Fábulas 6
 

Fábulas 5
 
El hurón y el zorro en sociedad
El ruiseñor y los gansos
El burro
La vizcacha y el zorrino
El loro muerto
Maniobras militares
El perro, el cimarrón y los guanacos
La vaca empantanada
Las pértigas y la barrica
¡Ya no soy poeta!
La cúspide y el valle
El ñandubay la paja
El picaflor enojado
La hormiga alada
Las opiniones del gallo
Los burros y el eco
El carnero filósofo
La luciérnaga y las arañas
El cordero negro
El águila y el gorrión
El tutor y la planta
Los patos caseros y los patos silvestres
El chajá y los mensajeros
El águila, el chimango y las urracas

El hurón y el zorro en sociedad

El zorro hizo, una vez, sociedad con el hurón. Éste entraba en las conejeras; el zorro se
quedaba afuera, espiando, y con diente ligero, cazaba a los conejos asustados que
asomaban a la puerta.
Al hurón le daba parte de la presa, lo menos posible y de los peores pedazos: el cogote,
la cabeza, las patas.
Pero el hurón quedaba muy conforme así; y el zorro no tenía boca para ponderar a su
socio, su compañero y su amigo. Cierto que le mezquinaba un tanto la carne, pero los
elogios llovían: era fuerte, valiente, sin pereza, dócil, fiel, honrado, franco, sin orgullo...
un tesoro.
Un día, asimismo,
¿quién sabe por qué sería? tuvieron un disgusto y el hurón pidió la
cuenta. El zorro se la arregló: y después de contar, no se sabe bien qué, con las uñas,
le hizo ver al hurón que él era quien quedaba debiendo, y lo despidió, perdonándole la
deuda, pero tratándolo de desagradecido.
El hurón se fue y empezó a trabajar por su cuenta; le fue bien, no más: engordó,
mientras que el zorro, que ya casi no podía cazar, enflaquecía a ojos vistas.
Un día el zorrino le preguntaba al zorro por qué no trabajaban ya juntos con el hurón:
»
¿Qué quieres, amigo? Contestó don Juan, isi no sirve para nada!«.
¡Es un flojo, un cobarde, un haragán, un vanidoso, un desobediente, un sin palabra...
un cachafaz!«.
Las cualidades ajenas fácilmente se vuelven odiosas para el que ha dejado de aprovecharlas.

El ruiseñor y los gansos

Un ganso se había enriquecido vendiendo plumas, y todos sus hijos seguían con el mismo
oficio, enriqueciéndose más y más. Una tarde que, después de comer hasta más no
poder, tomaban el fresco, cambiando de vez en cuando graznidos insulsos sobre los
negocios del día, oyeron los simpáticos trinos del ruiseñor.
El padre ganso lo llamó y le declaró que, deseoso de proteger el arte, lo que le permitía
hacer su gran fortuna, había resuelto ofrecerle el puesto de maestro de música de sus
hijos, remunerándolo generosamente con la casa y la comida.
El ruiseñor no necesita mucha casa, ni mucha comida; pero, artista incipiente, era tan
pobre que aceptó.
Empezaron las lecciones: pero por mucho que hiciera, nunca pudo conseguir de sus
discípulos otra cosa que el estridente grito: »
¡Juan, Juan!« y desanimado, se retiró
diciéndole al padre: »Mire« señor; mejor es renunciar; sus hijos han nacido sólo para
ganar plata, no trate de hacer de ellos artistas«.

El burro

El burro había nacido bueno, alegre, sumiso, lleno de buena voluntad. Era feo, es cierto,
pero se reía con tan buena gana, que a pesar de su voz horrenda, su rebuzno parecía
canto. Se burlaban de él y de su facha: él sacudía las orejas y se reía, bonachón.

Pero, porque era bueno, empezaron a abusar de él. Era fuerte, por ser tan chico,
lo cargaron demasiado; era sobrio, casi no le dieron de comer; era resistente, le hicieron
trabajar más de lo que era posible. Y cuando ya no daba más, lo empezaron a maltratar.

Se le avinagró el genio; sus orejas no se movían ya risueñas, sino que las echaba para
atrás, enojado, enseñando los dientes y aprontaba las patas.

Y el amo, desconfiando, a pesar de tener en la mano el palo amenazador, decía:
»
¡Qué malo es el burro!«.

La vizcacha y el zorrino

La vizcacha tendrá sus defectos; pero es afincada, vive con su familia en casa propia;
es ordenada, le gustan el ahorro y la limpieza, y todo bien mirado, es persona decente.

Una tarde que iba troteando por el cardal, la saludó con mucha cortesía el zorrino y se le
puso a la par, entablando conversación y siguiendo viaje con ella. Aunque la vizcacha
sólo lo conociera de vista, no lo quiso desairar y le contestó atentamente. Pero pronto se
fijó en que todos los conocidos a quienes saludaba por el camino se hacían los ciegos
o los despreocupados y no le contestaban el saludo; primero se resintió y después
reflexionó; y pensó que, no pudiendo ser para ella la afrenta, debía de ser por su
compañero. Lo miró de reojo, no le vio nada de particular, pero le tomó como un olorcillo
raro. Olfateó más fuerte y ya se dio cuenta de que andaba mal acompañada; pronto,
con un pretexto cualquiera, dio media vuelta, se paró, saludó al zorrino:
Mucho gusto -le dijo- en conocer a usted. Pero no le ofreció la casa.

El loro muerto

El loro llenaba en la corte tres empleos: anunciaba la visita de los altos personajes, tenía
el encargo de recrear a Su Excelencia en sus momentos de ocio con cuentos amenos y de
atajar a los solicitantes con el grito consagrado: »
¡No hay vacante!«. Y como es justo,
teniendo tres empleos, cobraba tres sueldos, como quien dice nada.

Murió, y pocas horas después del triste acontecimiento, estaban conversando el chajá,
la urraca y el bien-te-veo, ponderando a cual más las cualidades del finado: -
¡Pobre
señor loro!, decía uno con aflicción. -
¡Qué muerte tan repentina-, contestó otro
tristemente! -
¡Es un gran vacío!, observó el tercero compungido. -¡Y una gran vacante!,
murmuró la urraca. Y el chajá se sonrió y también el bien-te-veo, y los tres, mirándose
con ojos de candidato:
¡Qué vacante linda, che!, susurraron los tres.

Maniobras militares

El buitre, no pudiendo saciar su hambre en la comarca montañosa y pobre en la cual la
naturaleza lo había relegado, resolvió invadir la llanura poblada de hacienda donde tan
bien vivían los gavilanes y caranchos. Pero, como eran muchos aquellos y bastante
guapos para defenderse, conchabó dos mil chimangos, creyéndolos aves de presa,
y formó con ellos un ejército.

Bien mantenidos, aquéllos se prestaban a la prueba, y cuando supieron volar por batallón
y compañía, el buitre les hizo hacer maniobras militares. Fueron soberbios los
chimangos, de disciplina, de pericia y de valor; pero, cuando al felicitarlos el buitre les
anunció que con semejantes tropas ya no vacilaba en invadir los valles apetecidos,
volaron todos para sus pagos, graznándole:
¡Adiós, que otra cosa es con guitarra!

El perro, el cimarrón y los guanacos

Los huanacos, amenazados en sus bienes y en su vida por un cimarrón hambriento,
pidieron al perro su protección.

Éste, por pereza, para evitar compromisos, se hizo el desentendido y dejó al cimarrón
dueño de hacer lo que quisiera.

Atorrante, ladrón, con el cuero todo roto y el pelo haraposo, endeble y flaco, éste no se
hubiera metido con el perro, ni por cuatro huanacos; pero, absteniéndose el otro, los
atacó, los degolló, y con su carne engordó y crió fuerzas; con sus despojos se enriqueció.
Y cuando se sintió poderoso, mostró los colmillos al mismo perro.

Aun por propio interés el fuerte debe ayudar al débil.

La vaca empantanada

Una vaca flaca como un estacón de ñandubay, quiso tomar agua en un charco y quedó
empantanada. Debilitada por el hambre, viendo que no podía salir sola del paso,
esperaba sin moverse la muerte, cuando por allí pasó el caballo.
Con mugido triste y mirada lánguida lo llamó en su auxilio, y el caballo, servicial por
naturaleza, entró en el barro y empezó a ayudarla.
En la loma apareció en aquel momento el zorro. Se sentó, y de aficionado no más,
contempló ese espectáculo tan raro de un servicio prestado con todo desinterés.
El caballo se tornó un trabajo bárbaro; levantó, tiró, empujó al animal embarrado.
Se ensució de los pies a la cabeza; pero por fin, sacó a la vaca del pantano.
Y apenas estuvo ésta en piso firme, agachó la cabeza y lo quiso cornear.
El caballo, en su noble candidez, quedó estupefacto ante tal ingratitud; mientras que
silencioso, con una sonrisa sardónica, se retiraba el zorro.

Las pértigas y la barrica

Dos pértigas, paseando, vieron pasar la barrica, y cimbrándose de risa, las dos juntas
exclamaron:
¡Mirá, che, qué barbaridad!

La barrica las miró y con su voz profunda dijo:
¡Menos risa les causaría mi redondez si no
fueran ustedes de tan risible flacura!

¡Ya no soy poeta!

Un cabecita negra cansado de cantar gratis, fastidiado de llenar de melodías las
frondosidades del monte y de celebrar las bodas de todas las avecillas con sus poéticos
gorjeos, sin nunca recibir un peso, resolvió buscar otros medios de vida.
Un día que se le acercó un gorrión con su gorriona, rogándole tuviera la amabilidad
de componer su epitalamio, bruscamente les contestó:
¡Ya no soy poeta! El gorrión,
incrédulo, se sonrió y también la gorriona.
Era cierto, sin embargo; el cabecita negra se había vuelto vendedor de perfumes, por
cuenta de las flores que crecían en las orillas del monte, y para probárselo, ofreció a la
gorriona venderle un elegante frasquito de esencia. Pero antes que le dijera el precio,
la gorriona coqueta miró al cabecita negra con unos ojos tan tiernos, que éste no pudo
resistir al deseo de regalarle el frasco, y de yapa le dedicó un delicioso madrigal.
El gorrión no dijo nada; pero la mueca que con el pico hizo, bien dejaba entender que
para él el que nace poeta, poeta muere, y que no tardaría el cantorcito comerciante en
pedir moratorias.

La cúspide y el valle

Cuando llegó el sauce a la comarca buscando fortuna, la cúspide y el valle se apresuraron
a hacerle sus ofrecimientos. La primera, codiciando tan admirable adorno para su calva
cabeza, lo buscó por la vanidad. Le ponderó la gloria que sería para él dominar desde lo
alto de tan imperiosa cima todas las tierras encerradas en el horizonte, con todas sus
plantas, grandes y pequeñas, y sus habitantes, desde el insecto imperceptible hasta el
hombre orgulloso.
Se dejó tentar el sauce y quiso subir hasta la cúspide. Pero cuanto más subía, más iba
sufriendo de la sed y de la violencia del viento; se marchitaban sus hojas; sus mejores
ramas se quebraban; y cuando vio lo que todavía tenía que arrostrar para llegar, le gritó
a la cúspide que no lo esperase, pues encontraba por demás áspera la senda de la gloria.
Bajó hasta el valle. Allí lo saludó discretamente el arroyuelo cantor, propinándole sin
reserva las aguas de su curso. El viento, atajado por las montañas vecinas, apenas era
un céfiro acariciador que le refrescaba suavemente la melena, y los pájaros, alegres,
venían por bandadas a reñir y a gorjear entre su follaje.
El valle le ofreció la hospitalidad: modesta y retirada, sin gloria y sin honores; era la vida
que en él se hacía, pero vida tranquila, de paz profunda. El sauce allí se quedó.
En las alturas sólo resiste el árbol inquebrantable o la planta rastrera.

El ñandubay la paja

Un pequeño trozo de ñandubay, entre las cenizas del fogón, lentamente se iba
consumiendo. Poca llama salía de sus ascuas, pero cantaba suavemente el agua de la
pava, y podría seguir cantando así durante muchas horas, antes de que se apagase el fuego.
No muy lejos estaba un gran montón de paja; y la misma brisa que, al correr por la
llanura, de vez en cuando avivaba el resplandor de la brasa, susurró al oído del trozo de
leña lo que en tono de desprecio venía diciendo él de la paja:
-No sé cómo se llamará esto -decía-, pero seguramente da más compasión que calor.
Casi tengo ganas de ofrecerle mi ayuda para enseñarle lo que es fuego.
De acuerdo con el ñandubay, la brisa, soplando fuerte, echó encima del fogón todo el
montón de paja.
Soberbia fue la llamarada, pero tan rápida pasó y se extinguió tan pronto, que dejó
apenas una ceniza liviana, sin haber siquiera conseguido hacer hervir el agua. Y con
calma se siguió consumiendo el pequeño trozo de leña, haciendo suavemente cantar
durante muchas horas todavía el agua en la pava.
Lo que vale en la vida es el esfuerzo que dura.

El picaflor enojado

En un jardín donde acostumbraba merodear un joven picaflor, una tarde, colocaron un
gran espejo en forma de globo, para que en él se miraran las flores coquetas y las
mariposas presumidas.
Como siempre, el picaflor, el día siguiente, luego que empezó el sol a calentar, entró
como flecha en el jardín, en busca de miel, pinchando aquí, pinchando allá, en su
vibrante aleteo de arco iris viviente, dando a la flor vencida los crueles besos de su largo pico.
De repente, vio relumbrar en el gran globo de cristal las mil flores coloradas de la misma
planta que estaba saqueando, y dejando pasmarse en inútiles deseos las elegantes
campanillas que le pedían su amor, fue a dar de picotazos a la sombra de ellas.
Hubiera debido ver que se equivocaba; pero, acostumbrado a no encontrar resistencia,
se dejó enceguecer por la ira, y siguió picoteando, enojado, enfurecido, hasta romperse
el pico en la dura pared de pintadas ilusiones, y caer moribundo, víctima de su locura.
La reflexión y la ira son enemigas mortales, y siempre una de ellas mata a la otra.

La hormiga alada

Vino la primavera, y con ella le salieron alas a una hormiga negra, acostumbrada hasta
entonces a caminar por el suelo, sin que jamás hubiera pensado en mirar hacia el cielo.
Al sentirse tan liviana, se creyó dueña del orbe; miró con desprecio a sus compañeras
que seguían arrastrándose en la senda del trabajo, con su pesada carga; y tomando su
vuelo, partió para conquistar el mundo.

Corto fue el viaje: pasó una nube, cayó un aguacero, y la hormiga alada pronto quedó
muerta entre el barro del camino.

Los favores de la suerte suelen traer consigo sus peligros.

Las opiniones del gallo

El gallo canta claro y no disimula lo que piensa.
Dice la verdad, y la dice toda: pondera sin zalamería lo que le parece bien, y critica sin
acritud lo que le parece mal.
Así debería tener puros amigos, pues a cada uno le ha de gustar saber que aprecian sus
cualidades, y también, por otro lado, le ha de gustar conocer sus defectos, para tratar de
corregirlos.
Pues no parece que así sea; y muchos, al contrario, acusan al gallo de ser mala lengua,
o injusto, y le tienen rabia.
La oveja, por ejemplo, no lo puede ver: es cierto que en varias ocasiones ponderó el
gallo en excelentes términos el gran valor de su vellón y su amor materno; pero también
se permitió una vez insinuar que era algo corta de espíritu; miren
isi será!
La cabra, sin duda, le habría conservado su amistad, si se hubiera contentado con hablar
de su sobriedad y de la excelencia de su leche; pero también dijo que ella tenía el genio
algo caprichoso:
¡una mentira sin igual!
El chajá había quedado muy conforme al oír que el gallo alababa lo abundante de su
pluma, lo discreto de su color gris y el buen gusto de su traje; pero no le pudo perdonar
el haber criticado su canto.
El burro también quedó con el gallo en muy buenas relaciones mientras se concretó éste
a hacer justicia a su templanza y a su amor al trabajo; pero tuvieron que quebrar, pues
un día se atrevió el otro a decirle que sus modales eran toscos:
¡Figúrese!
La vizcacha, ella, no quiere saber nada con el gallo, y lo mantiene a distancia, pues la
juzgará este señor de bien poco mérito, cuando ni siquiera se ha dignado acordarse de ella nunca.
Por suave que sea el almíbar de la alabanza, cualquier átomo de crítica lo vuelve
amargo; pero más amarga aún que la critica, es la indiferencia.

Los burros y el eco

Cualquier acontecimiento que en la Pampa ocurriere, era, lo mismo que en todas partes,
objeto de los comentarios de cuanto bicho viviente hubiera. Cada uno daba su opinión
según su propio temperamento, su posición o sus intereses: y las aves de rapiña, ni las
fieras, podían apreciar un hecho social o un decreto del gobierno con el mismo criterio
que las ovejas o las liebres.

Sucedió que unos cuantos burros, habiéndose juntado por casualidad, al pie de unas
piedras altas, el eco hacía retumbar de tal modo sus rebuznos, que tapaban éstos el
murmullo de las mil voces cuchicheando en la llanura; y aprovechando la coincidencia,
exclamaron a un tiempo, para que los oyeran bien todos y repitieron hasta cansarse:
»
¡Nosotros somos la opinión!«.

Acabando por creerlo así ellos mismos, y también muchos otros; pero no todos...

El carnero filósofo

Un carnero, viendo cuánto bien producía a la gente ovejuna su modo de vivir en
sociedad, quiso generalizar el sistema y reformar en ese sentido las costumbres de todos
los animales. Trató, por una propaganda incansable, de juntarlos en una sola familia,
demostrándoles que para todos sería de gran provecho.
Empezó por querer asociar a todos los pájaros con las aves; pero pronto vio cuán difícil le
sería casar al avestruz con la gallina.
Y cuando trató de juntar a los cuadrúpedos entre sí, y a éstos con la gente que vuela,
fue peor; pues cada uno tenía sus costumbres y sus mañas, andando ligero unos y otros
despacio; volando, caminando o nadando; comiendo carne o comiendo pasto; éstos bien
vestidos, aquéllos desnudos; unos con dos patas, otros con cuatro; acostumbrados
algunos a no llevar cola, y muchos queriéndola conservar; los pájaros queriendo imponer
la pluma a todos, y los cuadrúpedos el pelo.
Hasta hubo grandes riñas, por haber nacido vivos, fuertes y bien parecidos unos cuantos,
y no querer ellos volverse tontos, débiles y feos, para hacerles el gusto a los demás.
Renunció el carnero a poner en práctica su teoría, y se conformó con haber agregado uno
más a los sistemas filosóficos ya fracasados o por fracasar.

La luciérnaga y las arañas

Una luciérnaga, entre los yuyos, brillaba, y esta luz ofuscaba a las arañas escondidas en
sus rincones obscuros.

Tácitamente se coaligaron las envidiosas para siquiera tapar, ya que no la podían apagar,
esa lámpara molesta; sin ruido, la fueron envolviendo poco a poco con tantas y tan
espesas telas, que, aunque siguiese prendida, no podían sus rayos traspasar el velo,
y que para todos quedó como si no existiera.

El silencio suele ser a veces arma tan malévola como la maledicencia.

El cordero negro

En la majada nació un cordero negro; y el pastor lo miraba con desprecio, por ser su
vellón de escaso valor. Al repartir entre los corderos la ración de grano, siempre trataba
de que no pudiera comer su parte; y una mañana que el negro, quejándose,
lo ensordecía con sus balidos: »cállate, le dijo, haraposo, que gritas como si fueras
blanco y bien vestido«, y el cordero le contestó: »Es que el hambre no hace diferencia,
y lo mismo necesita comer el negro haraposo como el blanco bien vestido«.


El águila y el gorrión

El gorrión, con imprudencia de cortesano novel, criticaba en voz alta, en un círculo de
muchos otros pájaros, el gobierno del águila. Aseguraba que los impuestos eran
excesivos y estaban mal repartidos; que se derrochaban los dineros públicos; que la
justicia era pésimamente administrada; que las elecciones, falseadas, mandaban al
congreso puros politiqueros ignorantes; que todo se volvía negocio; que el verdadero
mérito nunca era recompensado, y que sólo conseguían los puestos públicos los que para
nada servían.
Y muchas otras cosas se disponía a criticar, Cuando el águila que, sin que hubiera
sentido el gorrión, se había aproximado al grupo, le preguntó de qué gobierno estaba
haciendo la historia.
El gorrión no se inmutó:
-Del gobierno del abuelo de Vuestra Majestad -contestó sin vacilar, saludando al águila
con toda cortesía.
Y el monarca no pidió más, recapacitando que, efectivamente, todo aquello, desde
entonces, había mejorado muchísimo.

El tutor y la planta

Una planta delicada recién colocada en un jardín, necesitaba tutor para resistir los asaltos
del viento; y el jardinero, no teniendo a mano ninguna rama seca, cortó un gajo de
sauce, y lo clavó en la tierra para sostener a la planta débil.

Durante algún tiempo, todo anduvo bien; pero cuando vino la primavera, la rama de
sauce se cubrió de hojas, aparentando proteger con ellas a su pupila, quitándole en
realidad todo el sol y echando raíces tan grandes que pronto chuparon toda la savia del
suelo. A los pocos meses se marchitó la plantita y murió, mientras que el tutor seguía
creciendo;
¡como si para crecer él lo hubieran colocado en ese sitio!

No lo hizo por maldad; fue casi sin pensar, y la culpa era del jardinero, por no haber
sabido elegir el tutor.

Los patos caseros y los patos silvestres

En un corro de patos caseros se conversaba juzgando con severidad, entre charlas a
gritos, la cobarde comportación de los mismos patos caseros, en general, y la propia en
particular. Con expresiones fuertes castigaban todos la sumisión incondicional de que
daban al hombre tantas pruebas, dejando que dispusiera de ellos y de sus familias a su antojo.
-Es una vergüenza -decían- que vivamos en semejante abyección, presos voluntarios de
nuestro tirano, contentándonos con ruidosas e inútiles protestas, cuando le vemos matar
sin piedad a nuestros hijos, sin que nunca hagamos un gesto de rebelión, sin que
campeemos por nuestros fueros, o siquiera emprendamos la fuga, dejándolo plantado
y recuperando nuestra independencia.
Sus gritos eran tan fuertes, que un pato silvestre que pasaba por allí volando en libertad,
los oyó; y dejándose livianamente caer cerca de ellos, se mezcló en la conversación.
Escuchó con atención todo lo que decían los patos caseros: sus quejas contra el tirano
y sus protestas, y aprobó sus amagos de rebelión.
Los patos caseros lo miraron, primero, de rabo de ojo cuando manifestó su conformidad
con lo que ellos mismos decían; pero siguieron conversando.
Impugnó uno de ellos su falta de unión para sacudir el yugo que sobre los patos caseros
pesaba. Aplaudió el forastero... Le contestó un murmullo rezongón.
Otro pato casero trató a sus compañeros y a sí mismo de cobardes.
-Tiene razón -dijo el forastero.
Un repiqueteo de picos enojados se dejó oír en el corral.
-Somos todos unos sinvergüenzas -gritó un orador; y el pato silvestre, entusiasmado por
tanta elocuencia, dejó escapar un: »
¡Es cierto!« que si no hubiera tenido buenas alas,
le cuesta la vida; pues, una cosa es ser patos caseros y confesárselo entre sí, y otra que
un forastero se lo venga a decir.

El chajá y los mensajeros

Para evitar en lo posible a los habitantes de la Pampa los perjuicios que les podría causar
su venida repentina, la lluvia siempre, antes de llegar a alguna parte, se hace anunciar
por el chajá, cuya voz estentórea y cuyo vuelo poderoso le permiten cumplir muy bien y
ligero con su misión.
Un día que el chajá andaba en amores, pensó que, por una vez, podría, sin que lo
supiera nadie, hacerse reemplazar. Llamó, pues, al cisne que volaba por los aires, y le
pidió que por donde pasara tuviese la bondad de avisar a todos que ya venía la lluvia.
El cisne prometió, y siguió viaje.
Para mayor seguridad, el chajá le pidió el mismo servicio a la gaviota, cuya voz gritona
se oye de lejos; al flamenco, que viaja mucho; a la paloma, que viaja todavía más; y a la
cigüeña, que es persona servicial y conoce a medio mundo.
Todos prometieron, y el chajá, bien tranquilo, volvió a sus amores. Pero el cisne andaba
muy apurado, como siempre, y callado; y pasaba sin decir nada a nadie, y sin dar ningún
aviso. La gaviota salió llena de buena voluntad; pero encontró a unos hombres que
araban, y tantos gusanos se revolcaban en la tierra removida, que allí se detuvo,
olvidándose completamente del encargo. El flamenco dio con una laguna tan
transparente que no pudo resistir a las ganas de admirar en el agua su hermoso pelaje
rosado, y tanto tiempo se quedó allí que no pudo después cumplir su promesa.
La paloma, llevada por su instinto invencible, volvió, a pesar suyo, al palomar, y allí la
detuvieron, mientras que la cigüeña se quedaba pescando en cuanto cañadón encontraba
a su paso; de modo que cuando la lluvia llegó, nadie había podido tomar sus medidas
para evitar perjuicios.
El chajá recibió un terrible reto, casi lo destituyeron, y vio que lo mejor es hacer uno
mismo sus cosas, sin contar con nadie; pues, resulta chasco todo lo que a otro se confía.

El águila, el chimango y las urracas

Las urracas, habiéndose reído al pasar el águila, ésta, en un arranque impetuoso,
se abalanzó sobre ellas, mató dos o tres y remontó el vuelo, dejándolas para siempre
curadas de las ganas de burlarse de ella.
El chimango asistía de lejos a la escena; y también quiso un día imponerles respeto a las
urracas. Pretexto no le faltaba, pues siempre de él se mofaban ellas y lo perseguían,
riéndose a carcajadas.
Majestuosamente, pues, desplegó sus alas, y dejándose caer sobre el grupo de las más
gritonas, las amenazó con las uñas y el pico.
¡Pobre de él!
Las urracas se juntaron en bandadas, y de tal modo lo hostigaron, que tuvo que salir
disparando, no sin haber perdido parte del plumaje. Y a doña Chimanga, que le
preguntaba por qué se había metido con esa gente:
-Me quise hacer respetar -dijo.
-Y saliste chiflado -le contestó la compañera.