El perro gritón
El tigre y el puma, con el cimarrón y
el zorro, habían entre todos muerto a un buey,
y como la presa era grande, no peleaban entre sí, demasiado
ocupados por acordarse de
impedir que cada cual voracease a su gusto.
Pero la muchedumbre de los animales pequeños que también
viven de carne, los rodeaba
con envidia, admirando las ganas con que comían.
Más de uno había tratado de agarrar un bocado, pero tan
severo había sido el castigo,
manotón o mordisco, que ya ninguno se animaba, y se
contentaban con rezongar; viendo
lo cual un perro, trató, ladrando fuerte y sin cesar, de
fomentar una sublevación.
En el mismo momento en que estaba gritando con más ahínco,
el zorro con una guiñada
al tigre que ya sacaba las uñas, le tiró justito en la boca,
con destreza y discreción,
un buen pedazo de carne que le hizo callar en seguida.
El que come no grita.
El cisne y la gallareta
Lleno de orgullo, se dignaba aceptar
el cisne los homenajes de la gallareta, humilde
y pobre, dejándole desdeñosamente los restos de su opulenta
mesa.
Sucedió que un día la gallareta, habiéndose comido por error
una mojarrita de la reserva
del cisne, entró éste en un furor desmedido. La insultó
groseramente, ofendiéndola en lo
más íntimo de su dignidad de pájaro, injuriándola a ella y a
su familia, tratándola de tal
modo que la gallareta, indignada, resolvió retirarse a otros
pagos.
Pero la miseria al cabo de algún tiempo fue tal, que un pato
comedido le ofreció
interceder en su favor cerca del cisne, y la pobre aceptó.
Primero el cisne no quiso oír nada. »Se fue, dijo, ¡que se
quede donde está!«, hasta que,
poco a poco, se apaciguó y acabó por consentir en recibir
otra vez a la desgraciada,
dignándose, generoso, perdonar las injurias... por él mismo
inferidas.
Los cimarrones y el
tigre
El tigre, cansado de ver que los
pumas venían hasta el corral donde encerraba las ovejas
para su consumo, a matárselas, resolvió salir en busca de
gente para dar a estos
ladrones un escarmiento tal, que por toda la vida se
acordaran.
Y se fue, dejando encargado al cimarrón de vigilar bien el
corral hasta que volviera.
El cimarrón, desconfiando de sí mismo y temeroso de la ira
del amo, si sucediese alguna
desgracia, no se animó a cuidar solo y fue a buscar a
algunos amigos suyos, todos gente
de pelea y guapos, para ayudarle.
En la misma noche de haberse ido el tigre los pumas vinieron
numerosos a pegar malón,
aprovechando la ausencia del temible dueño de casa. Pero los
cimarrones estaban ya en
sus puestos, y si muchos fueron los pumas que en el corral
entraron, bien pocos
pudieron salir.
Antes que hubiesen degollado una sola oveja, fueron
atropellados, envueltos, deshechos
a mordiscones, pereciendo casi todos.
A los pocos días volvió el tigre con todo un ejército de
jaguares y de onzas, de gatos
monteses y demás felinos, gente sanguinaria y traicionera,
parientes pobres de su misma
familia.
El cimarrón los fue a recibir, presentando al tigre a los
que tan bien le habían ayudado en
su hazaña, y le enseñó los cadáveres de los pumas que yacían
en el corral.
El tigre elogió su valor, dándoles a todos las gracias por
el inestimable servicio prestado,
y los cimarrones se retiraron a su aposento, llenos de
contento, soñando con las grandes
recompensas que no podían menos de serles otorgadas por el
magnífico cumplimiento de
su deber. Pero durante la noche, y mientras estaban
durmiendo, el tigre los hizo degollar
a todos, pensando, quizá con razón, que, vencidos ya sus
enemigos, podrían a su vez
volverse peligrosos los vencedores.
Un servidor poderoso es, más que ayuda, peligro.
El bien-te-veo y
la comadreja
El zorro, muy ocupado en cazar
perdices, iba deslizándose en un surco, tan despacio
y con tanto disimulo, que ni un terrón se movía a su paso.
Pero por bien que se
confundiese con el color del suelo el color de su pelaje, el
bien-te-veo desde su nido lo
vio y no pudo contener las ganas de hacerlo saber a todos.
-¡Bien
te veo, bien te veo! -gritó a voz en cuello-. El zorro se
paró, y renegando a media
voz:
-¡Imbécil,
dijo, que se quiere hacer el vivo!
Y se arrasó en una depresión del terreno, esperando que
pasase la tormenta.
Mientras tanto, una comadreja overa había oído los gritos
del bien-te-veo, fijándose
inmediatamente en el sitio de donde salían.
El bien-te-veo dejó el nido y se vino a reír del zorro: -¡Bien
te veo, y bien te veo, y bien
te veo!
Y la comadreja, haciéndose la zonza, le preguntó con aire
inocente a quién gritaba así.
El pájaro le enseñó al zorro escondido; pero la comadreja se
hacía la ciega y buscaba al
zorro sin quererlo ver, persiguiendo a preguntas al
bien-te-veo, pidiéndole que se lo
señalase mejor; y el bien-te-veo se lo enseñaba,
entreteniéndose en burlarse de la
comadreja, tan corta de vista o tan tonta, decía.
Hasta que se acordó de los pichones que había dejado
abandonados en el nido, y volvió
allá con su vuelo de relámpago amarillo, en tres enviones de
armoniosas curvas.
No encontró ya a los pichones; se los había llevado la
compañera de la comadreja overa,
temible trepadora de árboles, mientras su consorte la
entretenía con mil preguntas.
¡Pobre
del zonzo que se quiere hacer el vivo, en vez de cuidarse
del vivo que se está haciendo el zonzo!
La fiesta del águila
El águila, rey de los pájaros,
resolvió juntar en una gran fiesta a todas las
personalidades
más distinguidas de su reino en todos los ramos, y todos
acudieron, deseosos de figurar
en la Vida Social, que seguramente publicaría la lista de
los concurrentes.
Hubo militares, como el cóndor y el carancho, el halcón y
muchos otros; oradores, como
el loro y la urraca; viajeros, como la golondrina y el pato;
cantores, como el cardenal y la
calandria; arquitectos, como el hornero; industriales, como
el ganso, y no faltaron los
amantes de lo bello, el pavo real, el picaflor y el cisne,
ni muchas otras celebridades que
anduvieron recorriendo los salones, luciendo cada cual su
merecida reputación, el
avestruz y la lechuza, y el chajá, y el flamenco, y en fin,
todos: el pavo también estaba.
La fiesta fue espléndida; se cambiaron elocuentes brindis,
algo largos algunos, pero
llenos de palabras entusiastas y de altos conceptos, y todos
quedaron al parecer
encantados.
Y sin embargo, al tomar su vuelo para sus respectivos pagos,
a todos les parecía que
algo les había faltado. Y era simplemente que, habiendo
venido cada cual únicamente
para hacerse admirar por los demás, todos se habían
chasqueado, desde el águila hasta
el chingolo.
El novillo
Un invernador, ayudado por sus
peones, estaba llenando de pasto seco unos grandes
pesebres para que de noche los novillos pudiesen comer a su
gusto, cuando de repente
vino corriendo contra él un novillo con las astas agachadas,
enfurecido.
El hacendado apenas tuvo tiempo de esconderse detrás del
carro, los peones dispararon
hacia los caballos, y el novillo hizo un revoltijo bárbaro
con las horquillas, el pasto, las
carretillas y un recado que estaba en el suelo.
Y como al patrón que desde el carro lo estaba mirando, le
oyera decir: »¡Pues,
es como para darte
pasto, animal!« se paró, irguió la cabeza,
escarbó el suelo y haciendo volar tierra, mugió:
»¡Claro!
agradecimiento quisieras todavía por el pasto que nos das...
con tanto desprendimiento«.
El caballo enriquecido
Cultivando tierra virgen se
enriqueció un caballo; y para disfrutar su fortuna como la
gente, resolvió proteger a los artistas.
Se rodeó de cantores y los probó con mucha paciencia,
acabando por desechar a los que,
como la cabecita negra, cantaban tan finito que apenas se
oían, para quedarse con una
orquesta de urracas y chimangos, que siquiera con sus gritos
suplían perfectamente la
conversación... y también cobraban menos.
Mandó llamar a los tapiceros para adornar su casa, y después
de enojarse con la
chinchilla porque le pedía un precio loco por cada metro
cuadrado, trató con la vizcacha
que, por muchísima menos plata le hizo un trabajo muy bueno,
a su parecer.
Hizo venir a la mariposa; y quería que le pintase toda una
pared con dibujitos iguales al
de sus alas, prometiendo pagarle bien. La mariposa se rió y
le hizo un cálculo de lo que
podría valer que lo dejó pasmado.
Y nunca pudo comprender que ciertos artistas fueran tan
exigentes por obras tan
pequeñas, cuando tantos, por mucho menos, hacen trabajos de
gran tamaño.
El zorro y la vizcacha
II
El zorro se aprovechó de que la
vizcacha había ido a veranear con la familia en la costa
de un cañadón, para apoderarse de su habitación en la loma.
Y cuando volvió la dueña, le declaró con toda desfachatez
que, aunque conocía
perfectamente que ella tenía para sí todo el derecho, se
negaba a entregarle la cueva.
Protestó la vizcacha enérgicamente, y juró que haría valer
su derecho.
-Para valer, el derecho necesita ayuda -le dijo el zorro-. Y
agregó, riéndose: -¿Por
qué no
lo ve al perro?
La vizcacha rabió, pataleó; pero acabó por conformarse con
hacer otra cueva, pues
pronto se dio cuenta de que el zorro tenía razón: que el
derecho, sin ayuda, poco vale,
y que la ayuda, a veces, puede costar caro.
El perro y las pulgas
Un perro muy grande, fortachón y
peleador, había conseguido infundir a sus más
poderosos contrarios tal temor por sus colmillos, que luego
que lo divisaban, se
deshacían todos en humildes saludos. Lo aborrecían, pero no
se hubieran atrevido
a decirlo, ni siquiera a dejarlo ver, y se había vuelto el
más orgulloso de los perros.
Una pulga, asimismo, tan poco miedo le tuvo, que se instaló
entre su pelo, con su
numerosa prole y con una caterva de parientes pobres;
convidó a sus amigas y allí
mismo dieron fiestas y bailes, sin incomodarse siquiera por
los mordiscos del perro.
Se reían de sus rabietas, y tanto mayor era su furor mayor
alegría les causaba.
Llegó el pobre a tal desesperación que todos, menos ellas,
le tenían lástima;
y comprendió que más vale tener unos cuantos enemigos
fuertes que muchos pequeños,
inasibles a menudo, y tenaces siempre.
El chajá
El chajá es pájaro muy juicioso y muy
ponderoso, que si bien tiene sus defectos como
cualquier otro, se sabe manejar en la vida como es debido.
Y como llamase la atención al bien-te-veo, que sin trabajar
mucho, al parecer, ni darse
mucho movimiento, consiguiera estar siempre bastante gordo y
vestido, si no con lujo,
con mucha decencia, éste le preguntó al hornero su parecer:
-¿Habrá
tenido el chajá alguna herencia, o tendrá bienes escondidos,
o se habrá sacado
la grande, o habrá hecho algún negocio bueno? siempre parece
rico, y casi nunca se le
ve trabajar.
¿Cómo
diablos será esto?
-Y el hornero contestó: -Sencillamente, mi amigo, porque sus
necesidades son pocas y
siempre resultan superiores a ellas sus pequeños recursos.
La perdiz y la gaviota
La gaviota, un día se burlaba de la
perdiz de su traje color de tierra, de su timidez
absurda, y parangoneándose con ella, hacía valer a gritos su
hermoso traje blanco y su
vuelo audaz, acabando por decir que de veras, en este mundo,
había gente que para
bien poco servía. Hasta que la perdiz, a pesar de su genio
pacífico, le contestó, medio
enfadada, que menos aun servía cierta otra, pura pluma y
puro pico.
Las dos plantas
Dos plantas, iguales, nacieron al
mismo tiempo, y a pocos metros de distancia una de
otra, de dos semillas hermanas.
Una brotó en la orilla de un camino, siendo a veces cubierta
de polvo, otras de lodo,
quemada por el sol, en los días de verano, helada por el
frío en las noches de invierno,
azotada por la lluvia, batida por el viento, y creció bien
verde, vivaz y lozana.
La otra brotó al reparo de un techito que allí estaba, al
pie de una pared, y no tuvo que
luchar contra viento alguno; la lluvia no la mojaba, ni la
quemaba el sol, y apenas sentía
un poco de frío durante las noches largas de agosto; y por
esto mismo, creció delgada
endeble y descolorida.
Es que el luchar y sufrir conservan la vida.
El águila
Cuando tuvieron los pájaros que
elegir un rey, no pocos fueron los candidatos; y bien
desprovisto de méritos se sentiría aquél que no pensó
entonces, siquiera por un rato,
en solicitar para sí los votos de los demás.
Se juntaron primero para designar candidato los más
copetudos con los más inquietos
y los más gritones. Pero pronto conocieron que cada cual
tendría un solo voto, el propio,
y se disolvió la asamblea, dejando que el pueblo eligiese a
su gusto y nombrase al que
más quisiera.
Y el pueblo, acariciado por muchos candidatos zalameros y
prometedores, pero cansado
ya de gritos huecos y de agitaciones estériles, no vaciló en
confiar sus destinos, a pesar
de temblarle, al águila, que vuela en lo alto, solitario y
callado, majestuoso y dominador.
Una pequeña liga de temor a veces hace más resistente el
blando metal de la
popularidad.
El caballo y el burro
Un burro cargado con grandes canastas llenas de verdura, se
metió en un pantano.
Mientras estaba haciendo mil esfuerzos para salir a la
orilla, pasó un caballo tirando con
toda facilidad de un carrito vacío. Bien hubiera podido
ayudar al burro; pero miró y pasó.
El burro siguió penando, callado, resignado, hasta librarse
solo del mal paso.
Algún tiempo después, el burro, desensillado, estaba
paciendo con toda tranquilidad,
cuando pasó el caballo atado a una volanta tan llena de
gente, que apenas le daban las
fuerzas para caminar al tranco. El burro levantó la cabeza,
miró y siguió comiendo.
El caballo no pudo contener su indignación y lanzó tres o
cuatro relinchos expresivos a
ese grosero, egoísta, mal criado, que no era capaz de
ayudarle, viéndolo tan mal parado.
El burro se hizo el desentendido, acordándose de lo de
antes, y pensando, con razón,
que al rico que no ayuda al pobre, hay que negarle la cuarta
en medio del pantano.
Las abejas en sus
comicios
Nunca puede haber dos reinas en una colmena, y si por
casualidad así sucede, una de
ellas tiene que desaparecer en seguida disparando con algún
enjambre o muriendo.
Así reza la Constitución, y para cumplir con ese mandato
procedieron una vez a votar los
habitantes de una colmena.
La lucha fue recia, pues cada una de ambas reinas tenía sus
partidarias acérrimas; tanto
que una abeja quiso aprovechar el tumulto para votar dos
veces. Pero todas al momento
se dieron cuenta de lo que había hecho, y sin más trámite la
mataron a aguijonazos.
... ¡Pues, amigo,...
El pavo real y
sus admiradores
El pavo real, con la cola desplegada, erguido en un
delicioso cuadro de prados verdes,
de aguas relucientes y de arbustos, parecía sacudir
alrededor suyo, bajo los rayos del
sol, una lluvia de pedrerías, un rocío de esmeraldas, de
zafiros y de oro.
Le rodeaba un espeso círculo de admiradores extasiados, y él
gozaba de veras.
Pero se le ocurrió a uno de los que allí estaban decir en
voz alta que también era muy
lindo el faisán dorado. Por cierto, no le quitaba al pavo
real nada de su mérito, y sin
embargo se quedó éste tan triste, casi como si le hubieran
llamado feo.
Muchos pavos, que no siempre son reales, así piensan que el
mérito ajeno rebaja el de ellos.
El gaucho y el potro
Un gaucho iba a domar un potro. No le faltaban huascas y
hasta las tenía de sobra,
pero se le ocurrió, para compadrear quizá, que lo ensillaría
sin manearle las patas.
El apadrinador le aconsejó de no hacerse el zonzo,
haciéndole observar que el animal
era bellaco y que sin manearlo antes, iba a ser muy
trabajoso el lidiar con él.
El hombre no quiso entender nada, y como si hubiera sido
apuesta, empezó la operación.
Por supuesto que diez veces volaron las bajeras y las
caronillas y que para alcanzar
colocarle los bastos fue trabajo sin igual; pero fue peor
cuando se trató de apretarle la
cincha. El gaucho era vivo, fuerte, ágil; le conocía las
mañas al más diablo, pero
asimismo no pudo acabar de ensillar al potro y resultó
pateado.
No hay duda que a veces bien se llegaría a ensillar sin
manear; pero teniendo huascas,
es pavada no usarlas.
Zorro viejo
Un zorro entrado en años y medio tullido, que ya no sabía
cómo hacer para ganarse la
vida, tuvo una inspiración genial, divina.
Colocó en un hoyito tapado con dos hojas de tuna un maslo de
maíz, y esperó hincado
por delante.
No tardó en pasar un perro cimarrón, y el zorro levantó los
ojos al cielo, moviendo los
labios y golpeándose el pecho. El cimarrón, admirado de
tanta devoción se acercó a las
hojas de tuna para ver, y se pinchó el hocico, al mismo
tiempo que le gritaba el zorro:
-¡Impío! ¡Desgraciado! ¡Sacrílego! ¡Pobre de ti si no le
pides perdón!
-¿A quién? -preguntó el cimarrón todo asustado.
-Al que está ahí encerrado, dueño y señor de nuestras vidas,
árbitro de nuestra suerte.
Rezá y no preguntes más -contestó el zorro.
El cimarrón se hincó y, atemorizado, rezó.
Vinieron después un peludo, un hurón, un gato montés, una
comadreja y varios otros
bichos, y a todos los convenció el zorro de que si no
imploraban al ser misterioso allí
escondido, toda clase de males les iban a caer encima,
pudiendo al contrario esperar de
él mil favores con tal que se los pidieran en buena forma. Y
cada cual pronto trajo
consigo a otros, viniendo todos en procesión a implorar al
ser invisible, encerrado debajo
de las hojas de tuna, por miedo a los golpes unos, otros
para conseguir bienes.
Un día trajo el zorro y depositó al lado de las hojas,
cuidadosamente renovadas por él
durante la noche, a una gallina degollada; y cuando hubo
bastante gente junta, la ofreció
con palabra trémula de emoción al Ser, a la vez terrible y
protector, pidiéndole en cambio
su ayuda en este mundo de penas y su protección en el
otro... para después, retirarse
todo compungido.
Y desde el día siguiente ninguno dejó de traer también
alguna cosa: un cordero, un cuis,
o una perdiz, o huevos, pollos, etc., tanto que ya pudo
vivir el zorro opíparamente sin
salir de su cueva más que para recoger de noche las ofrendas
de los fieles y cambiar las
hojas de tuna de vez en cuando.
Al poco tiempo otro zorro quiso saber lo que había en el
agujero y aprovechó una corta
ausencia del zorro viejo para examinarlo de cerca.
Entreabrió, miró, volvió a cerrar, y se
fue con una sonrisa de profunda admiración.
Pronto supo el zorro viejo que se le había establecido una
competencia, y a pesar de que
el negocio daba para dos, no dejó de fulminar a los herejes
bastante atrevidos para no
dar exclusiva preferencia al único ser divino en quien se
pudiera tener fe, decía..., el de
las hojas de tuna, por supuesto.
A pesar de lo cual, volviéndose cada vez más lucrativo el
oficio, no faltaron zorros para
abrir otros boliches parecidos, cambiando sólo el maslo por
una piedra o por una astilla
de leña, un torniquete viejo de alambrado, algún cráneo de
oveja o cualquier otra cosa,
y las hojas de tuna por matas de paja, o bien hojas de
repollo; y cada cual ponderaba la
eficacia de su altar y rebajaba los demás con tan elocuente
convicción que parecía
verdad.
Las hormigas
Fue la cosa más natural del mundo y nadie se opuso, quedando
constituido el gobierno
con las cien hormigas más grandes y fuertes que se
encontraron en el hormiguero.
Pero pronto sucedió que estas señoras ya no quisieron
trabajar, dejando que sus
compañeras más débiles reventaran bajo el peso abrumador de
cargas enormes.
Sin cansarse mucho, habrían ellas podido aliviarlas, pero ni
un gesto hicieron para ello,
y contemplaban con desprecio, no sin fruncir las narices por
el olor a sudor que
despedían, a estas trabajadoras que peleaban empeñosas.
Y como eran más grandes, también pidieron más comida,
obligando a las hormigas
pequeñas a traérsela, y tantas fueron al fin las exigencias
de estas pocas señoras
haraganas y vividoras, que la multitud de las hormigas
pequeñas empezó a resistirse.
Se negaron a trabajar, se juntaron amenazadoras, y como eran
muchas, pronto
consiguieron imponer una justa repartición de las cargas, a
cada una según sus fuerzas.
Parentesco póstumo
Hubo en otros tiempos un caballo célebre, como él ninguno
corrió jamás, y para que su
nombre viviese eternamente en el recuerdo de la gente,
decidieron las autoridades erigir
a su memoria un grandioso monumento.
Se hizo una subscripción popular entre todos los
cuadrúpedos; se llamó a concurso a los
mejores artistas, y para el día de la inauguración del
monumento se resolvió convidar,
además de las autoridades, a todos los descendientes del
ilustre prócer.
No alcanzaron las tarjetas, pues no hubo ese día mancarrón
inservible que no se diera
por pariente de aquel gran caballo. Y cuando ya se iba a
cerrar el registro, todavía se
presentó el burro, asegurando que él también tenía con el
célebre caballo cierto
parentesco lejano.
Los tres durazneros
¡Qué hermosura! gritaron una mañana de agosto todos los
árboles de una huerta al ver
cubierto de flores a un duraznero precoz.
Otros dos durazneros estaban allí también, pero sin flores
todavía; y creyendo el peral
que por envidia no aplaudían, se lo reprochó.
-¿Cómo quiere usted que celebremos la desgracia de este
desdichado? –contestaron ellos.
Y efectivamente, pocos días después vino una helada que hizo
caer al suelo, quemadas,
todas las frutitas apenas cuajadas.
Otro de los durazneros floreció entonces y se apuró a dar en
la fuerza del verano una
enorme cantidad de frutas, pero pequeñas, comunes y de poco
valor por su misma
abundancia.
El último esperó para florecer que el sol fuera más fuerte y
dejó que durante todo el
verano creciesen sus frutas, almacenando despacio en ellas
todo el calor posible para
ostentar en el otoño la admirable cosecha de sus hermosas
frutas, grandes, sabrosas
y bien sazonadas.
La precocidad es siempre peligrosa.
El bien-te-veo
El bien-te-veo es un tipo singular. No pierde ocasión de
burlarse de la gente, y de su pico
incansable salen a cada rato, en carcajadas retumbantes,
críticas acerbas de cualquier
obra ajena.
Los demás pájaros y todos los animales y bichos de la Pampa
demasiado lo conocen para
hacerle mucho caso, pero poca simpatía le tienen, y si no se
lo hacen sentir muy
abiertamente, es por el muy legítimo temor de tener que
sufrir insultos, callados, o de
crearse conflictos si contestan.
Un día, en una numerosa reunión de toda clase de animales y
pájaros, el bien-te-veo
entabló en voz gritona, para llamar la atención, una gran
conversación con algunos de
los presentes. Y, cosa rara, en vez de ensañarse en
criticarlo todo, como de costumbre,
empezó por alabar a varios personajes, celebrando las altas
cualidades de algunas
personalidades políticas, la inteligencia, así la llamó, de
otros, y el desprendimiento de
unos cuantos que nombró, no sin cierto discreto asombro de
los oyentes y de los mismos
favorecidos; y pasó después a elogiar a personas conocidas
de la sociedad,
ponderando el talento de unas, las virtudes
domésticas de otras, llegando a encontrar méritos hasta
en los más humildes habitantes del campo.
Todos escuchaban admirados, cambiando guiñadas
interrogativas, como preguntándose:
-¿Adónde nos lleva? ¿Qué sucede? ¿Qué le pasa?
Pronto se supo; agotada la lista de los presentes y de
algunos más, y la proclamación
encomiástica de sus méritos, empezó el bien-te-veo a contar
los propios, su gracia para
volar, la agudeza de sus gritos, el color hermoso de su
plumaje, los servicios que presta,
etc.
Pero la asamblea se quedó callada; y el bien-te-veo
comprendió que el aplauso de buena
ley dispara cuando lo llaman.
El cuis en el
entierro del perro
Un magnífico perro, de gran precio, había muerto en la
estancia, y su amo, para
consagrar su memoria, le hizo edificar un soberbio sepulcro
a donde lo llevaron en
solemne procesión.
Al ver pasar el acompañamiento, en el cual figuraban todos
los animales de la estancia,
el cuis, que es pobre y vive como puede, en su miserable
cuevita, siguió también,
de curioso y no sin sentir cierta envidia hacia esos ricos
que, aun muertos, parecen otra
cosa que la demás gente.
Pero cuando lo hubo visto encerrar en el monumento aquel,
volvió, curado ya de envidia,
a su casa, pensando con razón que más vale un pobre cuis en
su miserable cueva,
que cualquier perro rico en su bóveda de gran lujo.
El ganso
Pocos son los pájaros que no tengan alguna pretensión
musical, y no se crean cantores,
cuando muchos de ellos no son más que gritones
insoportables.
Se le ocurrió al águila, rey progresista y generoso, abrir,
entre los de sus súbditos que
quisieran disputar el premio, un concurso de música, y
eligió él mismo al jurado,
compuesto de pájaros de reconocida competencia y de perfecta
imparcialidad.
Tomaron parte en el certamen aves de toda laya y tamaño,
domésticos y silvestres,
y después de haberse cansado los oídos, durante varios días,
escuchando cantos...
y gritos, los jurados adjudicaron el premio al pájaro que
les pareció realmente haberlo
merecido... No fue el ganso, lo que nadie extrañará.
Pero éste no quiso acatar el fallo del jurado, y se fue
diciendo por todas partes que los
jurados eran unos imbéciles o unos tramposos, y que sólo él,
y nadie más, había
merecido el premio.
Los jurados quedaban así malparados.
-¡Miren! tramposos e imbéciles; y quizá ambas cosas a la vez
-decían algunas buenas
lenguas; hasta que un amigo de ellos aconsejó al ganso dar
una prueba pública de su
talento.
No vaciló el muy vanidoso, y después de haber juntado a
mucha gente y explicado el
caso, cantó... La disparada fue general, y el asunto quedó
juzgado.
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