Fábulas III.
 

Fábulas II.
 
Origen del cigarro
El Sastre y el Avaro
El Auticuario
La campana de Toledo
La gradacion inversa
El mastin y el gallo
El Fiscal
La alacena
La invencion del circulo
El Escritor y el Ladron
El loro
El Enano de la venta
El moral y la moral
Los dos pinos
El murciélago
El águila y el caracol
La rueca y la vara

 

Fábula XVIII.
Origen del cigarro

    Fuman el indio y el charro,
Gil Blas y el Conde de Cabra,
V no se dicen palabra
Del origen del cigarro.
    Mujer, empero, y varon
Habrán en pintura visto
Un hombre que baja listo
Del cielo con un hachon.
    No le representan feo,
No lleva casi ropaje
Moda griega: personaje
Tal se llama Prometeo.
    Númen de clase vulgar,
Es voz que ganó renombre
formando un proyecto de hombre
Con barro dé modelar.
    Á su gusto concluida
La estatua para modelo,
Cuentan que robó del cielo
Fuego para darle vida.
    Júpiter con tal motivo,
No muy grave á la verdad,
Hizo una barbaridad
Con el escultor de vivo.
    Clavómele en un peñon
Cual á milano en pared,
Y todo (contemple usted!)
Por el robo de un tizon.
    Fijo en solitaria roca
Se le ve representado:
Ya nos le darán pintado
Con un cigarro en la boca.
    De la imágen y del fuego
Decir no se necesita
Que es una invencion bonita
De algun ingenioso griego.
    Mas yo, que lo cierto sé
De unos documentos raros,
Voy, señores, á trazaros
A Prometeo cual fué.
    Allá en la primera edad,
Que de todo carecia,
Ni encender lumbre sabía
La infantil humanidad.
    Prometeo vio caer
Y llamas alzar un rayo,
Y quiso hacer un ensayo
Con medio de tal poder.
»Quédese (dijo) por mio
Este sér devorador;
Pues que da tanto calor,
Bueno será contra el frio.
    Ya se aviva, ya desmaya,
Segun el palo que muerde:
Viene al seco y deja el verde:
Libre está que se me vaya.
    En este mismo lugar
Asilo haré vividero.«
Prometeo fué el primero
Que tuvo casa y hogar.
    Vinieron á visitarle.
Y á todos les daba lumbre,
Y estableció la costumbre
De tener luego y usarle.
    Y entre aquellos Robinsones
De la época primitiva
La necesidad activa
Produjo mil invenciones.
    Bien pronto, asando la caza,
Los confortó el olorcillo;
Pronto cocieron ladrillo,
Pan, yeso, cántaro y taza.
    Chamuscábanse el pelaje
Los hombres en ocasiones,
Y á fuerza de quemazones
Labraban el maderaje.
    Prometeo, que su ardiente
Hallazgo aplicaba á todo,
Trató de inventar el modo
De llevarlo fácilmente.
    Una vez, pues, arrolló,
Ni muy fuertes ni muy flojas,
Mojándolas, unas hojas,
Y secas, las encendió.
    Chupó el rollo sin desden.
Y dijo para su saco:
»Esta planta (era tabaco)
Sabe mal; pero arde bien.
    Cómodo arbitrio y seguro
Me da para mi deseo.«
Cate usted á Prometeo
Tan jaque fumando puro.
    Dió el invento á conocor,
Y lo adoptó el municipio:
El cigarro en su principio
Fué mecha para encender.
    Sustituto él de la hoguera
Con su brasa no costosa,
Toda mujer hacendosa
Tuvo que ser cigarrera.
    Como el fuego, al caminar.,
Para todo era la base,
Porque lumbre no faltase,
No cesaban de fumar.
    Chupado con ceño adusto
El cigarro primerizo,
Por fin el hábito hizo
Paladearlo con gusto.
    En esta disposicion,
El dar en un pedernal
Un golpe fuerte casual
Dió pedernal y eslabon.
    Y la llama gigantesca
Del rayo en árbol copudo,
Cualquiera formarla pudo
Con dos cantos y con yesca.
    Debió el cigarro ceder
Al método nuevo: ca!
Sin ser necesario ya,
Era costumbre y placer.
    Y llevado en compañía
Del guijarro chispeador,
Con el nuevo encendedor
El antiguo se encendia.
    Y hoy, desde el suelo andaluz
Á los campas de Guajaca,
Los hombres de la petaca
Son hombres de chispa y luz.
    Digan sabios eminentes
Que tienen ciertos regalos
Y usos, que parecen malos,
Muy buenos antecedentes;
    Yo diré sólo (y resumo)
Que es ésta, segun la leo,
La historia de Prometeo,
Padre del tabaco de humo,
    Varon famoso, del cual,
Suban los puros ó bajen,
Debe tener una imágen
Cada estanco nacional.
    Sépase del Nilo al Darro,
Del Plata y Obi al Mondego,
Que al propagador del fuego
Se debe el primer cigarro.

Fábula XIX.
El Sastre y el Avaro

    Hay gente que dice cólega
Y epígrama y estaláclita,
Púpitre, méndigo, sútiles,
Hóstiles, córola y áuriga
.
    Se oye á muchísimos périto,
Y alguno pronuncia mámpara,
Diploma, erúdito, pérfume,
Pérsiles, Tibulo y Sávedra
.
    Los que introducen esdrújulos
Contra el origen y práctica,
Imitacion de su método,
Lean la presente fábula.
    Sabrán, si me escuchan, ustedes
Que hubo un tal Pedrillo Zápata
Sastre titular del Concejo
De no sé qué villa mánchega.
    Era comilon Períquito
Y algo amigo de la gandaya;
Sin embargo, bien á ménudo,
Listo su labor despácbaba.
    Vivia en su pueblo un rícote,
Cicatero sobre mánera,
Que le encargó que le cosiera
Calzones, chaleco y cháqueta.
    Costumbre de pueblo péqueño
Es, muy general y sábida,
Que al sastre le dé la cómida
El mismo para quien trábaja.
    Cose á vista del parroquiano,
Engulle, segun se trátara,
Buen almuerzo y rico puchero,
Cena, y acabó su fátiga.
    Á casa de don Ceférino
Se fué mi sastre de mañana;
Sirviéronle su desáyuno,
Y seda previno y agujas.
    »Ea (dijo), hasta que Isídoro,
Tocando la gorda campana,
La hora de comer no señale,
Coso sin alzar la cábeza.«
    Echóse á pensar el avaro
Si on fuerza de aquellas pálabras,
Del sastre salir le pudiera
La manutencion más barata.
»
¿Quieres (le proposo á Perico)
La olla comerte prepárada,
Y hasta la cena seguídito
Proseguir luégo la tarëa?«
    Respondió el sastre: »Me acómode;
Y aun si la cena me sacaran,
Me la engullera: mi apétito
No corre con hora marcada.
    — Corriente (contesta el ricacho):
Vas á comer de una zámpada
Para el dia de hoy por cómpleto,
Y coses luégo sin párada.
    — La mitad sobra de séguro
(Dijo el ruin para su camisa):
Ni un avestruz que se púsiera.
Tanto en el buche se encájara.
    — Vamos (gritó): pronto, próntito;
Corta la sopa y la ensalada,
Y á Pedro sírvele en séguida
La olla y de cenar, Baltásara.«
    Dánselo, y trágalo tódito,
Y dice despues de lá-cena:
»Yo en cenando, no doy púntada.
Buenas noches: voyme á lá-cama.«
    La salida del sastrécito
Fué una solemne tunántada;
Mas de burlas á misérables
Ni un místico se escandáliza.

Fábula XX.
El Auticuario

    Dan el nombre de vacos y de ovejos
Los aldeanos viejos
De la tierra de Cuenca, los muchachos,
Las niñas y las viejas,
Á toros y carneros, á los machos
De vacas y de ovejas.
Hizo en una posada
Don Lope Arrugacejas,
Un anticuario, por allí parada;
Y á un pescador oyó, que referia
Que en el monte cercano,
Y orilla de la fuente riel Beleño,
Un vaco hermoso habia,
Y él por casualidad le vió tendido
Y casi entre las matas escondido,
Entero, al parecer, solo y sin dueño.
»Yo le echaré la mano
(Dijo al instante para sí don Lope),
No me le pille un drope,
Que rompa con furioso desatino
El indemne hasta aquí, numen del vino.«
Preciosa antigüedad, obra excelente,
Se figuró don Lope que sería
El escondido entre maleza y ramos;
Baco, segun oía,
Con mayúscula B: de suerte hablamos,
Que al dios y al buey lo mismo le nombramos.
Va don Lope sin guía
En busca de la fuente;
Registra diligente,
Sin ver al pronto nada;
Y á lo mejor, encuéntrase de frente
Con un toro, de tábanos herido,
Que á tierra le tiró de una hocicada.
Pisado y aturdido,
Temiéndose que el toro le destrice;
Huye el pobre señor, echando un taco;
Y el pescador, que se le encuentra, dice:
»Ya lo previne ayer: ese es el vaco.
— Á buen tiempo tambien asomas tú!
(Le contestó don Lope, oyendo tal).
¡Maldigo, amén, el uso irracional,
Que bárbaro confunde B con U!«

Fábula XXI.
La campana de Toledo

Se rajó al primer toque
La soberbia campana de Toledo,
Y suena, siglos há, mal, tarde y quedo.
Piensa dejar don Antolin Bodoque
Pasmado al orbe y mudo
Con su drama precoz: Roma incendiada;
Fácil es que su ingenio campanudo
Reviente á la primera campanada.

Fábula XXII.
La gradacion inversa

Una suegra cerril, hecha un infierno,
Dijo á su probre yerno:
»Eres un vagamundo,
Y no te dejo en paz si no te enmiendas;
Y á decírselo voy á todo el mundo
En Espaná, en Madrid y en Alcobéndas.«
Hipérboles tremendas
Cierto declamador tan diestro encaja,
Que cuanto más pondera, más rebaja.

Fábula XXIII.
El mastin y el gallo

    »
¿Por qué ladras á la luna
(Le dijo el gallo al mastin),
Cuando ella su órbita corre
Sin hacer caso de tí?
    — Los hombres me oyen. — Y gritan
Que no les dejas dormir,
Y alguno de ellos va á darte
Las gracias con un fusil.
    — Pues si enfadan mis ladridos,
Y nadie los quiere oir,
Yo los oigo, y basta y sobra
Con que me gusten á mi.«
    Autores, que farfullais
Tanta crítica infeliz,
Á no ser para vosotros,
¿Para quién las escribís?

Fábula XXIV.
El Fiscal

    Comprobando una copia
Cierto señor Fiscal impertinente,
Púsose á corregir de mano propia
Tres faltas que notó del escribiente,
Descuidos ortográficos ligeros.
Raspó lo equivocado;
Pero con tal desmaña ó tal enfado,
Que en el papel abrió tres agujeros;
Y viéndolo inservible,
Lo rasgó y lo tiró; barrió el criado,
Y á un muladar lo echó, revuelto en broza.
    Censor hay de genial tan apacible,
Que no ha de corregir si no destroza.

Fábula XXV.
La alacena

    Caminando un Relator
Del Consejo de Ultramar,
Hizo noche en un lugar
En casa de un labrador.
    En servicio del viajero
Iba un paje maragato,
Mozo de excelente olfato,
Y excelente majadero.
    Cenaron en paz de Dios,
Trataron de madrugar,
Y hubiéronse de acostar
En una alcoba los dos.
    Veíanse en los costados
De la estancia, frente á frente,
Iguales perfectamente,
Cuatro postigos cerrados.
    El un par era un balcon;
El otro correspondia
Á una alacena, en que habia
Seis quesos de Villalon.
    Cogió el sueño tarde y mal
El Relator, y durmiendo
Creyó sentir el estruendo
De un turbion descomunal.
    Despertó, y al camarada
Le dijo: »Ved si el oriente
Clarea, y si da el ambiente
Olor de tierra mojada.«
    Saltó el paje de su lecho,
Y á tientas de mano y pié,
Por ir al balcon, se fué
Á la alacena derecho.
    Abrió, zampó la cabeza;
Y aunque miró y remiró,
Tan negro el boquete halló
Como el resto de la pieza.
    Pero un olor en seguida
Percibió en aquel recinto,
Que le pareció distinto
Del de tierra humedecida.
    Y levantando exprofeso
La voz el muy avestruz,
Dijo: »Ni lluvia, ni luz:
Está oscuro y huele á queso.«
    Asi, ciega y tontamente,
Críticas hacen famosas
Los que no miran las cosas
Desde el punto conveniente.

    Tacha de oscuro y condena
Tal concepto Santillana;
Y es que huye de la ventana,
Y se asoma á la alacena.

Fábula XXVI.
La invencion del circulo

    El casado casa quiere,
Dice un añejo refran,
Cuya fecha se refiere
Al tiempo del padre Adan:
    El cual, así que pensó
Casar á Caín y Abel,
Fabricarse les mandó
Casa en que vivir sin él.
    Labrar su nueva morada
Fué, pues, a entrambos preciso
Cain la trazó cuadrada,
Y Abel redonda la quiso.
    Cuando éste necesitó
Señalar el redondel,
Un par de estacas ató
Á las puntas de un cordel.
    Una clavó en el solar,
Y llevando otra en la mano,
Tiró, y se puso á rayar
Con ella en el piso llano.
    Dando la vuelta, en efecto,
Y haciendo la raya asi,
Recien nacido y perfecto
Resultó el círculo allí.
    Con harta razon ufano
Abel de su operacion,
»Mira (le dijo á su hermano)
¡Qué afortunada invencion!«
    Cain replicó, envidioso:
»No me parece maleja;
Pero no estés orgulloso
De una traza que es ya vieja.«
    — Pues nadie me la enseñó,
Es mia, segun discurro.
— No, señor; que la estrenó
Primero que tú mi burro.
    »Para domarle, le eché
Al cuello un largo ramal,
Le até á un árbol, y zurré
De firme al torpe animal.
    Y corriendo él en redondo
Aquel y otro y otro dia,
Un rastro dejó bien hondo
Abierto donde corria.
    Aquel rastro, en buen derecho,
Del círculo origen es:
Por tí con las manos hecho,
Por el asno con los pies.«
    Tal vez un crítico, salta
Diciendo que el rasgo tal
Tiene contra sí la falta
De ser poco original;
    Y buscando al pensamiento
Su principio, suele al fin
Ser hallazgo de un jumento
Semejante al de Cain.

Fábula XXVII.
El Escritor y el Ladron

    Trabajaba de noche y á deshora
Un escritor purista,
De pluma cazadora
Y de escopeta lista,
Que en monte y en poblado
Con tino singular, con hábil traza,
De conejos y párrafos hacia
Grande, frecuente caza.
Ruido creyó sentir, entró en cuidado,
Su escopeta cogió de dos cañones,
Abrió su librería,
Y un ladron encontró que le rompia
El trasto en que guardaba los doblones.
»Cena de perdigones
(Díjole el fulminante literato)
Voy á embocarte aquí: dáteme preso,
Porque si no, te mato.«
El huésped replicó: »Señor, confieso
Que he vinío á robar; pero, zapato!
No es mucho que yo robe;
Salgo del hespital y soy un probe;
Y siendo rico usté gomo un tetrarca,
Y tiniendo un magin de más de marca,
Sigun se ruge afuera,
De libros roba como yo del arca.«
El doble cazador, ágrio el aspecto,
Exclamó: »Qué ladron tan incorrecto!
Sin sacudirte el bulto,
Si me hablaras mejor, te despidiera;
Mas con tiniendo y probe, no hay indulto.
Yo, lo que robo, lo guarnezco y pinto,
Lo aparejo siquiera;
Tú robas, y hablas mal: es muy distinto.
Ergo, secundum legem de Mallorca (1),
Peregilis colgabitur in horca (2).
Coge del manuscrito y del impreso
Lo que te plazca más, pobre Jacinto;
Que mejores que tú practican eso;
Pero encájalo bien, y pon de casa:
De otra suerte, no pasa.

(1) y
(2) Versos de la vulgar comedia de don
José Julian de Castro, titulada Más vale tarde que nunce.


Fábula XXVIII.
El loro

    A un lorito en el Perú
Un hombre enseñó de allí
Á decir: »Quién eres tú?«
Y á decir: »Vete de aquí.«
    Descuidóse el peruano,
Y el loro se le escapó,
Y en el monte más cercano
En una caverna entró.
    Á la caverna despues
Llegó por casualidad
Un sencillote alaves,
Dirigido á la ciudad.
    Fuera de camino y senda,
Ya con el alma en un hilo,
De una borrasca tremenda
Se libró en aquel asilo.
    Era esto al anochecer;
Sacó el hombre salchichón,
Cenó con gana y placer,
Y durmióse en un rincon.
    Mas pronto se puso alerta:
Voz, que turba sus placeres,
Bronca y rara le despierta,
Luciéndole: »Tú,
¿quién eres?«
    — Soy (respondió el refugiado)
Lúcas Igarrigorría;
De España vengo llamado
Para vender lencería.
    »Yo imaginaba ser ésta
Inhabitada mansion.
Vete de aquí«, le contesta
Malamente el pregunton.
    »Saldré al asomar el dia,«
Repuso humilde el pobrete.
Pero la voz repetia:
»Vete de aquí; vete, vete.
    — Este es sin duda un salvaje,
Y como por mal lo tome,
Tengo en su panza hospedaje:
Me descuartiza y me come.«
    Tal dijo para su sayo
Un hombre sin cobardia,
Porque le habló un papagayo
Donde no se le veia.
    Fuése, pues, de mal humor
Al raso inmediatamente, —
Pase el benigno lector
Á la fábula siguiente.

Fábula XXIX.
El Enano de la venta

    Parece que antes habia
En la venta del Candil
Un enano que tenía
Voz equivalente á mil.

    Habitaba en el pajar;
Y si una riña se armaba,
Decia: »Voy á bajar!«
Y nadie le rechistaba.
    Al oir la voz aquella
Tan pujante sobre todas,
Esperábase tras ella
Ver un coloso de Ródas,
    Negro, bisojo, feoton,
Barba azul, nariz adunca. —
Sonaba, pues, el bajon;
Mas él no bajaba nunca.
    »
¿Qué es lo que sucede abajo?«
Bramó el enano una vez.
— Salga á verlo el espantajo,
Dice un chabal de Jerez.
    — »Allá voy,« se oyó en un grito,
Que nunca se dió tan fuerte.
— »Ven (le contesta el mocito);
Danos el gusto de verte.«
    En el portal un monton
De gente en expectativa
Temblaba del vozarron:
El enano, quieto arriba.
    »Que voy! — Ven. — Que bajo! — Baja.
— No! Sí!« — Era un barullo inmenso
El enano, allá en la paja.
No bajaba ni por pienso.
    Impaciente el jerezano,
De charla inútil se deja:
Sube al pajar, y al enano
Me le saca de una oreja.
    Burlona estalló conforme
Risa general sin fin,
Viendo, tras la voz enorme,
Un enanillo codin.
    Le iba á mantear la gente,
Si no se escabulle listo:
No viéndole,
¡qué imponente!
Qué triste figura, visto!
    Al lorito perulero
Muy bien le salió la cuenta;
Pero al enano el ventero
Tuvo que echar de la venta.
    Para muchos, es el coco
De mayor autoridad
Quien habla mal, recio y poco,
Entre densa oscuridad.

Fábula XXX.
El moral y la moral

    Moras un gallo comió
Llenándose bien la panza,
Y despues en alabanza
Del moral caeareó.
Gallo implume le imitó,
Que al salir de vil corral,
Dogmatizando á jornal,
Comiendo de su tarea,
La moral nos cacarea
Como el gallo del moral.

Fábula XXXI.
Los dos pinos

    Yendo á comprar madera
Maese Rogundo Paz, el carpintero,
En medio del corral halló dos pinos,
Bien diferentes, aunque allí vecinos:
Derecho, sano, altísimo el primero,
Sin un nudo siquiera,
Fácil de trabajar como la cera,
Pieza famosa, en fin, viga sin pero;
Miéntras el compañero,
Jorobado, nudoso y con resina,
Ya por su pié buscaba la cocina.
    »Leños (dijo el Maese),
Que juntos parecéis ele con ese,
¿De dónde sois?« Y respondióle el uno:
»Yo nací en un pinar'grande y espeso,
Donde, si hay entre mil árbol alguno
Que indolente quizá, quizas avieso,
Cambia su direccion ó lento crece,
Pronto á los piés de los demas perece;
Todos allí por eso,
De tentaciones de pararse faltos,
Á competencia son derechos y altos.
— Pues yo (con pesadumbre
Dijo el predestinado de la lumbre),
Parto precoz á fe, pero mezquino,
De un piñon peregrino,
Prófugo de un costal con poco acierto,
Vine solo á nacer en un desierto.
Planta exótica en él, libre y salvaje,
Mi tronco y mi ramaje
Guié segun mi gusto veleidoso;
Y el resultado fué quedarme al cabo
Torcido como rabo
De fosco jabalí, pino roñoso;
Por la estatura corta y fibra endeble
Inútil para casa y para mueble,
Sin que pueda esperar con fundamento
Sino que á golpe de segur violento
Me bagan mañana trizas,
Y tizones despues y al fin cenizas.
    — Así tambien (reflexionó Rogundo)
Capaz ingenio se marchita en breve,
Perdido en soledad que á nada mueve;
Mientras con vivo ardor la competencia
Sér á los hombres da que admira el mundo,
Lumbreras de virtud, astros de ciencia.«

Fábula XXXII.
El murciélago

    »Ya cayó!
¡Muera ese bicho,
Figura en que Lucifer
Se ha copiado por capricho!«
    Así, con fiero placer,
Gritaban cuatro muchachos,
Dos hombres y una mujer.
    De ira inhumana borrachos,
Á un murciélago querian
Los siete partir en cachos.
    Él lloraba, ellos reian;
Ali-manco en un sillar,
Escobazos le ofrecian.
    »Señores, no hay que pegar
(Clamaba el preso):
¿por qué
Se me pretende matar?
    Quien de mí ofendido esté,
Que lo diga: de seguro
No habrá nadie; yo lo sé.
    — Tú rondabas este muro
(Dijola vieja Tomasa),
Volando en lo más oscuro.
    Tu ibas á entrar en mi casa,
Para emprender á bocados
Con mi nieta Nicolasa.
    Tú á los niños acostados,
Con esos dientes malditos,
Los matas envenenados.
    — No tal (replicaba á gritos
El triste acusado): yo
Me alimento de mosquitos.
    Donde un murciélao entró,
Ni uno queda: esto matamos;
Que niñas ni niños, no.
    Sois de mi vida los amos:
Hacedme justicia. — Leña!
(Dijo el corro):
¿qué tardamos?
    Una escarpia no pequeña
Le pase y le fije al pié
Del árbol de la cigüeña.
    Fin ella del monstruo dé,
Y estímenos tal presente,
Señal de amistosa fe.
    Con su pico diligente
No hay un animal nocivo
Por estos campos viviente.
    — Lo propio (chilló el cautivo)
Con miles de insectos hago,
Y ved
¡qué trato recibo!
    Sujeto á mi sino aciago,
Sin luz se me pasa el dia,
Trémulo de noche vago.
    Si es fea la traza mia,
Piel rica al tigre hermosea,
Y nadie en el tigre fia.
    Tambien la cigüeña es fea:
Ningun hombre, sin embargo,
En molestarla se emplea.
    Respeto infunde su cargo;
Y es porque la veis muy alta,
Y os grezna con pico largo.
    Culebras con él asalta:
No soy por nji culpa chico,
Y el ánimo no me falta.
    Yo á libertaros me aplico
De la familia que quiebra
En carne de hombres el pico.
    Pero esto no se celebra:
Y á fe que en vuestras alcobas
No entra sapo ni culebra;
    Cínife sí. — No más trovas!«
Grita furioso un cermeño,
Y alzan tres palos de escobas.
    Muere el bicho, sin que el ceño
De su fortuna se ablande:
No se agradece al pequeño
Lo que se admira en el grande.

Fábula XXXIII.
El águila y el caracol

    Vió en la eminente roca donde anida
El águila real, que se le llega
Un torpe caracol de la honda vega,
Y exclama sorprendida:
»
¿Cómo, con ese andar tan perezoso,
Tan arriba subiste á visitarme?
—Subí, Señora, contestó el baboso,
Á fuerza de arrastrarme.«

Fábula XXXIV.
La rueca y la vara

    »Cuál será nuestra suerte! se decían
Dos arbolitos nuevos,
Que en vegetal amor juntos crecian
En un bosque de pinos y de acebos.
En esto dos mancebos
Llegan y abren allí sendas navajas:
Era el uno el pastor Martin Pedrajas,
Novio de Inés Moral, guapa hilandera;
Y el otro el cabo Romo,
Célebre en los anales de la tropa
Como bestia feroz de grueso tomo,
Y de la dócil plebe mochilera
Miedo continuo, como
Despolvador solícito de ropa
Sentada en molde de cristiano lomo.
»Corte aquí prematuro nos espera,
Segun por las señales imagino,
Susurraron los verdes camaradas,
Que eran acebo y pino,
Viendo las de Albacete desdobladas.
Adios, valle natal, grata espesura,
Que ya nuestra raíz en llanto moja:
Nos van á despojar de cepa y hoja:
Quien nos edó concédanos ventura.«
Iban cabo y ragal de ceca en meca,
Todo el monte mirando con esmero,
Y súbito se para
Exclamando Martin: »Bonita rueca!«
Dijo el Homo á su vez: »Valiente vara!«
Y echan á los amigos el acero.
    Cual dama sin brial ni perifollos,
Los dos, antes pimpollos,
Salieron rabicortos y pelados
Del poblado tallar á tierra llana,
Por su vária fortuna destinados,
El uno á la cintura
De la gallarda Inés, y á verse envuelto
En rastrillado lino y hueca lana;
Y el otro, más elástico y esbelto,
Cruel ministro de la mano dura
Del Romo caporal, zopenco enorme,
Á batanar espaldas de uniforme.
    Rueca y vara novicias
No pensaban ya verse, ni noticias
De su bien recibir ó sus reveses;
Pero, á los cuatro meses,
La vara del rigor de viaje vino,
Y halló á su compañera
De lazos adornada,
Con huso al cauto, rocadero y lino,
Luciendo en la espetera
Por la gentil Inés acicalada,
Recientemente con Martin casada.
»Rueca amiga,
¿qué tal? — Perfectamente.
Ful regalo de novio; mi señora
Prenda rica de fe me considera,
De gran estimacion merecedora.
No bien por el oriente,
Con el primer destello de la aurora,
De nácar esa bóveda se pinta,
Me coge Inés y plántame en la cinta.
Hila, y á hilar ayudo:
Confieso que de firme se trabaja;
Pero me quieren bien, me tienen maja
Con el liston que ves de seda y oro;
Y (sin jactancia) dudo
Que entre mil ruecas de cristiano y moro
Más dichosa ninguna se presente;
Y eso que solamente
La pobre auxiliadora
De una hilandera soy, de una pastora.
— Ya; palitroque tú no resistente
(Contesta sacudida
La cómplice del cabo sacudiente),
Muy buena para tí será tu vida;
Pero á la mia ni con mucho llega.
Tú, á pesar de tus lazos,
Tienes que trabajar; yo doy varazos:
Más que el trabajador vale el que pega.
Sentí las cortaduras
Del filo agudo que con fiero ultraje
Me escamondó el ramaje;
Luégo quedé vengada
Del tajo y mondaduras
Que el soldado me dió sin miramiento:
Por uno que me hirió, maltrato á ciento.
No sabes lo que agrada
Libre poder y á gusto,
Con razon mucha ó poca,
La espalda calentar al más robusto,
Sin que nos diga el tal: esta es mi boca.
— Anda con Dios, y tu impiedad celebra
(Dignamente repuso
La consorte pacífica del huso);
Vara de cabo atroz pronto se quiebra.
Teme que un golpe recio te baga astillas.
Teman (dijo la vara) los pobretes,
Que no tienen de acebo las costillas.«
    Andaban á cachetes
El Romo y el Pastor, mientras, al lado
Por una friolera.
Coge la vara el cómitre; le espera
Martin con su cayado;
Y dando en él el bárbaro sin duelo,
Saltó la vara en dos y vino al suelo.
Inesita llegó con várias gentes;
Y oyendo la razon los combatientes,
Ahogóse la pendencia
En una y otra moscatel azumbre,
Y la vara infeliz ardió en la lumbre.
    Copiosa descendencia
Vive de la hilandera todavía,
Y se conserva hoy dia
La rueca de Martin, símbolo hermoso
De noble sumision y mansedumbre,
Dicha del que obedece y del que manda.
De la vara deshecha, y no de blanda,
No quedó ni ceniza ni memoria,
Sino en esta pueril, métrica historia,
Que enseña á detestar con su argumento
La inicua mano del poder violento:
Mano que, semejante al cabo loco,
De su furor destroza el instrumento,
Y mil le duran poco,
Dando lugar á que se aprenda y note
Que la vara se quiebra en el garrote.