Fábula I. 
					La guindilla y el dulce 
					 
					    Se juntaron á comer 
					Una vez en un meson 
					Un viajero solteron 
					Y un casado mercader. 
					    
					
					Tras mil discursos prolijos, 
					Vino el soltero á decir 
					Que era imposible regir 
					La voluntad de los hijos. 
					    »Pues, señor, conmigo viaja 
					(Repuso atento el casado) 
					El niño que tengo al lado, 
					Y este chico es una alhaja. 
					    
					
					Vos pudierais ser testigo 
					De que, sin esfuerzo grande, 
					Cuanto yo quiera y le mande. 
					
					
					Me lo hace segun le digo. 
					    —Vaya! esos serán extremos 
					Del amor que le teneis. 
					—Hombre, no. — Bah! 
					
					Bah! — 
					
					¿Quereis 
					Que apostemos? — Apostemos.« 
					    Apuestan, y en la porfía 
					Gran cantidad se atraviesa. 
					En esto puso en la mesa 
					Dos platos el que servia. 
					    
					
					Como hay entre los viajantes  
					Gustos del todo contrarios, 
					Un plato eran dulces varios, 
					Otro, pimientos picantes. 
					    »Basta una prueba sencilla 
					(Dijo el solteron sin duelo): 
					Mandad á ese ángel del cielo 
					Que se coma una guindilla. 
					    —Hijo, complace al señor 
					(Contesta el padre); anda, listo!« 
					La guindilla.....Jesucristo! 
					Volcaba con el olor. 
					    El pobre niño, aterrado 
					Con el atroz mandamiento, 
					Cogió llorando el pimiento 
					Para tirarle un bocado. 
					    El padre en tanto, con poca 
					Prudencia ó fuerte apetito, 
					Pilló un dulce callandito, 
					Y acercóselo á la boca. 
					    Fuera el muchacho de sí, 
					Gritó al mercader: »Por Dios! 
					
					
					¡Confitura 
					para vos, 
					Y picante para mí! 
					    Yo de obedeceros trato, 
					La apuesta quiero ganar; 
					Pero comed á la par 
					Otra guindilla del plato; 
					    Que no será proceder 
					Como padre, hombre de juicio, 
					Exigirme un sacrificio, 
					Y vos no quererle hacer.« 
					 
					Fábula II. 
					El Niño en alto 
					 
					Trepó sobre una silla, y arrogante 
					Un chiquillo gritó: »Yo soy gigante. 
					— Monuelo saltarin (dijo un anciano), 
					Baja, serás enano.« 
					 
					Fábula III. 
					El Muchacho y la vela 
					 
					Dijo una vez á la encendida vela 
					Un chico de la escuela: 
					»Yo quiero, como tú, lucir un dia.« 
					La vela respondió: »La suerte mia 
					Sólo es angustia y humo. 
					Brillo, sí; mas brillando me consumo.« 
					 
					Fábula IV. 
					El ratoncillo y el gato 
					
					
					(Arreglada para música.) 
					 
					                     I. 
					 
					Hubo, señores, un ratoncillo 
					En una casa de mi lugar, 
					Hijo de viuda, madre mimona, 
					Que se afanaba por él no más. 
					Cuanto pillaba se lo traía, 
					Queso y chorizo, frutas y pan: 
					Vida no tuvo más regalada 
					Ni el Rey de Asiria, Salmanasar. 
					Y él á la pobre madre 
					No la dejaba en paz, 
					Queriendo cada dia 
					Su albergue abandonar, 
					Para ver lo que hay en el mundo, 
					Por correr de acá para allá. 
					Tran tarrantran, tarrantran, tarrantran. 
					 
					                     II. 
					 
					»Madre (decia), mucho te quiero; 
					Pero me aburre la soledad: 
					Sótano habito, justo es que vea 
					Sala y cocina, huerta y corral. 
					Deja que salga, y ándelo todo; 
					Llegue mi dia de libertad: 
					Si encarcelado más tiempo vive, 
					Tu ratoncillo se morirá. 
					Concédeme permiso 
					Para ir á pasear: 
					No quieras que te llame 
					Tiránica mamá. 
					Sepa yo lo que hay en el mundo 
					Por allí, por allí y allá.« 
					Tran tarrantran, tarrantran, tarrantran. 
					 
					                     III. 
					 
					Ríndese al cabo la débil madre 
					Con imprudente benignidad. 
					Marcha (le dice), no vayas léjos; 
					Vuelve al instante que oigas pisar. 
					Mira que hay perros, mira que hay hombres 
					Que se divierten haciendo mal; 
					Mira que el gato, fiero enemigo, 
					Como te atisbe, te comerá. 
					Poniendo astutamente 
					Carita de bondad, 
					Prepara sus traiciones 
					El pérfido animal. 
					»Quédate cerca de tu asilo, 
					No te aventures más allá.« 
					Tran tarrantran, tarrantran, tarrantran. 
					 
					                     IV. 
					 
					»Madre, no temas (él le responde): 
					Nadie me engaña, soy muy sagaz. 
					Voy á ese hueco de esa ventana 
					Por donde viene la claridad. 
					
					
					Qué de placeres ya me figuro! 
					Qué cosas luego te he de contar! 
					
					
					Anda y prevenme rica merienda, 
					Y hoy celebremos fiesta cabal.« 
					
					
					Y sube, y asombrado 
					No cesa de mirar, 
					Y ojos y piés y hocico 
					Tras todo se le van, 
					Y sin querer se va saliendo 
					Cada vez más y más allá. 
					
					
					Tran tarrantran, tarrantran, tarrantran. 
					 
					                     V. 
					 
					Era una huerta, donde á la sombra 
					Se solazaba don Mirrimian, 
					Gato famoso, que de ratones 
					Libre tenía la vecindad. 
					»Compañerito (dice al novato), 
					Pasa adelante sin recelar: 
					Más á tus anchas que en tu agujero 
					Por estas calles discurrirás. 
					Macetas mil de flores 
					Adorno al sitio dan, 
					Y fruto al suelo arrojan 
					El guindo y el peral. 
					Llega, pues, y coge á tu gusto; 
					Llega, ven, acércate acá.« 
					Tran tarrantran, tarrantran, tarrantran. 
					 
					                     VI. 
					 
					Dulce sonaba la voz traidora, 
					Dulce era el rostro del perillan: 
					Cede al engaño nuestro curioso, 
					Y á su verdugo vase á entregar. 
					Da un brinco el gato, bufa con ira, 
					Y uñas y dientes hinca voraz 
					En la garganta del ratoncillo, 
					Y se le engulle sin desollar. 
					»No hay (exclamaba el gato), 
					No hay para tí piedad: 
					Tú no quisiste guía; 
					No te hace falta ya.« 
					La juventud sin experiencia 
					Corre en el mundo suerte igual. 
					Tran tarrantran, tarrantran, tarrantran. 
					 
					Fábula V. 
					El cabello suelto 
					 
					    Peinando están á Julieta 
					Cabellos largos y blondos, 
					Peinando están a la niña 
					La rica madeja de oro. 
					    Sentada Julia delante 
					De un tocador primoroso, 
					Las rubias pendientes hebras 
					Llegan al suelo por poco. 
					    Sujetándolas atras 
					Nudo prieto antes que flojo, 
					La mano que ata el cordon 
					No abarca el peinado tronco. 
					    Mira la niña el espejo, 
					Recreándose sus ojos 
					Áun más en la mata hermosa. 
					Qué en la belleza del rostro. 
					    Pasa el peine la criada, 
					Pidiendo en sumiso tono 
					Que la infantil cabecita 
					Se esté un momento en reposo. 
					    La madre, sentada cerca, 
					Leyendo un papel en folio, 
					Finge tal vez que la riñe, 
					Contemplándola con gozo. 
					    »Déjela usted sin peinar, 
					(Dijo la mamá de pronto, 
					Creyendo tal amenaza 
					De efecto maravilloso). 
					    — Mamá (repuso Julieta), 
					Esa palabra te cojo: 
					Desde hoy para mi tocado 
					Moda nueva te propongo. 
					    
					
					¿Por 
					qué agarrotar mi pelo, 
					Ni hacerle pleita ni rollos, 
					Pudiendo lucirle más, 
					Tendido desde los hombros? 
					    Recogido, no se ve 
					Cómo es de largo ó de corto: 
					
					
					¿Qué 
					mal hay en que la gente 
					Sepa que le tengo hermoso? 
					    La lástima es que vivimos 
					En este rincon del globo, 
					Casa de campo que ignoran 
					Hasta el vencejo y el tordo. 
					    
					
					¿No 
					es cierto que sienta bien, 
					No va de veras airoso, 
					Por la esclavina esparcido,  
					Libre el cabello de estorbos? 
					    Si una corona de aquellas 
					Que en premio gané me pongo, 
					Verás 
					
					¡qué 
					bien te parezco, 
					Sin más trenzado ni adorno! 
					    — Bien (respondió la mamá), 
					Condesciendo en ese antojo, 
					Que tiene mucho de malo, 
					Sin lo que tiene de tonto. 
					    Virtud y cabello en niña, 
					Recogidos una y otro, 
					Se ven siempre, aunque les eche 
					La modestia su rebozo. 
					    Ponte la corona, y anda 
					La quinta, el jardin y el soto: 
					Le excusas á Catalina 
					Más de un rato fastidioso.« 
					    Bájase Julia al jardin, 
					Corriendo cual ágil corzo: 
					Se mira en estanque y fuente, 
					Y ansia mirarse en arroyo. 
					    Sale al campo, travesea 
					Bajo la copa del olmo, 
					Y al pié del nogal y el tilo 
					Que juntos le ofrecen toldo. 
					    Se inclina á coger del suelo 
					Cantitos que ve redondos, 
					Y las flotantes melenas 
					Ensúciansele de polvo. 
					    Sientase en la yerba un rato, 
					Y el cabello vagaroso 
					Tambien se sienta, y extiende 
					Manto que la envuelve en torno. 
					    Siente algo bullir en él, 
					Y mírale con asombro, 
					De un ejército de hormigas 
					Plagado sin saber cómo. 
					    Precisamente era insecto 
					Que ella miraba con odio: 
					No dejaban en su huerta 
					Ni una fruta ni un cogollo. 
					    Sacude, restriega...— dentro 
					Del undulante manojo, 
					Bichuelos al colodrillo 
					Le suben de cinco en ocho. 
					    Vase de allí, y en la senda, 
					En un callejon angosto, 
					Halla un charco, y un acebo 
					Que encima descuella foseo. 
					    Brinca valiente la niña, 
					Y al dar el salto brioso, 
					Se le alza el pelo, ayudando 
					El céfiro con su soplo. 
					    Rama, que baja salía 
					En forma de alfanje corvo, 
					Las crenelias agarra sueltas, 
					Codiciosa del despojo. 
					    Pendió de su vanidad 
					El Absalon revoltoso, 
					Hasta que soltó gimiendo 
					Porcion del rubio tesoro. 
					    Con rizos de Julia el árbol 
					Engalanó sus pimpollos: 
					Punzada por ellos ella, 
					Cayó del ramaje al lodo. 
					    Encenagada, aturdida 
					Del repelon horroroso, 
					Vuelve á la quinta Julieta, 
					Muriéndose de sonrojo. 
					    »Ay, mamá! (dijo al entrar) 
					Vengo á casa hecha un destrozo 
					Que me lave Catalina, 
					Y me haga despues un moño.« 
					    La bondadosa mamá 
					Le dijo con dulce modo, 
					Sabida la historia triste 
					Del columpio y el remojo: 
					    »Ya lo ves: á la mujer 
					Es muy conveniente y propio 
					Recogimiento de pelo, 
					Recogimiento de todo.« 
					 
					Fábula VI. 
					Bizca y amable 
					 
					Porque tiene los ojos 
					Bizcos y feos, 
					No los alza María 
					Nunca del suelo. 
					
					
					Dulce y humilde, 
					Con los párpados bajos 
					Las almas rinde. 
					Respirando su rostro 
					Santa modestia, 
					Con los ojos de Vénus 
					Menos valiera. 
					Es grande y noble 
					Convertir en virtudes 
					Imperfecciones. 
					 
					
					
					Fábula VII. 
					La Hija de Seyano 
					 
					    »No quiero vivir contigo 
					(Dijo la niña Seyana), 
					Porque tú continuamente 
					Con azotes me amenazas. 
					    Mi padre es el jefe ilustre 
					De la hueste pretoriana, 
					Y del gobierno del mundo 
					Tiberio César le encarga. 
					    Madre tú de Elio Seyano, 
					Te vuelves abuela mala, 
					Y á ochenta leguas de Roma 
					Me mantienes encerrada. 
					    Volver con mi padre quiero, 
					Y allá en su opulento alcázar 
					Castigar á cien esclavos 
					En vez de ser castigada. 
					    — No pienses tal (respondia 
					La bien advertida anciana): 
					Segura conmigo vives, 
					De todo el mundo ignorada. 
					    Con frecuencia se amotina 
					La plebe de Roma vária, 
					Y el Emperador Tiberio 
					Muchos poderosos mata. 
					    No quieras ir donde veas 
					Invadida nuestra casa 
					De incendiarios con hachones, 
					De asesinos con espadas. 
					    No hallaron piedad á veces 
					En la fiereza romana 
					Desvalida la mujer, 
					Inofensiva la infancia. 
					    
					
					No vayas donde eches menos 
					El techo de humilde paja, 
					Mansion de la pobre vieja, 
					Que dices que te maltrata. 
					    
					
					— Llévame á Roma, abuelita, 
					(Instó la niña mimada). 
					— Mi edad (le responde aquella) 
					No me permite que vaya. 
					    Tú puedes ir.« — Dos esclavos 
					Encárganse de llevarla; 
					Triste la anciana se queda, 
					Y alegre la niña marcha. 
					    Mas, ay! del cruel Tiberio 
					Pierde Seyano la gracia, 
					Y su palacio atropella 
					Furibunda la canalla. 
					    
					
					Perecen él y sus hijos, 
					Y ardiendo en sed de matanza, 
					Los bárbaros á morir 
					También á la niña sacan. 
					    De los cabellos cogida, 
					La lleva un sayon á rastra. 
					»Déjala«, gritaban unos; 
					Los otros: »No hay que dejarla.« 
					    — Dánosia acá (vocearon 
					Mujerzuelas desalmadas): 
					Con un cordel le daremos 
					Un aviso en las espaldas. 
					    
					
					— No me matéis (les decia 
					La niña desventurada); 
					Pero en lugar de mi abuela, 
					Que me castigue una extraña. 
					    »No me mateis y azotadme, 
					Porque estando donde estaba, 
					Me vine á buscar aquí 
					De mi padre la desgracia.« 
					    Ruego inútil: ya no es pena, 
					Cuando la del cielo amaga, 
					La que se impone tardía 
					La víctima involuntaria. 
					    Los brazos le atan atras, 
					Doblar el cuello le mandan... 
					»Ay, abuelita!« gritó 
					Con el hierro en la garganta. 
					    Desplómase el cuerpo en tierra, 
					Y alza el verdugo en la plaza 
					La cabeza de la niña, 
					Que áun pestañea espantada. 
					 
					Fábula VIII. 
					Dionisio el de Siracusa 
					 
					Abominable rey, cruel tirano 
					Fué del pueblo infeliz siracusano 
					Dionisio, tigre cauteloso y fiero. 
					Júpiter justiciero, 
					Le quiso escarmentar: nobleza y plebe 
					Al opresor aleve 
					Despojaron del trono; 
					Y, perseguido con tenaz encono, 
					Sin albergue se vió, se vió mendigo. 
					»Áun para sus tiránicos excesos 
					(Júpiter dijo airado) 
					No es bastante castigo, 
					Y otro ba de recibir que más le duela 
					Maestro de una escuela, 
					Con discípulos tontos y traviesos, 
					Le haré, por mi justicia condenado, 
					Y al doble pagará cuanto ba pecado.« 
					 
					Fábula IX. 
					El Maestro y las velas 
					 
					    Llora el infeliz Bartolo, 
					Llora que aturde la escuela, 
					Y en verdad que el pobre chico 
					No sin razon se lamenta. 
					    Encima de un compañero 
					Se ve montado á la fuerza; 
					Y dos compañeros más 
					Le agarran entrambas piernas. 
					    Desabrochado el justillo, 
					Remangada la chaqueta, 
					Le han prendido la camisa 
					Con un alfiler en ella. 
					    Desnuda la espalda en arco, 
					Él desesperado espera 
					Lo que por asiento saben 
					Las curvas con que se sienta. 
					    La leccion fué tropezona, 
					La plana horrible de puerca: 
					Segun la costumbre antigua, 
					Dos casos de azotes eran. 
					    Era, por añadidura, 
					Tarde de sábado aquella, 
					Dia de rezo y de pago, 
					De cántico y penitencia. 
					    Ante una imágen devota 
					Con dos encendidas velas, 
					Por su turno á cada reo 
					Se iba aplicando la pena. 
					    Cogió el maestro con aire 
					La humedecida correa, 
					Y sonó entre cien chillidos 
					La dolorosa docena. 
					    Miéntras Bartolo se ataca 
					Y el escozor se le templa, 
					El maestro en su sitial. 
					Perora de esta manera: 
					    »No se enseña al niño bien 
					Sin zurriago y sin palmeta: 
					Cuando comete una falta, 
					Es menester que le duela. 
					    Ejemplo da al pedagogo 
					La sábia naturaleza, 
					Castigando rigorosa 
					Las humanas imprudencias. 
					    Á un árbol se sube un hombre 
					Y se le va la cabeza: 
					Por más que grite al caer, 
					No se le ablanda la tierra. 
					    Si es roca el suelo en que pára, 
					Costilla ó muslo se quiebra: 
					Metido en agua, se moja; 
					Tocando el fuego, se quema. 
					    Á esas luces llegue un niño, 
					Queriendo jugar con ellas: 
					Las manos le abrasarán, 
					Sin duelo de su inocencia.« 
					    Las dos velas de la imágen, 
					Hartas de plática necia, 
					Quemadas le respondieron, 
					Corriéndose de vergüenza: 
					    »Si pudiéramos hablar 
					Otras veces como ésta, 
					Nuestra voz al niño incauto 
					Benévolo aviso diera. 
					    Primero que hacer llorar 
					Al inocente que yerra, 
					Nos muriéramos nosotras 
					Al ver su manita cerca. 
					    Juega un niño, y á un mastin 
					Le pellizca y le repela, 
					Y el perro aguanta su daño, 
					Por ser un niño el que juega. 
					    De la roca te apoyabas 
					En la impasible dureza: 
					La roca de alma carece: 
					No tú de roca la tengas. 
					    
					
					Vendrá tiempo en que ejercida 
					Con incansable paciencia, 
					Ni un ay al niño le cueste 
					La enseñanza de las letras. 
					    Dia vendrá en que por cuento 
					Se dén tus locas ideas, 
					Y otros discípulos rian 
					De lo que los tuyos tiemblan.« 
					    Aquel tiempo es ya llegado, 
					Y esta fábula encomienda 
					Que á los maestros de ahora 
					Se les respete y se quiera. 
					 
					Fábula X. 
					Los cuclillos 
					 
					Es el cuclillo pájaro 
					Travieso y holgazan, 
					Y es desalmado y pérfido 
					Su modo de criar. 
					    Él y su digna cónyuge, 
					En la estacion vernal, 
					Buscando por los arboles 
					Nidos ajenos van. 
					    
					
					En viendo la hembra picara 
					Uno con huevos ya, 
					Siéntase, y echa al prójimo 
					Un huevecito más. 
					    
					
					Por donde vino tórnase 
					Despues el cuco par, 
					Y el invadido tálamo 
					Quédase un mes en paz. 
					    La otra pareja Cándida, 
					Modelo de bondad, 
					Sus hijos y el expósito. 
					
					
					Cria con celo igual. 
					 
					    Á los picuelos tímidos 
					Lleva su tierno afan 
					Cebo copioso, haciéndoles 
					Hambre y amor piar. 
					    El ingerido huérfano, 
					Que ignora su orfandad, 
					Crece, y su instinto próvido 
					Incítale á volar. 
					    Con arrogancia impúdica 
					Su padre natural 
					Entónces viene y grítale: 
					»Eh! señorito, acá!« 
					    De allí con vuelo rápido 
					Huye sin vacilar: 
					Pupilo es ingratísimo 
					Quien tuvo padre tal. 
					    Junto á su cuna plácida 
					Volando pasará, 
					Y no dirá volviéndose: 
					»Padres, á Dios quedad!« 
					    Maestròs, nobles martires 
					De un cargo paternal, 
					
					
					¿Qué 
					padre, qué discípulo 
					Pago mejor os da? 
					 
					Fábula XI. 
					El tábano 
					 
					    Simplicio Merlo se llamaba un jóven 
					Alto, rubio, simpático, elegante, 
					Que hablaba de Solon y de Bethóven, 
					De política muerta y palpitante, 
					De Nínive y Pavía, 
					De flores y jabon y albeitería 
					En esa fácil prosa 
					En que, charlando mil, no dicen cosa 
					Que deje conocer al inquirirlo 
					Si Merlo diferénciase de mirlo. 
					Simplicio Merlo, pues, hombre decente, 
					De grande oreja y pié y angosta frente, 
					Largo bigote, puntiaguda pera, 
					No dejaba de ser..... —Muestre quién era 
					La relacion verídica siguiente. 
					    Á cierta romería 
					Don Simplicito Merlo concurría, 
					Y todo concurrente, grande ó chico, 
					Dama ó galan, allí, montó borrico: 
					Mayor caballería 
					No debieron hallar de buenas artes, 
					Y hay burros muy de bien en todas partes. 
					Habiéndose apeado 
					Para gozar la plácida verdura 
					De un floreciente prado, 
					Y siguiendo al jinete su montura; 
					Bicho que sin piedad las acribilla, 
					Un tábano atrevido, 
					Saltale á don Simplicio á la mejilla; 
					Y de ella sacudido, 
					Punza entre el escobon de la perilla. 
					Simplicio en el instante 
					Las manos echa al perillan picante 
					(Perillan esta vez inadvertido), 
					Y héteme aquí mi tábano cogido.  
					»Oiga usted, caballero, 
					Dijo (la cortesía lo primero) 
					Simplicio al sangrador: tengo entendido 
					Que es en ustedes uso 
					Cuadrúpedos picar; mas noque pique 
					Tábano alguno al hombre; 
					Y, juzgándome digno de este nombre, 
					Debo manifestar que estoy confuso, 
					Y quiero se me explique 
					Luego, sin dilacion, cómo se abona 
					El hecho consumado en mi persona. 
					— Señor hombre de Dios, contesta el preso, 
					Tengo excelente olfato y mala vista, 
					Y cometí por eso 
					Culpa que me avergüenza y me contrista. 
					Véole á usted ahora, 
					Y advierto que enamora 
					Por su talle y figura, 
					Y el aire señoril en traje curro; 
					Pero al volar aquí, mala ventura 
					Mia, que á mi honradez no corresponde, 
					Trájome á la nariz, no sé de dónde, 
					Un olorcillo á burro; 
					Y tropezando con usted á tiento, 
					Le piqué, suponiéndole jumento. 
					— La causa ya discurro 
					(Simplicio reparó) del desatino 
					Que usted á ciegas cometió: me sigue 
					No léjos el pollino 
					Que monto en este viaje, 
					Y lo que usted olió fué mi bagaje. 
					— Cierto, Señor: su enojo se mitigue. 
					Manso perdone la imprudencia mia: 
					No supe qué pinché, ni qué me olia. 
					Racional es usted, hecho y derecho, 
					No bestia vil de carga. 
					— Me doy por satisfecho,« 
					Dijo, y abrió los dedos el Simplicio, 
					Y el tábano se larga; 
					Y en pago del inmenso beneficio, 
					Grita en el aire con acerbo chiste: 
					»Bien á burro me olias; 
					Lo eres á no dudar, pues no entendiste 
					Mis poco rebozadas maulerias. 
					Los pinchazos agudos y frecuentes 
					Con que le rompo al asno el cerviguillo, 
					Te offrezco, si te pillo 
					Donde á mi gusto mi rejon te alcance.« 
					    
					
					Súpose por el tábano este lance, 
					Y óyese desde entonces á las gentes 
					En honra y gloria de Simplicio Merlo: 
					»Hueles á burro tú? Señal de serlo.« 
					 
					Fábula XII. 
					El baròmetro 
					 
					    »Ha bajado el barómetro 
					(Clamó el piloto Roque) 
					Más de pulgada y media, 
					Bajándola de golpe. 
					    Borrasca anuncia próxima, 
					Y ser de las mayores: 
					Cauto el patron ordene 
					Las grandes precauciones.« 
					    Velas recogen súbito, 
					Y se prepara el bote, 
					Y áun junto al palo el hacha 
					Mandan que se coloque. 
					    
					
					El buque iba en el ínterin 
					Por la region salobre 
					Con viento bonancible, 
					Sereno el horizonte 
					    El vaso barométrico 
					Mira el patron entónces, 
					Y Cántese el Te Deum 
					(Dijo, riendo, á voces). 
					    Nada el anuncio trágico 
					Por esta vez supone: 
					
					
					¡Mirad 
					el tubo roto, 
					Que está vertiendo azogue!« 
					    Se hacen tal vez con énfasis 
					Erradas predicciones: 
					Falta de estudio atento 
					Produce los errores. 
					 
					Fábula XIII. 
					El Caminante y el 
					kilòmetro 
					 
					    »Cuánto ese pueblo adonde marcho, dista? 
					(Pregunta el buen Tomás). 
					— Dista una lrgua (le responden). — Una? 
					— S¡, señor, 
					nada más.« 
					
					
					    Andar y más andar... Era en la Mancha, 
					Iba Tomás á pié. 
					»¿Que 
					legua es esta, santo Dios (decia), 
					Que el fin no se le vé!« 
					    
					
					Ardiente sol en sus mejillas daba, 
					Ni un árbol sólo halló, 
					Y dos horas anduvo; dos y media 
					Ya le marcó el reló. 
					    Legua maldita! (prorumpió tomando 
					Ls sombra de un tapial), 
					De cuantos viajen detestado sea 
					Quien te midió tan mal.« 
					    Oíale un kilómetro cercano, 
					Y viendo su inquietud, 
					»Quizá (dijo á Tomás) te informarias 
					Con poca exacitud. 
					    
					
					No dispongas por leguas tu jornada, 
					Teniéndonos aquí: 
					La carretera por igual partimos; 
					La legua no es así. 
					    »Doce contiene de nosotros ésta. 
					 —Jesus! 
					qué atrocidad! 
					 —Miente la voz de la rutina mucho: 
					Atente á la verdad.« 
					 
					
					
					Fábula XIV. 
					El metro y la vara 
					 
					    »Vencido quedas, instrumento inútil; 
					Cesaste de regir.« 
					Esta dura expresion oyó del metro 
					La vara de medir. 
					    »La caprichosa voluntad humana 
					Tu longitud fijó; 
					De una medida, que invariable existe, 
					Mi origen traigo yo. 
					    Con un liston larguísimo ciñendo 
					El globo terrenal, 
					Doblada sobre mi la cinta grande, 
					Su pliegue soy cabal. 
					    Rómpanos lodos, si quisiere, un dia 
					Persecucion cruel; 
					Dará el circulo máximo del orbe 
					Nuestra medida fiel. 
					    — Charlar es eso (contestó la vara) 
					Por gana de charlar. 
					Para medir un pié, 
					
					¡medir 
					la tierra! 
					Capricho singular! 
					    
					
					¿Cómo 
					se le responde al que dudoso 
					Pida, comprobacion? 
					
					
					Los que la esfera terrenal midieron, 
					Hombres al cabo son. 
					    
					
					Errar pudieron: con su incierto voto  
					Cesa de hacer él bú. 
					Mentira millonésima arrogante 
					Serás en limpio tú. 
					    Doy que el error imperceptiblé sea: 
					Siempre resultará 
					Que es decision de pocos, no infalible, 
					Lo que valor te da. 
					    Cuando siglos y siglos dominares, 
					Cual mi reinar duró, 
					Podrás vivir de tu excelencia ufano; 
					Mas entre tanto, no. 
					    Goza del puesto, á que te alzó la moda, 
					Con mépos vanidad: 
					No es un capricho, que la ciencia tuvo, 
					Ley justa de verdad.« 
					 
					Fábula XV. 
					Á la vejez viruelas 
					 
					En la boda de un viejo 
					Cantaba un tonto: 
					»Yo sé que lefia enjuta 
					Se enciende pronto. 
					»— 
					
					Sí; pero advierte 
					Que á la vejez viruelas 
					Es mal de muerte.« 
					 
					Fábula XVI. 
					Las abarcas olorosas 
					 
					    »Bien huelen tus abarcas, Julianillo, 
					(Dijo á un pastor el mayoral del hato). 
					— Sí (contestó Julian); me di un buen rato, 
					Pisando en un erial salvia y tomillo.« 
					
					
					¿Qué 
					no pisa tal vez el poderoso 
					Por un gusto pueril y caprichoso! 
					 
					
					
					Fábula XVII. 
					Las indirectas 
					del padre Cobos 
					 
					    Célebres entre agudos y entre bobos 
					Las indirectas son del padre Cobos; 
					Mas como habrá sin duda quien aprecie 
					Que le declare alguno lo que fueron 
					Las tales indirectas en su especie, 
					Trasládole el informe que me dieron. 
					    
					
					Parece, pues, que había 
					En cierta poblacion de Andalucía 
					Un convento ejemplar, con un prelado, 
					Siervo de Dios perfecto y acabado, 
					Que de ciencia y paciencia era un portento: 
					Por lo cual, uno á uno, 
					Dio en irle á visitar á su convento, 
					Sin qué ni para qué, tanto importuno, 
					Que siempre andaba el pobre atropellado 
					Para cumplir las reglas de su estado 
					Era portero de la casa un lego, 
					Catalan ó gallego, 
					Cobos apellidado, 
					Bartolomé de nombre, alto, robusto, 
					De resuelto genial y un poco adusto. 
					Llamóle el Superior, y dijo: »Mire 
					Si puede bacer, por indirecto modo, 
					Que esa gente comprenda 
					Que de tanta visita me incomodo. 
					— Yo haré que se retire 
					La tal familia presto,« 
					Respondió el motilon. — »Si, ponga enmienda; 
					Pero indirectamente, por supuesto. 
					— Fíe, Padre, en el tino de Bartolo: 
					Para indirectas, oh! me pinto solo.« 
					Viene al siguiente dia, 
					Madrugando solícito, un molesto: 
					Llama. Tilin, tilin... »Ave María.« 
					Bartolo, sin abrir la portería, 
					Dice al madrugador: »Hermano, trate 
					De ir á otro manantial que no se agote: 
					Desde hoy ningun pegote 
					Prueba de mi Prior el chocolate.» 
					Oyendo el hombre la indirecta rara, 
					Se fué, brotando bermellon su cara. 
					Llega un necio en seguida, 
					Y Cobos dice: »Excuse la venida: 
					Miéntras yo el cargo ejerza de portera. 
					No entra aqui ni gandul ni majadero.« 
					Despedido el segundo visitante, 
					Cata el número tres. — »Coja el portante, 
					Prorumpe el fiero Cobos, usiría: 
					No está bien entre monjes un espía.« 
					Con una añadidura semejante, 
					Y en tono proferida nada blando, 
					Bartolo á cada cual fué despachando; 
					Y desde entónces al Prior bendito 
					No perturbó en su celda ni un mosquito. 
					Contento el Padre y á la par confuso, 
					Al lego preguntó: »¿De 
					qué manera 
					Con aquella familia se compuso, 
					Para que así de verme desistiera? 
					— Fué cosa muy sencilla, 
					Mi querido Prior (Cóbos repuso): 
					Cada quisque llevó su indirectilla, 
					Y huyó de mí la incómoda cuadrilla. 
					— Cuénteme las discretas expresiones, 
					Cuya virtud á la razon los trajo. 
					— Les dije la verdad: Sois un atajo 
					De tunos, de chismosos y de hambrones. 
					— 
					
					¡Á 
					eso llama indirectas, en efecto! 
					— Yo nunca en ellas fui más circunspecto. 
					— Pues, hermano, mentiras ó verdades, 
					Sus indirectas son atrocidades.« 
					    Dijo bien el Prior; mas como hay entes 
					En grado escandaloso impertinentes, 
					Échaseles tambien de buena gana 
					Tal cual indirectilla cobosiana. 
					 
					 
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