El hurón y el zorro en sociedad
El zorro hizo, una vez, sociedad con el hurón. Éste entraba
en las conejeras; el zorro se
quedaba afuera, espiando, y con diente ligero, cazaba a los
conejos asustados que
asomaban a la puerta.
Al hurón le daba parte de la presa, lo menos posible y de
los peores pedazos: el cogote,
la cabeza, las patas.
Pero el hurón quedaba muy conforme así; y el zorro no tenía
boca para ponderar a su
socio, su compañero y su amigo. Cierto que le mezquinaba un
tanto la carne, pero los
elogios llovían: era fuerte, valiente, sin pereza, dócil,
fiel, honrado, franco, sin orgullo...
un tesoro.
Un día, asimismo,
¿quién
sabe por qué sería? tuvieron un disgusto y el hurón pidió la
cuenta. El zorro se la arregló: y después de contar, no se
sabe bien qué, con las uñas,
le hizo ver al hurón que él era quien quedaba debiendo, y lo
despidió, perdonándole la
deuda, pero tratándolo de desagradecido.
El hurón se fue y empezó a trabajar por su cuenta; le fue
bien, no más: engordó,
mientras que el zorro, que ya casi no podía cazar,
enflaquecía a ojos vistas.
Un día el zorrino le preguntaba al zorro por qué no
trabajaban ya juntos con el hurón:
»¿Qué
quieres, amigo? Contestó don Juan,
isi
no sirve para nada!«.
¡Es
un flojo, un cobarde, un haragán, un vanidoso, un
desobediente, un sin palabra...
un cachafaz!«.
Las cualidades ajenas fácilmente se vuelven odiosas para el
que ha dejado de
aprovecharlas.
El ruiseñor y los gansos
Un ganso se había enriquecido vendiendo plumas, y todos sus
hijos seguían con el mismo
oficio, enriqueciéndose más y más. Una tarde que, después de
comer hasta más no
poder, tomaban el fresco, cambiando de vez en cuando
graznidos insulsos sobre los
negocios del día, oyeron los simpáticos trinos del ruiseñor.
El padre ganso lo llamó y le declaró que, deseoso de
proteger el arte, lo que le permitía
hacer su gran fortuna, había resuelto ofrecerle el puesto de
maestro de música de sus
hijos, remunerándolo generosamente con la casa y la comida.
El ruiseñor no necesita mucha casa, ni mucha comida; pero,
artista incipiente, era tan
pobre que aceptó.
Empezaron las lecciones: pero por mucho que hiciera, nunca
pudo conseguir de sus
discípulos otra cosa que el estridente grito: »¡Juan,
Juan!« y desanimado, se retiró
diciéndole al padre: »Mire« señor; mejor es renunciar; sus
hijos han nacido sólo para
ganar plata, no trate de hacer de ellos artistas«.
El burro
El burro había nacido bueno, alegre, sumiso, lleno de buena
voluntad. Era feo, es cierto,
pero se reía con tan buena gana, que a pesar de su voz
horrenda, su rebuzno parecía
canto. Se burlaban de él y de su facha: él sacudía las
orejas y se reía, bonachón.
Pero, porque era bueno, empezaron a abusar de él. Era
fuerte, por ser tan chico,
lo cargaron demasiado; era sobrio, casi no le dieron de
comer; era resistente, le hicieron
trabajar más de lo que era posible. Y cuando ya no daba más,
lo empezaron a maltratar.
Se le avinagró el genio; sus orejas no se movían ya
risueñas, sino que las echaba para
atrás, enojado, enseñando los dientes y aprontaba las patas.
Y el amo, desconfiando, a pesar de tener en la mano el palo
amenazador, decía:
»¡Qué
malo es el burro!«.
La vizcacha y el zorrino
La vizcacha tendrá sus defectos; pero es afincada, vive con
su familia en casa propia;
es ordenada, le gustan el ahorro y la limpieza, y todo bien
mirado, es persona decente.
Una tarde que iba troteando por el cardal, la saludó con
mucha cortesía el zorrino y se le
puso a la par, entablando conversación y siguiendo viaje con
ella. Aunque la vizcacha
sólo lo conociera de vista, no lo quiso desairar y le
contestó atentamente. Pero pronto se
fijó en que todos los conocidos a quienes saludaba por el
camino se hacían los ciegos
o los despreocupados y no le contestaban el saludo; primero
se resintió y después
reflexionó; y pensó que, no pudiendo ser para ella la
afrenta, debía de ser por su
compañero. Lo miró de reojo, no le vio nada de particular,
pero le tomó como un olorcillo
raro. Olfateó más fuerte y ya se dio cuenta de que andaba
mal acompañada; pronto,
con un pretexto cualquiera, dio media vuelta, se paró,
saludó al zorrino:
Mucho gusto -le dijo- en conocer a usted. Pero no le ofreció
la casa.
El loro muerto
El loro llenaba en la corte tres empleos: anunciaba la
visita de los altos personajes, tenía
el encargo de recrear a Su Excelencia en sus momentos de
ocio con cuentos amenos y de
atajar a los solicitantes con el grito consagrado: »¡No
hay vacante!«. Y como es justo,
teniendo tres empleos, cobraba tres sueldos, como quien dice
nada.
Murió, y pocas horas después del triste acontecimiento,
estaban conversando el chajá,
la urraca y el bien-te-veo, ponderando a cual más las
cualidades del finado: -¡Pobre
señor loro!, decía uno con aflicción. -¡Qué
muerte tan repentina-, contestó otro
tristemente! -¡Es
un gran vacío!, observó el tercero compungido. -¡Y
una gran vacante!,
murmuró la urraca. Y el chajá se sonrió y también el
bien-te-veo, y los tres, mirándose
con ojos de candidato:
¡Qué
vacante linda, che!, susurraron los tres.
Maniobras militares
El buitre, no pudiendo saciar su hambre en la comarca
montañosa y pobre en la cual la
naturaleza lo había relegado, resolvió invadir la llanura
poblada de hacienda donde tan
bien vivían los gavilanes y caranchos. Pero, como eran
muchos aquellos y bastante
guapos para defenderse, conchabó dos mil chimangos,
creyéndolos aves de presa,
y formó con ellos un ejército.
Bien mantenidos, aquéllos se prestaban a la prueba, y cuando
supieron volar por batallón
y compañía, el buitre les hizo hacer maniobras militares.
Fueron soberbios los
chimangos, de disciplina, de pericia y de valor; pero,
cuando al felicitarlos el buitre les
anunció que con semejantes tropas ya no vacilaba en invadir
los valles apetecidos,
volaron todos para sus pagos, graznándole:
¡Adiós,
que otra cosa es con guitarra!
El perro, el cimarrón y los guanacos
Los huanacos, amenazados en sus bienes y en su vida por un
cimarrón hambriento,
pidieron al perro su protección.
Éste, por pereza, para evitar compromisos, se hizo el
desentendido y dejó al cimarrón
dueño de hacer lo que quisiera.
Atorrante, ladrón, con el cuero todo roto y el pelo
haraposo, endeble y flaco, éste no se
hubiera metido con el perro, ni por cuatro huanacos; pero,
absteniéndose el otro, los
atacó, los degolló, y con su carne engordó y crió fuerzas;
con sus despojos se enriqueció.
Y cuando se sintió poderoso, mostró los colmillos al mismo
perro.
Aun por propio interés el fuerte debe ayudar al débil.
La vaca empantanada
Una vaca flaca como un estacón de ñandubay, quiso tomar agua
en un charco y quedó
empantanada. Debilitada por el hambre, viendo que no podía
salir sola del paso,
esperaba sin moverse la muerte, cuando por allí pasó el
caballo.
Con mugido triste y mirada lánguida lo llamó en su auxilio,
y el caballo, servicial por
naturaleza, entró en el barro y empezó a ayudarla.
En la loma apareció en aquel momento el zorro. Se sentó, y
de aficionado no más,
contempló ese espectáculo tan raro de un servicio prestado
con todo desinterés.
El caballo se tornó un trabajo bárbaro; levantó, tiró,
empujó al animal embarrado.
Se ensució de los pies a la cabeza; pero por fin, sacó a la
vaca del pantano.
Y apenas estuvo ésta en piso firme, agachó la cabeza y lo
quiso cornear.
El caballo, en su noble candidez, quedó estupefacto ante tal
ingratitud; mientras que
silencioso, con una sonrisa sardónica, se retiraba el zorro.
Las pértigas y la barrica
Dos pértigas, paseando, vieron pasar la barrica, y
cimbrándose de risa, las dos juntas
exclamaron:
¡Mirá,
che, qué barbaridad!
La barrica las miró y con su voz profunda dijo:
¡Menos
risa les causaría mi redondez si no
fueran ustedes de tan risible flacura!
¡Ya
no soy poeta!
Un cabecita negra cansado de cantar gratis, fastidiado de
llenar de melodías las
frondosidades del monte y de celebrar las bodas de todas las
avecillas con sus poéticos
gorjeos, sin nunca recibir un peso, resolvió buscar otros
medios de vida.
Un día que se le acercó un gorrión con su gorriona,
rogándole tuviera la amabilidad
de componer su epitalamio, bruscamente les contestó:
¡Ya
no soy poeta! El gorrión,
incrédulo, se sonrió y también la gorriona.
Era cierto, sin embargo; el cabecita negra se había vuelto
vendedor de perfumes, por
cuenta de las flores que crecían en las orillas del monte, y
para probárselo, ofreció a la
gorriona venderle un elegante frasquito de esencia. Pero
antes que le dijera el precio,
la gorriona coqueta miró al cabecita negra con unos ojos tan
tiernos, que éste no pudo
resistir al deseo de regalarle el frasco, y de yapa le
dedicó un delicioso madrigal.
El gorrión no dijo nada; pero la mueca que con el pico hizo,
bien dejaba entender que
para él el que nace poeta, poeta muere, y que no tardaría el
cantorcito comerciante en
pedir moratorias.
La cúspide y el valle
Cuando llegó el sauce a la comarca buscando fortuna, la
cúspide y el valle se apresuraron
a hacerle sus ofrecimientos. La primera, codiciando tan
admirable adorno para su calva
cabeza, lo buscó por la vanidad. Le ponderó la gloria que
sería para él dominar desde lo
alto de tan imperiosa cima todas las tierras encerradas en
el horizonte, con todas sus
plantas, grandes y pequeñas, y sus habitantes, desde el
insecto imperceptible hasta el
hombre orgulloso.
Se dejó tentar el sauce y quiso subir hasta la cúspide. Pero
cuanto más subía, más iba
sufriendo de la sed y de la violencia del viento; se
marchitaban sus hojas; sus mejores
ramas se quebraban; y cuando vio lo que todavía tenía que
arrostrar para llegar, le gritó
a la cúspide que no lo esperase, pues encontraba por demás
áspera la senda de la gloria.
Bajó hasta el valle. Allí lo saludó discretamente el
arroyuelo cantor, propinándole sin
reserva las aguas de su curso. El viento, atajado por las
montañas vecinas, apenas era
un céfiro acariciador que le refrescaba suavemente la
melena, y los pájaros, alegres,
venían por bandadas a reñir y a gorjear entre su follaje.
El valle le ofreció la hospitalidad: modesta y retirada, sin
gloria y sin honores; era la vida
que en él se hacía, pero vida tranquila, de paz profunda. El
sauce allí se quedó.
En las alturas sólo resiste el árbol inquebrantable o la
planta rastrera.
El ñandubay la paja
Un pequeño trozo de ñandubay, entre las cenizas del fogón,
lentamente se iba
consumiendo. Poca llama salía de sus ascuas, pero cantaba
suavemente el agua de la
pava, y podría seguir cantando así durante muchas horas,
antes de que se apagase el
fuego.
No muy lejos estaba un gran montón de paja; y la misma brisa
que, al correr por la
llanura, de vez en cuando avivaba el resplandor de la brasa,
susurró al oído del trozo de
leña lo que en tono de desprecio venía diciendo él de la
paja:
-No sé cómo se llamará esto -decía-, pero seguramente da más
compasión que calor.
Casi tengo ganas de ofrecerle mi ayuda para enseñarle lo que
es fuego.
De acuerdo con el ñandubay, la brisa, soplando fuerte, echó
encima del fogón todo el
montón de paja.
Soberbia fue la llamarada, pero tan rápida pasó y se
extinguió tan pronto, que dejó
apenas una ceniza liviana, sin haber siquiera conseguido
hacer hervir el agua. Y con
calma se siguió consumiendo el pequeño trozo de leña,
haciendo suavemente cantar
durante muchas horas todavía el agua en la pava.
Lo que vale en la vida es el esfuerzo que dura.
El picaflor enojado
En un jardín donde acostumbraba merodear un joven picaflor,
una tarde, colocaron un
gran espejo en forma de globo, para que en él se miraran las
flores coquetas y las
mariposas presumidas.
Como siempre, el picaflor, el día siguiente, luego que
empezó el sol a calentar, entró
como flecha en el jardín, en busca de miel, pinchando aquí,
pinchando allá, en su
vibrante aleteo de arco iris viviente, dando a la flor
vencida los crueles besos de su largo
pico.
De repente, vio relumbrar en el gran globo de cristal las
mil flores coloradas de la misma
planta que estaba saqueando, y dejando pasmarse en inútiles
deseos las elegantes
campanillas que le pedían su amor, fue a dar de picotazos a
la sombra de ellas.
Hubiera debido ver que se equivocaba; pero, acostumbrado a
no encontrar resistencia,
se dejó enceguecer por la ira, y siguió picoteando, enojado,
enfurecido, hasta romperse
el pico en la dura pared de pintadas ilusiones, y caer
moribundo, víctima de su locura.
La reflexión y la ira son enemigas mortales, y siempre una
de ellas mata a la otra.
La hormiga alada
Vino la primavera, y con ella le salieron alas a una hormiga
negra, acostumbrada hasta
entonces a caminar por el suelo, sin que jamás hubiera
pensado en mirar hacia el cielo.
Al sentirse tan liviana, se creyó dueña del orbe; miró con
desprecio a sus compañeras
que seguían arrastrándose en la senda del trabajo, con su
pesada carga; y tomando su
vuelo, partió para conquistar el mundo.
Corto fue el viaje: pasó una nube, cayó un aguacero, y la
hormiga alada pronto quedó
muerta entre el barro del camino.
Los favores de la suerte suelen traer consigo sus peligros.
Las opiniones del gallo
El gallo canta claro y no disimula lo que piensa.
Dice la verdad, y la dice toda: pondera sin zalamería lo que
le parece bien, y critica sin
acritud lo que le parece mal.
Así debería tener puros amigos, pues a cada uno le ha de
gustar saber que aprecian sus
cualidades, y también, por otro lado, le ha de gustar
conocer sus defectos, para tratar de
corregirlos.
Pues no parece que así sea; y muchos, al contrario, acusan
al gallo de ser mala lengua,
o injusto, y le tienen rabia.
La oveja, por ejemplo, no lo puede ver: es cierto que en
varias ocasiones ponderó el
gallo en excelentes términos el gran valor de su vellón y su
amor materno; pero también
se permitió una vez insinuar que era algo corta de espíritu;
miren
isi
será!
La cabra, sin duda, le habría conservado su amistad, si se
hubiera contentado con hablar
de su sobriedad y de la excelencia de su leche; pero también
dijo que ella tenía el genio
algo caprichoso:
¡una
mentira sin igual!
El chajá había quedado muy conforme al oír que el gallo
alababa lo abundante de su
pluma, lo discreto de su color gris y el buen gusto de su
traje; pero no le pudo perdonar
el haber criticado su canto.
El burro también quedó con el gallo en muy buenas relaciones
mientras se concretó éste
a hacer justicia a su templanza y a su amor al trabajo; pero
tuvieron que quebrar, pues
un día se atrevió el otro a decirle que sus modales eran
toscos:
¡Figúrese!
La vizcacha, ella, no quiere saber nada con el gallo, y lo
mantiene a distancia, pues la
juzgará este señor de bien poco mérito, cuando ni siquiera
se ha dignado acordarse de
ella nunca.
Por suave que sea el almíbar de la alabanza, cualquier átomo
de crítica lo vuelve
amargo; pero más amarga aún que la critica, es la
indiferencia.
Los burros y el eco
Cualquier acontecimiento que en la Pampa ocurriere, era, lo
mismo que en todas partes,
objeto de los comentarios de cuanto bicho viviente hubiera.
Cada uno daba su opinión
según su propio temperamento, su posición o sus intereses: y
las aves de rapiña, ni las
fieras, podían apreciar un hecho social o un decreto del
gobierno con el mismo criterio
que las ovejas o las liebres.
Sucedió que unos cuantos burros, habiéndose juntado por
casualidad, al pie de unas
piedras altas, el eco hacía retumbar de tal modo sus
rebuznos, que tapaban éstos el
murmullo de las mil voces cuchicheando en la llanura; y
aprovechando la coincidencia,
exclamaron a un tiempo, para que los oyeran bien todos y
repitieron hasta cansarse:
»¡Nosotros
somos la opinión!«.
Acabando por creerlo así ellos mismos, y también muchos
otros; pero no todos...
El carnero filósofo
Un carnero, viendo cuánto bien producía a la gente ovejuna
su modo de vivir en
sociedad, quiso generalizar el sistema y reformar en ese
sentido las costumbres de todos
los animales. Trató, por una propaganda incansable, de
juntarlos en una sola familia,
demostrándoles que para todos sería de gran provecho.
Empezó por querer asociar a todos los pájaros con las aves;
pero pronto vio cuán difícil le
sería casar al avestruz con la gallina.
Y cuando trató de juntar a los cuadrúpedos entre sí, y a
éstos con la gente que vuela,
fue peor; pues cada uno tenía sus costumbres y sus mañas,
andando ligero unos y otros
despacio; volando, caminando o nadando; comiendo carne o
comiendo pasto; éstos bien
vestidos, aquéllos desnudos; unos con dos patas, otros con
cuatro; acostumbrados
algunos a no llevar cola, y muchos queriéndola conservar;
los pájaros queriendo imponer
la pluma a todos, y los cuadrúpedos el pelo.
Hasta hubo grandes riñas, por haber nacido vivos, fuertes y
bien parecidos unos cuantos,
y no querer ellos volverse tontos, débiles y feos, para
hacerles el gusto a los demás.
Renunció el carnero a poner en práctica su teoría, y se
conformó con haber agregado uno
más a los sistemas filosóficos ya fracasados o por fracasar.
La luciérnaga y las arañas
Una luciérnaga, entre los yuyos, brillaba, y esta luz
ofuscaba a las arañas escondidas en
sus rincones obscuros.
Tácitamente se coaligaron las envidiosas para siquiera
tapar, ya que no la podían apagar,
esa lámpara molesta; sin ruido, la fueron envolviendo poco a
poco con tantas y tan
espesas telas, que, aunque siguiese prendida, no podían sus
rayos traspasar el velo,
y que para todos quedó como si no existiera.
El silencio suele ser a veces arma tan malévola como la
maledicencia.
El cordero negro
En la majada nació un cordero negro; y el pastor lo miraba
con desprecio, por ser su
vellón de escaso valor. Al repartir entre los corderos la
ración de grano, siempre trataba
de que no pudiera comer su parte; y una mañana que el negro,
quejándose,
lo ensordecía con sus balidos: »cállate, le dijo, haraposo,
que gritas como si fueras
blanco y bien vestido«, y el cordero le contestó: »Es que el
hambre no hace diferencia,
y lo mismo necesita comer el negro haraposo como el blanco
bien vestido«.
El águila y el gorrión
El gorrión, con imprudencia de cortesano novel, criticaba en
voz alta, en un círculo de
muchos otros pájaros, el gobierno del águila. Aseguraba que
los impuestos eran
excesivos y estaban mal repartidos; que se derrochaban los
dineros públicos; que la
justicia era pésimamente administrada; que las elecciones,
falseadas, mandaban al
congreso puros politiqueros ignorantes; que todo se volvía
negocio; que el verdadero
mérito nunca era recompensado, y que sólo conseguían los
puestos públicos los que para
nada servían.
Y muchas otras cosas se disponía a criticar, Cuando el
águila que, sin que hubiera
sentido el gorrión, se había aproximado al grupo, le
preguntó de qué gobierno estaba
haciendo la historia.
El gorrión no se inmutó:
-Del gobierno del abuelo de Vuestra Majestad -contestó sin
vacilar, saludando al águila
con toda cortesía.
Y el monarca no pidió más, recapacitando que, efectivamente,
todo aquello, desde
entonces, había mejorado muchísimo.
El tutor y la planta
Una planta delicada recién colocada en un jardín, necesitaba
tutor para resistir los asaltos
del viento; y el jardinero, no teniendo a mano ninguna rama
seca, cortó un gajo de
sauce, y lo clavó en la tierra para sostener a la planta
débil.
Durante algún tiempo, todo anduvo bien; pero cuando vino la
primavera, la rama de
sauce se cubrió de hojas, aparentando proteger con ellas a
su pupila, quitándole en
realidad todo el sol y echando raíces tan grandes que pronto
chuparon toda la savia del
suelo. A los pocos meses se marchitó la plantita y murió,
mientras que el tutor seguía
creciendo;
¡como
si para crecer él lo hubieran colocado en ese sitio!
No lo hizo por maldad; fue casi sin pensar, y la culpa era
del jardinero, por no haber
sabido elegir el tutor.
Los patos caseros y los patos silvestres
En un corro de patos caseros se conversaba juzgando con
severidad, entre charlas a
gritos, la cobarde comportación de los mismos patos caseros,
en general, y la propia en
particular. Con expresiones fuertes castigaban todos la
sumisión incondicional de que
daban al hombre tantas pruebas, dejando que dispusiera de
ellos y de sus familias a su
antojo.
-Es una vergüenza -decían- que vivamos en semejante
abyección, presos voluntarios de
nuestro tirano, contentándonos con ruidosas e inútiles
protestas, cuando le vemos matar
sin piedad a nuestros hijos, sin que nunca hagamos un gesto
de rebelión, sin que
campeemos por nuestros fueros, o siquiera emprendamos la
fuga, dejándolo plantado
y recuperando nuestra independencia.
Sus gritos eran tan fuertes, que un pato silvestre que
pasaba por allí volando en libertad,
los oyó; y dejándose livianamente caer cerca de ellos, se
mezcló en la conversación.
Escuchó con atención todo lo que decían los patos caseros:
sus quejas contra el tirano
y sus protestas, y aprobó sus amagos de rebelión.
Los patos caseros lo miraron, primero, de rabo de ojo cuando
manifestó su conformidad
con lo que ellos mismos decían; pero siguieron conversando.
Impugnó uno de ellos su falta de unión para sacudir el yugo
que sobre los patos caseros
pesaba. Aplaudió el forastero... Le contestó un murmullo
rezongón.
Otro pato casero trató a sus compañeros y a sí mismo de
cobardes.
-Tiene razón -dijo el forastero.
Un repiqueteo de picos enojados se dejó oír en el corral.
-Somos todos unos sinvergüenzas -gritó un orador; y el pato
silvestre, entusiasmado por
tanta elocuencia, dejó escapar un: »¡Es
cierto!« que si no hubiera tenido buenas alas,
le cuesta la vida; pues, una cosa es ser patos caseros y
confesárselo entre sí, y otra que
un forastero se lo venga a decir.
El chajá y los mensajeros
Para evitar en lo posible a los habitantes de la Pampa los
perjuicios que les podría causar
su venida repentina, la lluvia siempre, antes de llegar a
alguna parte, se hace anunciar
por el chajá, cuya voz estentórea y cuyo vuelo poderoso le
permiten cumplir muy bien y
ligero con su misión.
Un día que el chajá andaba en amores, pensó que, por una
vez, podría, sin que lo
supiera nadie, hacerse reemplazar. Llamó, pues, al cisne que
volaba por los aires, y le
pidió que por donde pasara tuviese la bondad de avisar a
todos que ya venía la lluvia.
El cisne prometió, y siguió viaje.
Para mayor seguridad, el chajá le pidió el mismo servicio a
la gaviota, cuya voz gritona
se oye de lejos; al flamenco, que viaja mucho; a la paloma,
que viaja todavía más; y a la
cigüeña, que es persona servicial y conoce a medio mundo.
Todos prometieron, y el chajá, bien tranquilo, volvió a sus
amores. Pero el cisne andaba
muy apurado, como siempre, y callado; y pasaba sin decir
nada a nadie, y sin dar ningún
aviso. La gaviota salió llena de buena voluntad; pero
encontró a unos hombres que
araban, y tantos gusanos se revolcaban en la tierra
removida, que allí se detuvo,
olvidándose completamente del encargo. El flamenco dio con
una laguna tan
transparente que no pudo resistir a las ganas de admirar en
el agua su hermoso pelaje
rosado, y tanto tiempo se quedó allí que no pudo después
cumplir su promesa.
La paloma, llevada por su instinto invencible, volvió, a
pesar suyo, al palomar, y allí la
detuvieron, mientras que la cigüeña se quedaba pescando en
cuanto cañadón encontraba
a su paso; de modo que cuando la lluvia llegó, nadie había
podido tomar sus medidas
para evitar perjuicios.
El chajá recibió un terrible reto, casi lo destituyeron, y
vio que lo mejor es hacer uno
mismo sus cosas, sin contar con nadie; pues, resulta chasco
todo lo que a otro se confía.
El águila, el chimango y las urracas
Las urracas, habiéndose reído al pasar el águila, ésta, en
un arranque impetuoso,
se abalanzó sobre ellas, mató dos o tres y remontó el vuelo,
dejándolas para siempre
curadas de las ganas de burlarse de ella.
El chimango asistía de lejos a la escena; y también quiso un
día imponerles respeto a las
urracas. Pretexto no le faltaba, pues siempre de él se
mofaban ellas y lo perseguían,
riéndose a carcajadas.
Majestuosamente, pues, desplegó sus alas, y dejándose caer
sobre el grupo de las más
gritonas, las amenazó con las uñas y el pico.
¡Pobre
de él!
Las urracas se juntaron en bandadas, y de tal modo lo
hostigaron, que tuvo que salir
disparando, no sin haber perdido parte del plumaje. Y a doña
Chimanga, que le
preguntaba por qué se había metido con esa gente:
-Me quise hacer respetar -dijo.
-Y saliste chiflado -le contestó la compañera.
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