pestes uno de
otro y no se podían
encontrar sin soltarse alguna grosería o por lo menos una
ojeada de esas que morderían
si los ojos tuvieran dientes.
Asimismo nunca se habían atrevido a pelear uno con otro, y
quizá por no haberse
descargado la tormenta, era por lo que andaba tan pesada la
atmósfera.
Un día por fin reventó. Una palabra más fuerte, una mirada
más insultante, o quizá
sencillamente el viento norte, y se desplomó una tempestad
de topadas.
¡Y
fuertes!, no de esas topaditas de carnero mocho que son de
pura parada, sino topadas
de carneros aspudos, que suenan y duelen. Al fin ambos se
cansaron sin haber cedido
ninguno; y desde entonces mantuvieron entre sí una amistad
inviolable y hasta
edificante por lo desinteresada que era.
De la topada, la amistad.
El capón flaco
En el chiquero disparaban por todos lados los capones,
sintiéndose amenazados por el
ojo certero y la mano vigorosa del resero; y tanto más
gordos se sentían, más asustados
andaban.
Entre ellos estaba un capón bastante viejo, que los
compañeros se admiraban de ver tan
tranquilo en semejante trance.
¿Por
qué privilegio singular había llegado a su edad sin haber
caído jamás en la volteada?
Su lana era linda, su tamaño regular; sólo su estado de
gordura quizá dejaría que
desear; y efectivamente parecía más bien delgado.
El resero ni lo revisó siquiera; a la simple vista se dio
cuenta de que no valía la pena
mirarlo de más cerca, y lo dejó tranquilo.
Un caponcito de los a quienes todavía no podía tocar la
suerte, oyó entonces que el
dueño de la majada decía al resero, señalando al capón
viejo: »A ese animal le voy a
poner cencerro, pues nunca lo podré vender; nunca lo he
visto gordo; apenas a veces ha
llegado a ser regular. No sé lo que tendrá, pues no parece
enfermo.«
Y preguntó el caponcito al capón viejo cuál era su secreto
para haber evitado la suerte de
todos los demás.
El viejo le contestó que, habiéndose fijado en que cuanto
más llamaban la atención sus
compañeros por su estado de prosperidad, más expuestos
estaban a ser apartados por
gente desconocida que no podía tener buenas intenciones,
había formado desde chico la
resolución de no lucirse nunca demasiado, de comer solamente
para sostenerse en buena
salud y quedar en un estado modesto, casi humilde, para no
atraerse desgracias. »Y ya
ves el resultado; he pasado la vida muy tranquila, sin
sobresaltos de ningún género,
y hasta honores me van a conceder, ya que está el amo por
ponerme campanilla.«
La araña
La araña había tendido su tela en lugar muy propicio para
cazar moscas. Al cabo de un
rato cayó en la tela, no una mosca, sino un soberbio moscón,
y la araña, alegremente
ansiosa, lo miraba con toda su atención, estirando los hilos
de la tela, esperando el
momento oportuno para abalanzarse sobre el cautivo y
despedazarlo.
Pero el moscón era bravo y fuerte; empezó a sacudir toda la
tela, como Sansón el templo
de Baal, y pronto vio la araña que para conservar la presa
era de toda necesidad tender
sin demora otros dos hilos principales, de la orilla de la
tela hasta la rama en que estaba
atada.
La araña es mezquina; le pareció mucho el gasto. Es cierto
que el moscón era lindo y
valía la pena; presas así no se agarran todos los días; pero
también dos hilos más, y de
los gruesos,
¡amigo!
es mucha plata, y quiso creer que podía pasarlo sin ellos.
No esperó mucho rato el resultado; el moscón se fue con tela
y todo, y la araña quedó
colgando de un hilo, por suerte.
Ni voraz, ni mezquino: ni loco, ni tonto; sólo es juicioso
el que sabe medir el gasto con el
provecho.
La víbora y el zorro
En medio de una majada en parición andaba la víbora buscando
cómo colgarse de la teta
de alguna oveja para llenarse de leche, dando de chupar al
cordero, como suele hacer,
la punta de la cola para engañarlo, cuando oyó el balido de
un cordero que se acababa
de despertar; y al ratito, la voz de la madre que le
contestaba.
No veía a la oveja; estaría detrás de una mata de paja que
allí había, y la víbora se
deslizó despacio para mirar y topó con el zorro, quien,
imitando a las mil maravillas el
balido de la oveja parida, trataba de hacerse seguir por el
corderito hasta alguna cueva
de donde éste no saldría más.
Al ver la cara atónita de la víbora, soltó la risa el zorro:
»¿Qué
le parece la ovejita,
comadre?...«
»¡Eh!
¿Qué
quiere?, cada uno se las compone como puede.«
Algunos días después, el zorro, en ayunas, oyó el canto de
un pájaro entre el matorral:
»más vale, pensó, chingolo que nada« y fue despacito hasta
donde oía el canto. Y topó
con la víbora, quien, imitando a las mil maravillas el
silbido de los pajaritos, trataba de
indicarles el camino de su garganta.
Al ver la cara atónita del zorro, la víbora soltó la risa: »¿Qué
le parece la calandria,
compadre?...
¡Eh!
¿qué
quiere? cada uno se las compone como puede.«
-¿De
qué vive Fulano? -De trampas. -¿Y
tú? -También.
Hasta el pícaro tiene que vivir en este mundo.
El perro y el zorro
El zorro, viendo que se hacía cada día más difícil penetrar
en los gallineros por lo bien
que los perros los guardaban, trató de utilizar los recursos
de su diplomacia para
conseguir por astucia lo que la violencia ya no le podía
dar. Se acercó con mil zalamerías
al guardián de un gallinero, que lo era un gran perro danés
con cara de pocos amigos.
Gruñó el perro al verle; no se levantó, pero le indicó,
mostrándole sus soberbios
colmillos, que tenía muy poco gusto en recibir su visita. El
zorro se hizo tan humilde, tan
pequeño, lo saludó con tanta urbanidad, pidiéndole con
insistencia que le permitiese una
palabra, que el perro al fin le dijo que hablara. Y después
de muchas circunlocuciones,
el zorro le insinuó que podrían hacer juntos un brillante
negocio; que lo único que tendría
que hacer el perro sería fingir el sueño, mientras él
sacaría del gallinero las gallinas y los
pavos, dándole después al perro su parte en dinero o de
cualquier otro modo.
El perro se hubiera podido levantar indignado y pegarle algo
más que un susto al zorro;
pero, como sabía que el abrojo no produce rosas, la
propuesta no lo tomaba de sorpresa;
se contentó con decirle que no era pan para él y le enseñó
el campo.
El zorro se mandó mudar, más bien un poco ligero, por lo que
podía suceder; y una vez
en la cueva, pensó que un perro de tanta honradez debía de
ser de poca viveza.
Con esta idea en la cabeza, lo fue a ver otro día. Se acercó
a él arrastrando una bolsa
bien cerrada y bastante pesada, y le dijo: »Señor perro,
aquí traigo un pavo gordo que
me acaban de regalar; como mi cueva está algo retirada y
tengo que hacer una
diligencia, le pido por favor que me lo guarde; si no lo
vengo a reclamar mañana, será
suyo sin más trámite. Lo que sí, como garantía, le pediré
que me entregue un pollo que
le devolveré cuando le venga a pedir el pavo.«
El perro olfateó un momento la bolsa y tomándole olor a
osamenta vieja, se levantó
enojado: »¡So pícaro!« le gritó.
El zorro ya estaba lejos. Una vez en la cueva, pensé que
debía de ser un caso raro el de
ese perro danés, honrado bastante para no engañar a nadie, y
bastante vivo para no
dejarse engañar.
El cuis y la lechuza
Un cuis, bien incapaz por cierto de hacer a nadie ningún
perjuicio, había establecido su
domicilio en una modesta cuevita vecina de una vizcachera
abandonada, en la cual vivía
la lechuza con su numerosa familia.
El cuis, apenas amanecía, iba a sus quehaceres, sin ruido,
sin llamar para nada la
atención, yendo de mata en mata con asombrosa rapidez,
tratando de evitar que algún
mal intencionado, perro, hombre o gavilán, lo viera a la
pasada. Se mantenía con los
brotes nuevos del pasto del campo, viviendo asimismo en los
mejores términos con la
oveja, que es de genio muy sociable. Ni siquiera probaba
carne, ni comía insectos, y por
consiguiente la lechuza no se podía quejar de que le hiciera
competencia.
Pues, asimismo, y a pesar de que cuando la veía, soñando en
la puerta de su casa,
acurrucada e inmóvil, la saludaba siempre con la mayor
urbanidad, esa señora
atrabiliaria, gritona, irascible y molesta, se despertaba
por un largo rato de sus fúnebres
pensamientos, movía la cabeza como si se le fuese a
destornillar, abría sus ojos
redondos, amarillos y escudriñadores, y mirándolo con rabia,
lo perseguía con sus gritos
fatídicos, insultándolo como si hubiera sido un criminal, un
sinvergüenza, un cachafaz,
un ladrón, un asesino, en vez de ser el pobre, como en
realidad era, un buen padre de
familia, modesto, trabajador e inofensivo. Tanto que el
terú-terú le preguntó un día a la
lechuza qué diablos le había hecho el cuis para que le
tuviera tanta rabia.
-Nada -contestó ella-; pero
¿no
basta que sea mi vecino?.
Los dos gallos y la polla
Un gallo hermoso y amable, comedido y de buenos modos,
festejaba a una polla; no
desperdiciaba ocasión de probarle su cariño, escarbando el
suelo para ella, dejándole las
mejores presas de las que podía lograr, todo con el solo
anhelo de conseguir en
recompensa de sus atenciones una mirada de aprecio.
Ni siquiera le hacía caso la polla; si, por casualidad, le
prestaba atención, era para
burlarse de él con sus compañeras.
Otro gallo que las frecuentaba, grosero, feo y mal educado,
incapaz de prestar un
servicio, brutal en sus modos, también festejaba a la polla,
si festejo se puede llamar el
trato que le daba, humillándola, haciéndola llorar de
vergüenza y de rabia, burlándose de
ella, hasta atropellándola.
¡Misterios
del corazón de las pollas!, con éste fue con quien se casó.
El oso hormiguero
Tendido al sol, inmóvil entre los yuyos, bien envuelto en su
espeso traje negro listado de
blanco, luciendo magnífica cola del mismo género, el oso
hormiguero gozaba de la vida.
Su mayor placer era, siendo él muy haragán, observar el
trabajo de las hormigas
afanosas. Pasaba las horas enteras mirándolas; admiraba su
ingenio, su constancia,
su actividad, su destreza, su fuerza, sus cualidades de
administración y de economía;
pero, aunque sinceramente las admirase, nunca le había
venido a la mente la idea de
imitarlas. Le parecía tan natural que otros trabajasen y él
no; la ley del trabajo no
existía, según él, más que para cierta gente, predestinada
probablemente por la
Naturaleza a penar en este mundo para la mayor satisfacción
de unos pocos privilegiados
de la suerte.
Los hormigueros, de esto no cabía duda, no habían sido
creados para trabajar. Sus uñas
largas, su pesadez natural para caminar, claramente lo
indicaban, y también, aseguraba
él, su instintiva falta de ganas.
Pero hay que vivir, y aunque no trabaje uno, tiene que
comer. No lo ignoraba el
hormiguero, y bien sabía que el que no produce tiene que
vivir del productor; que sólo se
precisa encontrar para ello un medio que cuaje: y no se
había quedado atrás.
Habiendo oído decir que a otros les bastaba vestir traje, lo
mismo que él, negro con algo
de blanco, y tener, también como él, la lengua melosa, para
vivir bien sin hacer nada,
tomó la costumbre, cuando tenía apetito, de estirar la
lengua entre las hormigas;
y éstas, creyendo que era azúcar, se le pegaban en tropel y
las tragaba con toda
tranquilidad.
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