Jerarquía
En este mundo, amigo, tiene que haber poderosos y débiles,
ricos y pobres, gordos y
flacos, hermosos y feos, amos y sirvientes, mandones y
mandados. Ha sido, es así y será
así siempre y en todas partes del mundo.
Así le decía un cerdo cebado, gordo y lustroso, a un pobre
cerdo de campo, puro huesos
y cuero peludo, para infundirle el respeto que consideraba
serle merecido, por el permiso
generosamente otorgado de tomar de su comedera una que otra
espiga de maíz. Y el
cerdo flaco, haciéndose el convencido, miraba con inmensas
ganas de reírse a ese ser
informe, incapaz de moverse; y pensaba entre sí: »¡Si
será posible que ese fenómeno
críe orgullo!
¡No
te hinches, que vas a reventar!«. Pero quedaba muy serio, y
el cerdo
cebado no podía leer semejante pensamiento en sus ojos
humildes.
Mientras tanto, en el patio, un perro grande miraba
desdeñosamente a un cusquito que
pasaba cerca de él, la cola entre las piernas y los ojos
suplicantes para que no le pegase.
Y una vez evitado el peligro, el cusquito se fue algo lejos
a echarse, y miraba de reojo al
otro, diciendo entre sí: »¡Qué
lástima que seas tan tonto como sois de grande, de grueso
y de fuerte!«. Y en el fondo de sus ojos brillaba una
lucecita burlona y alegre que por la
distancia no podía ver el perro grande, no siendo tampoco
bastante perspicaz para
adivinarla...
En los montes, el tigre llamó al gato de servicio para darle
una orden, que más que
orden, por el tono parecía reprensión, y respetuosamente se
cuadró el gato, escuchando
con atención lo que le gritaba el superior; y éste ni nadie
hubiera podido ver, ni siquiera,
sospechar, que detrás de esos ojos inmóviles y fríos había
todo un poema de burla
íntima, impenetrable y penetrante.
El gusano, al esconderse en el leño se mofa del bien-te-veo
y de su grito amenazador;
y la lombriz, humilde y fea, se burla de la mariposa, joya
de la naturaleza; y la lechuza,
del águila; el enano, del gigante; el jorobado, del Adonis.
Demasiado desgraciados serían los pequeños, los débiles, los
humildes, los pobres, los
feos, los que siempre obedecen y nunca mandan, si no
tuvieran el inocente consuelo de
poderse reír a su gusto, solos o entre sí, de los grandes y
de los fuertes, de los orgullosos
y de los que lucen su belleza, de los que siempre mandan y
siempre son obedecidos.
-¡Ríanse,
ríanse...!
¡Pero
que no los vayan a ver!
El mono y la cinta elástica
Un mono entró por una ventana abierta en casa ajena y
encontró colgada de un clavo
una cinta elástica. La tomó de la punta, la estiró, y al
soltarla sin pensar, vio que pegaba
fuerte en la pared. Le gustó el juego; la estiró más y más,
pegando así cada vez más
fuerte en la pared.
Entonces pensó en estirarla con toda su fuerza para ver
hasta dónde podría alcanzar y
quién sería más fuerte, si él o la cinta. Estiró, estiró; la
cinta se iba poniendo larga y más
larga, pero se adelgazaba y también empezaba a resistir. El
mono tiraba siempre, pero
algo como un recelo íntimo le aconsejaba la prudencia, y
parecía decirle no abusar, no
tirar hasta el último límite. La cinta ya casi no daba; el
mono se sentía a la vez, y no sin
cierto deleite, tentado de seguir y con cuidado; daba
tirones todavía, pero pequeños, y el
instintivo temor de algo que, sin que supiera bien qué, le
parecía poder ocurrir,
exacerbaba su gozo.
Al fin, y cediendo a ganas casi enfermizas de tentar la
suerte, dio una sacudida más y
¡zas!
recibió en un ojo, con una fuerza bárbara, el clavo sacado
de la pared por la cinta
elástica.
Quedó tuerto, pero un poco más juicioso... dicen.
¿Quién
sabe?
La hormiga y su fortuna
La hormiga, después de haber trabajado muchos años, con
constancia y empeño sin
igual, ella y toda la familia, se encontró con una gran
fortuna. En los primeros tiempos,
a medida que iba levantándose su posición, iba también
creciendo el clamor de los fieles
amigos, de estos que no pudiendo jamás alcanzar el éxito,
siempre le ladran por detrás;
encontrando bien culpables por cierto los medios que tenía
de enriquecerse, ya que no
sabían ellos emplearlos.
Cuando de rica se hizo poderosa, los clamores hubieran
podido ser peligrosos y se
volvieron simples cuchicheos; pues, si bien hay que rebajar
siempre un poco lo que no se
puede igualar, es preciso hacerlo con prudencia. Y cuando se
hubo cansado la gente de
machacar sin cesar las mismas maledicencias se le ocurrió a
la lombriz exclamar una vez
en una reunión: »¡Cuando
pienso que a mí me debe la hormiga todo lo que tiene!«.
Los circunstantes la miraron con cierto asombro, y ella
prosiguió: »¡Y
cómo no!
¿no
se
acuerdan ustedes que cuando llegó aquí, pobre, sin nada,
desamparada, le facilité para
que descansara, un agujero que yo misma acababa de hacer?«.
-Es cierto, dijeron todos, y pronto se acordaron de lo que
habían hecho para la hormiga,
en otros tiempos, cundiendo en la mente de cada uno la idea
de que a él le debía, si no
toda su fortuna, por lo menos gran parte de ella. Hasta la
misma araña se alabó de
haberla dejado trabajar en paz, cuando muy bien la hubiera
podido prender en su tela;
y no hubo mosca, moscón o mosquito, gusano ni escarabajo,
que no se atreviese a
afirmar que sin él la hormiga todavía sería pobre.
Los dos perros y el ladrón
Los perros habían sido encargados de cuidar una casa durante
la ausencia de los amos.
Uno de ellos, creyendo así hacerse valer, no perdía ocasión
de ladrar furiosamente.
Cualquier pretexto le era bueno. Si alguno pasaba por la
calle, agachaba la cabeza hasta
el suelo, metía el hocico contra la rendija de la puerta y
se desgañitaba ladrando.
El otro perro, después de comer su ración, se había
pacíficamente arrollado en un rincón
del patio, de donde podía, de una ojeada, ver todo lo que
pasaba en la casa y se
quedaba dormitando, sin hacerle caso al compañero, ni a sus
gritos.
De repente apareció en el patio un hombre con un palo en la
mano; era un ladrón,
que sabiendo que los amos no estaban en la casa, había
saltado por la pared del fondo y
venía a ejercer sus talentos.
El perro gritón, al verlo, corrió hacia él, ladrando más
fuerte que nunca; pero el ladrón
levantó el palo y antes que lo hubiera dejado caer, el perro
había disparado hasta el
fondo del jardín, no con ladridos de guapo ya, sino con
gritos agudos y despavoridos,
como si estuviera herido de muerte.
Se sonrió el intruso y se dirigió hacia el otro perro que,
parado y gruñendo, mostraba los
colmillos. Éste no caviló mucho tiempo; al ver al hombre
cerca, con el palo levantado,
se abalanzó sobre él, y agarrándolo de la garganta, lo
volteó enseñándole que más
muerde el perro callado que el que mucho ladra.
El triunfo del zorro
Volvían de una guerra sangrienta todos los animales de pelea
y se dirigían al sitio donde
se debía hacer la distribución de medallas. Al frente del
ejército marchaba el tigre
rodeado de su brillante estado mayor; pero muchos de los más
valientes guerreros
faltaban de las filas, habiendo muerto en rudos combates.
Muy cerca del tigre caminaba el zorro, tomando aires de
conquistador que poco
concordaban con la fama de... prudente que tenía, y todos,
al ver pasar la comitiva,
se admiraban de verlo tan erguido y dándose tanto corte como
los animales de más
reconocido valor.
¿Habrá
realmente peleado mucho? se preguntaban todos. Y hasta se
atrevió a
preguntarle a él mismo el zorrino si de veras era candidato
a la medalla, y en qué hechos
de guerra se había distinguido.
-Amigo -le contestó el zorro-, la guerra ya pasó; cada cual
ha cumplido con su deber.
Decirle los hechos sería largo y molestaría mi natural
modestia. Bástele saber que aquí
estoy entre los sobrevivientes, y que sólo los muertos no
caben en la lista de ascensos.
La comadreja y el zorro
La comadreja vivía muy tranquila en una cueva donde había
establecido su comercio de
huevos; siempre tenía buen surtido, completo y variado de
huevos frescos. No faltaban
malas lenguas para asegurar que iba al mercado... de noche,
y que todo lo que vendía
era robado; pero nadie lo podía probar, y por fin el
comercio es comercio. Lo cierto es
que con todos se entendía muy bien, sabiendo evitar disputas
y pleitos hasta con sus
competidores: el zorrino, el hurón, el lagarto y demás
negociantes en huevos. Buena
madre, por lo demás, criaba con esmero a su numerosa prole,
dando así el más alto
ejemplo de moralidad.
Un día cundió la noticia entre el vecindario de que el
zorro, de oficio procurador, muy
versado en leyes, más aún, avezado en trampas, iba a honrar
la población con fijar en
ella su domicilio; famoso era el zorro por los pleitos que
había ganado, algunos contra
toda justicia; y los vecinos, alborotados, contaban
maravillas de su astucia y de sus
vivezas, y de su ciencia de jurisconsulto, capaz de enredar
al juez más recto.
La comadreja no aplaudía con los demás. Se puso los
cachorros en la panza y se mandó
mudar a otra parte. »Buen abogado, mal vecino«, contestó a
los que le preguntaban por
qué se iba.
La gallina y la perdiz
Fuera del cerco de la quinta, como para tomarle, siquiera
una vez por casualidad, el olor
a la libertad del campo abierto, andaba la gallina. No sin
un pequeño recelo al zorro, lo
justito para aguzar el gusto, escarbaba la tierra virgen,
gozando el raro placer, en medio
de su vida abundante, de arrancar con mucho trabajo el
escaso alimento que puede
proporcionar el suelo sin cultivo: algún pequeño grano de
hierba silvestre y amarga,
algún insecto flaco, de más cáscara que carne.
No muy lejos del palenque, atreviéndose casi en el dominio
del hombre cruel y de los
perros sin piedad, en la esperanza de lograr algunos de esos
productos ricos del trabajo
humano, un grano de maíz, trigo o cebada, o algunos de estos
insectos gordos y
repletos, de pura carne blanda y sabrosa que sólo se crían
en tierra bien abonada y que
el arado saca al sol, andaba la perdiz, temerosa, sabiendo
que al dejarse llevar así por el
hambre, arriesgaba la vida en medio de mil peligros.
Ambas se encontraron, y después de pasado el período de las
miradas filiadoras y más
bien malévolas, que nunca faltan entre gente desconocida,
empezaron a conversar,
haciéndose primero preguntas y bien pronto confidencias.
La gallina le contó a la perdiz como desgracia sin igual,
que una comadreja le había
llevado un pollo; pero la perdiz le dijo que esto era poca
cosa, pues ella más de una vez
había perdido, robados por el zorro y demás bandidos de la
misma laya, no un pichón,
sino todos; y esto sin contar los huevos que desaparecían
del nido a cada rato.
La gallina insistió en que su desgracia era mayor, ya que el
mismo hombre le quitaba los
huevos, los pollos y hasta la vida, a veces; pero la perdiz
le contestó que siquiera le daba
algo en cambio, y no la mataba sin necesidad mientras que de
ella hacía hecatombes,
por puro gusto.
La gallina se quejó amargamente de que en el gallinero donde
la encerraban de noche,
faltaba un vidrio; pero la perdiz le dijo que por allí no
entraría más que un chiflón,
mientras que en el campo raso donde vivía ella, no era nada
el viento mientras no
alcanzaba a huracán. -»Es cierto, dijo riéndose, que por
mucho que sople, nunca podrá
voltear el techo de mi casa«.
Algo enfadada, la gallina le declaró a la perdiz que un
chiflón era más peligroso para la
salud que cualquier viento fuerte y la prueba es, agregó,
que este invierno estuve a
punto de morir de una pulmonía.
-Pero la cuidaron,
¿no?
-contestó la perdiz-, y la curaron. Pues nosotras cuando
caemos
enfermas, nos tenemos que cuidar solas y a la de Dios es
grande.
-Tengo hambre -interrumpió la gallina, deseosa ya de cortar
la conversación-; y me voy
para la casa a ver en qué piensa esa gente, pues han dejado
pasar ya la hora del
almuerzo.
-No se queje, señora -le dijo la perdiz-, no se queje por
tan poca cosa; mire que sin
sufrir un poco en este mundo, no hay gozo; sin el hambre, la
sed y el cansancio,
¿qué
valdrían el comer, el beber y el dormir?
El pato
Las gallinas y los pavos se burlaban del pato, porque no
sabía correr; animal más lerdo,
más pesado y menos elegante para caminar, aseguraban todos
no haber visto jamás;
y hasta de volar y quizá de nadar opinaban que se había
vuelto incapaz, desde que se
había acostumbrado a la buena vida del corral. El pato
benévolamente se sonreía, sin
decir nada en contra, y casi dejaba entender que la misma
opinión tenía él de sus
facultades locomotoras.
De repente cruzó un perro disparando por entre las aves y la
fuga fue general; los pavos
y las gallinas, corriendo y volando lo mejor que podían, se
desparramaron, y cuando se
acordaron de mirar lo que había sido del pato con asombro
vieron que, de un vuelo
poderoso, había ido a dar a una laguna bastante retirada y
que la estaba atravesando a
nado con gran rapidez, habiendo hecho por lo menos dos veces
más camino que el más
liviano de ellos.
Con el susto, no hay gente lerda, y el que no corre vuela.
El nido del carancho
Un carancho, cansado de oír tratar con el consiguiente
desprecio de »nido de carancho«
todo lo que en este mundo anda desordenado, resolvió quitar
de encima de su raza esta
vergüenza; y se desveló, cavilando, calculando, combinando,
gastando tiempo y dinero
en inventar y perfeccionar modelos de nido, a cual más
cómodo, más higiénico, más bien
arreglado bajo todo concepto, hasta conseguir uno que
llenase todas las condiciones
deseables.
Cuando le pareció haber completado su obra, resolvió
presentarla a la gran asamblea
anual de los caranchos que se suele juntar en la primavera
alrededor de una laguna,
en la Pampa del Sur.
Empezó por preparar los ánimos con un discurso bien pensado,
sensato y ponderoso,
deplorando que una rutina secular en la confección absurda
de los nidos destinados a
alojar el fruto de sus amores, hubiera condenado a los
caranchos a servir de lema al
desorden y al barullo. Y enseñó a la concurrencia el modelo
de nido perfeccionado, de su
invención, que tantos desvelos le había costado. Explicó
cómo se debía construir,
acomodar y cuidar, asegurando que el uso de este nido por
todos los caranchos los
pondría a la cabeza de la civilización pajarera. Creía el
pobre que lo iban a aclamar;
que todos iban a celebrar entusiasmados su genio inmortal y
su gloria sin par.
Primero, no hubo más que un murmullo de satisfacción cuando
terminó el discurso, que
había sido algo largo; y algunos tímidos elogios escasos y
con restricciones, por el mucho
trabajo que le había de haber costado la construcción del
modelo, muy bien ideado, por
cierto, pero... y empezaron las críticas, y no faltaron,
entre la gente joven y poco seria
algunas risas, porque siempre lo que es nuevo parece algo
ridículo.
Uno encontró absurdo el tener un reparo contra la
intemperie; los antepasados habían
empollado al aire libre y no había más que hacer lo mismo
que ellos. Por lo de tener una
especie de canasto bien tejido con mimbre en vez del manojo
de brusquillas mal
arregladas que hasta hoy habían usado, les parecía, en
general, una idea temeraria;
pues no todos los caranchos sabrían tejer, y esto traería
forzosamente complicaciones en
los hogares y quizá en toda la república.
En cuanto a forrar con lana, cerda, pluma y hojas secas, el
fondo del nido para tener
mejor los huevos, y sobre todo, los pichones al nacer, ni
pensarlo. Los caranchos,
acostumbrados desde miles de generaciones a tener cuando
empollan, palitos y espinas
que les entran en las carnes por todos lados, comodidad que
completan la lluvia y el sol
en el lomo y las corrientes de aire por debajo, no podían,
sin cometer una locura y hasta
un crimen, repudiar las costumbres heredadas de los
antepasados. Un orador fogoso
habló de atentado a la constitución, y los ánimos se fueron
sobreexcitando poco a poco
de tal modo que por poco escapó el malhadado reformador de
ser muerto a picotazos.
El cisne y la garza mora
Sin pedir nada a nadie, una garza mora, gris y flaca, tiesa
en una pata, con las plumas
erizadas y el pescuezo entre los hombros, miraba indiferente
desde la ribera del lago las
graciosas evoluciones del cisne. Éste andaba dándose corte y
presumiendo alrededor de
la hermosa casilla que en un islote le servía de morada.
Vio a la garza, solitaria, pobre y mal vestida, y para darse
tono, más que por caridad,
se aproximó a ella con aires protectores.
El cisne pensaba que la garza lo iba a saludar con el
respeto que la pobreza parece deber
a la fortuna, y quizá a pedirle alguna limosna: pero, a
pesar de que despacio y dando
vueltas se iba acercando, veía que la garza no se movía y lo
seguía mirando con la mayor
indiferencia.
Se le acercó del todo, y para entablar la conversación,
enteró a la garza mora de quién
era, de cuál era su situación en el mundo, brillante por
cierto, y hasta envidiable,
asegurándole que sus medios y sus relaciones le permitían
ayudarle, sí como era de
presumir, lo podía necesitar, con alguna concesión de pesca
o cualquier otra cosa que le
pudiera ser útil.
La garza no contestaba y parecía no oír o no entender estos
amables ofrecimientos,
por espontáneos que pareciesen. Ella no necesitaba más de lo
que tenía; no quería
mayor riqueza; vivía como podía sin deber a nadie obligación
alguna, ni la quería
contraer, sabiendo demasiado que nadie da nada sin
condición; y de ahí su silencio
desdeñoso.
Y el cisne no tuvo más remedio que volver a su casilla
suntuosa, sin haber logrado
comprar lo que siempre había creído de tan poco valor: un
orgullo de pobre.
El pato y las gallinas
Dos gallinas se disputaban a picotazos una espiga de maíz;
como si no fuera bastante el
trabajo de desgranarla.
Un pato, después de considerarlas y de reflexionar un rato,
expresó su opinión con su
voz melodiosa, y tomando por su cuenta la espiga, empezó a
golpearla con tanta fuerza
que por todos lados rodaron los granos.
Las dos gallinas dejaron de pelear, para comer apuradas lo
poco que pudieron agarrar,
pues el pato devoraba, revolcando sin cesar la espiga en el
lodo; y sintieron no haber
hecho las paces antes, conociendo algo tarde que evitar un
pleito es ganarlo.
El perro y el cabrón
El perro ovejero, viendo que, por haberse aumentado mucho la
majada ya no la podía
cuidar como era debido, resolvió pedir al pastor que le
nombrase un ayudante. Pero
antes, le participó al cabrón su intención de designarlo
como candidato. Agradecido éste,
le aseguró que haría todo lo posible para hacerse digno de
tanta confianza y
corresponder a la protección que se le dignaba conceder; y
lleno de alegría, se fue a
contarlo todo a las cabras, que lo contaron a las ovejas,
contándolo éstas a los carneros.
Todos vinieron a felicitar a su futuro jefe, a ofrecérsele y
a recomendársele.
El cabrón es de poca cabeza; empezó a creerse un personaje;
escuchaba las menores
confidencias del menor borrego como si fueran secretos de
estado, tomando aires de
profunda atención, sacudiendo la cabeza y moviendo los
párpados, llegando a darse con
sus astas torcidas y su luenga barba blanca toda la
apariencia de un sabio reverendo.
Pronto algunos animales de la majada le insinuaron que, una
vez nombrado él por el
pastor, le sería fácil con un poco de diplomacia suplantar
al perro; y que, si había que
acudir a la fuerza, allí estaban ellos.
Y el cabrón no dejó de escucharlos con cierto placer.
Pero lo supo el perro, y sencillamente desistió de pedir
ayudante al amo.
Como pasaba el tiempo sin que viniese el nombramiento,
empezaron los futuros
protegidos a preguntar al cabrón para cuándo sería.
-¡Ah!
¿Ese
puesto -dijo-, sí, que me lo querían dar?
¡hombre!
todo bien pensado,
no quise.
Mucho ruido, pocas nueces
Acordándose de su grandeza pasada, cuando eran gliptodontes,
las mulitas, peludos y
matacos, indignados de que ya todos los despreciaran,
convinieron en formar un gran
partido, que mimando por la base el edificio político,
acabaría por derrumbarlo.
De construir otro no hablaron todavía, pensando que destruir
ya era mucha ocupación,
y empezaron a cavar tantos pozos, que no pudo menos el
gobierno que fijar en ellos su
atención.
El programa de los revolucionarios era muy sencillo y
claramente anunciaba su intención:
voltear al gobierno y ponerse en su lugar. Reformarían
entonces las leyes, dando al país
otros rumbos, naturalmente mucho mejores, y más dignos de
sus grandes destinos, y de
ese noble ejemplo nacerían reformas tan profundas que
renovarían, no sólo al país, sino
a muchos otros, a la humanidad entera, abriendo a la
civilización otros horizontes,
nuevos, inmensos.
El gobierno pensó que, en presencia de un movimiento de tan
amplias proyecciones,
debía tomar medidas inmediatas, enérgicas y adecuadas. No
vaciló: nombró al peludo
más comprometido en el movimiento revolucionario, comisario
en un pueblito de
doscientas almas, con condición expresa de que primero se
empeñara en calmar los
ánimos, lo que hizo en seguida con espléndido resultado.
¿Qué
más revolución hubiera querido, ya que tenía sueldo?
El zorro y el puma
Siempre debería rebosar la fiambrera del puma; pero mata
sólo por matar, sin saber conservar
nada; teniéndose a menudo que contentar con
cualquier cosa para no morirse
de hambre.
El zorro, que también aunque no sea por tonto, conoce las
duras leyes de la necesidad,
un día, vio que el puma se encontraba sin nada que comer; él
tenía dos perdices,
y haciéndose el generoso, con todo desprendimiento le
ofreció una.
Pero, el día siguiente, como su amigo había carneado varias
ovejas, le pidió que le
cediera por favor un cuartito para almorzar.
-¿Qué
va a hacer con un cuarto, amigo? -contestó el puma-; tome,
no más; sirvase,
coma y llévese lo que quiera para su casa.
El zorro bien sabía que así sería y no se hizo rogar; se
llenó hasta más no poder, y en
pago de su perdiz tuvo de comer por ocho días.
Es preciso saber dar en este mundo. Pero también es preciso
saber prometer; y cuando
se le presentó la ocasión, no la desperdició.
Los ovejeros empezaban a cuidar mucho sus corrales y la vida
se hacía difícil. El zorro
andaba flaco como pulga de pobre, y en ayunas, encontró a su
amigo el puma con una
perdiz que por suerte acababa éste de cazar.
-¿Y
va a comer usted esta porquería? -le dijo el zorro al puma-;
cuando allí, cerquita,
tiene una majada rodeada y sin perros.
-¿Dónde?
-dijo el puma.
Véngase conmigo: lo llevo.
-Bueno; entonces tiro la perdiz; es flaca, de todos modos.
-No la tire; démela: la voy a comer; a mí me gustan más las
aves.
Y el zorro se comió la perdiz con pico, patas y pluma, y le
dijo al otro: »Venga, no más«
Agarró por entre las pajas, dio vueltas y vueltas, hasta que
en un descuido del puma,
lo dejó buscar sólo las ovejas del cuento.
La armadura del peludo
Uno de sus vecinos tenía fastidiado al peludo con siempre
querer invadir la loma de su
propiedad, valiéndose de pretextos siempre nuevos y siempre
ruines; y el peludo,
pensando que sería prudente precaverse por si acaso, mandó
hacer una armadura;
pero tan pesada se la hicieron, que casi no se podía mover,
y el vecino no hubiera
precisado romperla para vencerlo, pues con ella encima
pronto se muere.
La desechó y cambió de armero. Éste le hizo otra, fuerte y
liviana, de peso tan bien
repartido en todas las partes del cuerpo, tan fácil de
llevar, de aliviar o de reforzar,
según los casos, y al mismo tiempo de tan poco costo, que
podía con ella ir, venir y
trabajar sin la menor dificultad; y lo mejor era que se la
había fabricado con la misma
materia de las uñas con que el peludo trabaja la tierra. De
por sí, el vecino dejó de
embromar.
La espada de un pueblo siempre debe ser del mismo acero que
las rejas del arado.
La sequía
Los cañadones y las lagunas estaban resecos; los arroyos se
cortaban y las vertientes
habían bajado tanto que ya difícilmente se podía sacar agua
de los jagüeyes. Era de toda
necesidad que algo se hiciera para salvar la situación:
establecer represas, cavar pozos
surgentes, regularizar el curso de los arroyos, poner en
práctica por fin todas las buenas
ideas que inspiran las apremiantes necesidades; de otro
modo, se morirían todas las
haciendas de la región.
Hubo un meeting y se decidió que una diputación fuera a
interpelar al gobierno para
increparle su desidia e impelerlo a que tomase
inmediatamente las medidas que el caso
requería. Pero mientras aprontaban sus discursos los
comisionados, empezó a llover,
y llovió a cántaros;
¡llovió!
pero
¡qué
llover!... Y, cuando se presentó la comisión,
la recibió el ministro de Lagunas y Jagüeyes, entre burlón y
orgulloso. Habló con
elocuencia de las medidas enérgicas que hubiera tomado si la
sequía hubiese seguido;
casi habló de la lluvia como de una de ellas; y con derramar
flores de retórica sobre las
campiñas verdes, cubiertas ya de pasto renaciente, logró una
ovación triunfante.
Todos quedaron conformes y ni siquiera se acordaron de que
pudiese volver la sequía.
El mono y el perro
Un mono, después de haberse primero asustado bastante, al
oír sonar en el yunque el
pesado martillo manejado por el herrero en medio de
torbellinos de chispas, había
quedado observando con admiración el trabajo, y poco a poco
había entrado en su
cabeza de buen mono el deseo loco de hacer lo mismo.
Lo que hace el hombre,
¿por
qué no lo va a hacer el mono?
Y un día que el herrero estaba durmiendo la siesta, agarró
un mazo de palo por haberle
salido muy pesados los de hierro, y llamando la atención de
un perro que guardaba la
casa, le dijo: »mirá,
¡vas
a ver!«.
El perro miró: las pruebas del mono siempre le interesaban,
pues, aunque a veces
salieran pésimas, nunca dejaban de ser graciosas y de
causarle risa.
Mientras se preparaba el mono, una mosca vino a fastidiar al
perro, y para cazarla, éste
abrió una boca enorme, pegando mandibulazos como para
reventar no una mosca, sino
un buey, tanto que el mono se interrumpió para decirle:
»Pero amigo, no abras tamaña
boca para una mosca; se debe proporcionar el esfuerzo y la
herramienta al trabajo.
Aprende del herrero, como aprendí yo. »¡Mirá!«.
Y alzando con las dos manos el martillo
de palo pegó en el yunque un tremendo golpe. Ni sonó
siquiera el yunque, pero se
quebró el cabo, y el martillo le vino a dar en el hocico un
porrazo bárbaro; lo que hizo
que el perro se desternillara de risa, por el modo tan lindo
con que ponía en práctica el
mono sus propias lecciones.
Las voraceadas del tigre
Por muchos que sean los recursos de que uno se pueda valer,
nunca debe voracear:
al que no sabe medirse todo le es poco y todo se le
concluye. Así le pasó al tigre.
Creyó que las ovejas nunca se acabarían, pues el hombre las
cuidaba bastante bien para
que siguieran aumentando, a pesar de las muchas que él se
comía. Y con esta creencia,
empezó a hacer matanzas tales que pronto mermaron las
majadas. Daba festines a sus
amigos y más era lo que se desperdiciaba que lo que se
consumía.
Cuando no hubo más ovejas en los alrededores, por haberse
llevado el hombre las pocas
que el tigre le había dejado, hizo éste con las vacas, las
yeguas y los cerdos, lo mismo
que con las majadas, y fue tal la mortandad que pronto los
que quedaban se mandaron
mudar a otra parte.
El tigre conoció días amargos: los bichos silvestres son más
vivos que los animales
domésticos, aun ayudados por el hombre, y no fue ya sin
trabajo como pudo satisfacer
su terrible apetito. Asimismo, les hizo una guerra tan
encarnizada, que pronto ni
cuadrúpedos, ni siquiera avechuchos, quedaron en la llanura,
y no sabiendo el tigre
comer pasto, se murió de hambre.
El vizcachón previsor
A los viejos les gusta amontonar. Será que no pudiendo ya
producir, tienen miedo de
quedarse de repente desamparados, y al fin, hacen muy bien.
Un vizcachón viejo, viudo, sin hijos, sin familia,
amontonaba en su cueva todo lo que
podía encontrar. Unos jóvenes sin experiencia creían que lo
hacía por avaricia y se
burlaban de él, haciéndole ver que cuando se muriese, lo que
no podía tardar, por su
edad avanzada, todo iba a caer en manos de indiferentes,
parientes lejanos, o quién sabe
quién, y que haría mucho mejor en gastarlo todo desde luego.
-¿De
qué le sirve -decían- cuidarse del día de mañana, cuando
probablemente no lo
alcanzará usted a ver?
-Es que más me gusta, muchachos -contestó el viejo-, correr
el riesgo de enriquecer por
mi muerte aún a mi peor enemigo, que el de quedar, en vida,
a cargo de mi mejor
amigo.
El pavo y el gallo
Un pavo estaba pegando una tremenda soba a su pobre
compañera; y un gallo le
preguntó el por qué de tanto furor.
Resolló un tanto el pavo, y secándose el sudor:
-¿No
ve -dijo-, que fue esa pava a contar por todas partes un
secreto que yo le había
confiado?
-¿Y
por esto le pegas? -dijo el gallo-. Pues, amigo, otra vez no
la maltrates, que será
más decente: ni le confíes tus secretos, que será más
prudente.
Las vizcachas
Hubo un momento de gran alboroto entre las vizcachas, cuando
cundió la voz de que el
dueño del campo había resuelto hacer destruir a pala las
vizcacheras: y debía de ser
cierta la noticia, pues una noche que el capataz de la
estancia volvía de la pulpería
bastante alegre, rodó su caballo en una cueva, y las
vizcachas, que estaban todas
pasteando alrededor, clarito le oyeron que rezongaba: »La
suerte que mañana llega la
cuadrilla de napolitanos que nos va a librar de esa plaga«.
Las vizcachas se juntaron en asamblea, y después de decidir
ésta que por ser la lucha
por demás desigual, no había más remedio que emigrar en
masa, el presidente dijo:
»La mudanza empezará mañana«, y levantó la sesión.
El día siguiente llegó la cuadrilla, pero tarde, y se lo
pasaron los napolitanos
reconociendo el campo, dejando el trabajo para el día
siguiente. Y las vizcachas,
siguiendo el ejemplo, dijeron otra vez: »Mañana«
Los hombres no hicieron más, el día siguiente, que contar
con prolijidad las vizcacheras
que había; y las vizcachas pensaron que la mudanza lo mismo
se podría hacer
»Mañana«.
Empezó el trabajo; pero, justamente en la otra punta del
campo, de modo que los jefes
de las vizcachas que se habían juntado, volvieron a decir:
»Mañana«.
Comenzaron a llegar vizcachas escapadas de la matanza,
muchas de ellas heridas por los
perros, sembrando el espanto en las vizcacheras indemnes
aún. Asimismo, como todavía
antes de muchos días, no estaría la cuadrilla en esta loma,
parecía inútil mudarse este
mismo día.
¿Para
qué tanto apuro? »Mañana será lo mismo«, dijeron y se
quedaron así
días y días, hablando siempre de mañana, acostumbrándose a
oír noticias
amenazadoras, a ver acercarse el día del peligro, sin por
esto moverse, pensando que
siempre habría tiempo: Mañana.
Y cuando llegó por fin ese terrible Mañana, era tarde ya
para mudarse, porque no habían
preparado donde; era tarde ya hasta para huir, y todas
perecieron.
A veces tarda un año, pero siempre viene Mañana.
El pavo real, la urraca y el hornero
¡Pero,
mire,
¡qué
lindo está el pavo real! -decía el hornero sin envidia a su
comadre la
urraca.
Es un gusto verle abrir su magnífica cola, y gozo al ver
llevada tanta riqueza con tanta
elegancia. Debe de ser feliz el pavo real: hermoso,
elegante, rico, amado, no hay duda;
y el espectáculo de la felicidad siempre me ha dado placer.
-Pues a mí me revienta -contestó la urraca-; y lo encuentro
a su pavo real, un orgulloso,
chocante y tilingo.
-De envidiosa, no más, comadre; por no saber apreciar sino
las cualidades que también
puede usted tener. Mal hecho; no sienta a cualquiera
cualquier adorno. Míreme a mí, por
ejemplo.
¿Cree
usted por un momento que quisiera tener la riqueza del pavo
real?
¡Dios
me libre!, pues no la sabría aprovechar; si la escondiese
por timidez, renegarían todos de
mí; me tratarían de avaro, y si la quisiera lucir, ¡pobre de
mí!, en qué ridículo caería,
y como se burlarían todos del medrado orgulloso.
La hermosura y la riqueza, efímeras ambas, juntas, están
bien y se completan; mientras
que el que no nació para rico siempre vive, cuando adquirió
fortuna, sin poderla gozar,
entre el deseo de aumentarla y el miedo de perderla.
La araña y el sapo
Un sapo andaba en desgracia. Ninguna mosca se le acercaba y
empezaba a tener una de
esas hambres que quitan la vergüenza al más honrado. Al
levantar los ojos, vio que en la
tela de la araña, su vecina, estaban presas tantas moscas de
todos tamaños, que en dos
o tres días no las iba a poder comer todas.
Con un grito o dos de su voz simpática llamó a la araña y le
pidió prestadas algunas
moscas, prometiéndole que pronto se las devolvería.
La araña, sabedora de que el que presta pierde el dinero y
las amistades, primero hizo la
que no oía.
Después hizo la que no entendía.
Contestó en fin que tenía pocas.
Dijo que no eran todas de ella.
Agregó que no podía despegarlas.
También afirmó que, habiéndose ya negado a prestar a la
rana, no podía, sin crear
conflictos, prestar al sapo.
Y cuando éste ya se dio vuelta, enojado, diciéndole que todo
esto no eran más que malos
pretextos: »Serán malos pretextos, dijo entre sí, la araña;
pero las moscas son buenas.«
Caridad
Sucedió un horrible accidente; se desplomó el techo de una
casa abandonada, hiriendo
de gravedad a muchas ratas; y entre todos los animales
inscriptos en la sociedad de
socorros mutuos se inició una subscripción, para proveer
camas que era lo más urgente;
y todos se apresuraron a dar pruebas efectivas de
solidaridad.
El mismo hurón que, días antes, se había comido todos los
hijos de una de las ratas
heridas, no vaciló en traer su óbolo, y para ello se sacó de
la espesa cola un puñado de
pelos. Y todos, enternecidos por este rasgo de generosidad,
susurraron con los ojos
llenos de lágrimas: «¡Qué
bien!
¡mire
que con las ratas andaba algo distanciado.
Y asimismo, ya ve!«.
La oveja se lució. Era unos días antes de la esquila;
llevaba cinco libras de lana, los
calores empezaban, y su poncho la tenía molesta. Se arrancó
un gran mechón de lana y
lo entregó al comité. Todos los presentes echaron el grito
al cielo: «¡Qué
generosidad!
¡qué desprendimiento!«.
Y como Damián, el venado, que sin tener mayor relación con
las ratas, pero llevado por
su buen corazón, traía en aquel momento un puñadito de pelos
cortos, que sólo con
pelarse casi toda la paleta había podido conseguir, lo
miraron con bastante desprecio.
Sólo Cristo supo valorar el óbolo de la viuda.
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