Fábula I.
El elefante y otros animales
Allá en tiempo de entonces,
y en tierras muy remotas,
cuando hablaban los brutos
su cierta jerigonza,
notó el sabio elefante
que entre ellos era moda
incurrir en abusos
dignos de gran reforma.
Afeárselos quiere,
y a este fin los convoca.
Hace una reverencia
a todos con la trompa,
y empieza a persuadirlos
en una arenga docta
que para aquel intento
estudió de memoria.
Abominando estuvo
por más de un cuarto de hora
mil ridículas faltas,
mil costumbres viciosas:
la nociva pereza,
la afectada bambolla,
la arrogante ignorancia,
la envidia maliciosa.
Gustosos en extremo,
y abriendo tanta boca,
sus consejos oían
muchos de aquella tropa,
el cordero inocente,
la siempre fiel paloma
el leal perdiguero,
la abeja artificiosa,
el caballo obediente,
la hormiga afanadora,
el hábil jilguerillo,
la simple mariposa.
Pero del auditorio
otra porción no corta,
ofendida, no pudo
sufrir tanta parola.
El tigre, el rapaz lobo,
contra el censor se enojan.
¡Qué
de injurias vomita
la sierpe venenosa!
Murmuran por lo bajo,
zumbando en voces roncas,
el zángano, la avispa,
el tábano y la mosca.
Sálense del concurso
por no escuchar sus glorias,
el cigarrón dañino
la oruga y la langosta.
La garduña se encoge,
disimula la zorra,
y el insolente mono
hace de todos mofa.
Estaba el elefante
viéndolo con pachorra,
y su razonamiento
concluyó en esta forma:
»A todos y a ninguno
mis advertencias tocan:
quien las siente, se culpa:
el que no, que las oiga.«
Quien mis FÁBULAS lea,
sepa también que todas
hablan a mil naciones,
no sólo a la española.
Ni de estos tiempos hablan,
porque defectos notan
que hubo en el mundo siempre,
como los hay ahora.
Y pues no vituperan
señaladas personas,
quien haga aplicaciones,
con su pan se lo coma.
Ningún particular debe ofenderse
de lo que se dice en común.
Fábula II.
El oso, la mona y el
cerdo
Un oso, con que la vida
ganaba un piamontés,
la no muy bien aprendida
danza, ensayaba en dos pies.
Queriendo hacer de persona,
dijo a una mona: »¿Qué
tal?«
Era perita la mona,
y respondiole: »Muy mal.«
Yo creo, replicó el oso,
que me haces poco favor.
¡Pues
qué!
¿Mi
aire no es garboso?
¿No
hago el paso con primor?
Estaba el cerdo presente,
y dijo: »¡Bravo!
¡Bien
va!
Bailarín más excelente
no se ha visto ni verá.«
Echó el oso, al oír esto,
sus cuentas allá entre sí,
y con ademán modesto
hubo de exclamar así:
»Cuando me desaprobaba
la mona, llegué a dudar:
mas ya que el cerdo me alaba,
muy mal debo de bailar.«
Guarde para su regalo
esta sentencia un autor:
si el sabio no aprueba, malo;
si el necio aplaude, peor.
Nunca una obra se acredita tanto de mala,
como cuando la aplauden los necios.
Fábula III.
La abeja y los zánganos
A tratar de un gravísimo negocio
se juntaron los zánganos un día.
Cada cual varios medios discurría
para disimular su inútil ocio;
y por librarse de tan fea nota
a vista de los otros animales,
aun el más perezoso y más idiota
quería, bien o mal, hacer panales.
Mas como el trabajar les era duro,
y el enjambre inexperto
no estaba muy seguro
de rematar la empresa con acierto,
intentaron salir de aquel apuro
con acudir a una colmena vieja
y sacar el cadáver de una abeja
muy hábil en su tiempo y laboriosa:
hacerla con la pompa más honrosa
unas grandes exequias funerales,
y susurrar elogios inmortales
de lo ingeniosa que era
en labrar dulce miel y blanca cera.
Con esto se alababan tan ufanos,
que una abeja les dijo por despique:
»¿No
trabajáis más que eso?
Pues hermanos,
jamás equivaldrá vuestro zumbido
a una gota de miel que yo fabrique.«
¡Cuántos
pasar por sabios han querido,
con citar a los muertos que lo han sido!
¡Y
qué pomposamente que los citan!
Mas pregunto yo ahora:
¿los
imitan?
Fácilmente se luce con citar y elogiar a los hombres
grandes de la antigüedad: el mérito está en imitarlos.
Fábula IV.
Los dos loros y la
cotorra
De Santo Domingo trajo
dos loros una señora:
la isla es mitad francesa,
y otra mitad española.
Así cada animalito
hablaba distinto idioma.
Pusiéronlos al balcón,
y aquello era Babilonia;
de francés y castellano
hicieron tal pepitoria,
que al cabo ya no sabían
hablar ni una lengua ni otra.
El francés del español
tomó voces, aunque pocas,
el español al francés
casi se las tomó todas.
Manda el ama separarlos,
y el francés luego reforma
las palabras que aprendió
de lengua que no es de moda
el español, al contrario,
no olvida la jerigonza,
y aun discurre que con ella
ilustra su lengua propia.
Llegó a pedir en francés
los garbanzos de la olla,
y desde el balcón de enfrente
una erudita cotorra
la carcajada soltó,
haciendo del loro mofa.
Él respondió solamente,
como por tacha afrentosa:
Vos no sois una PURISTA;
y ella dijo: A mucha honra.
¡Vaya,
que los loros son
lo mismo que las personas!
Los que corrompen su idioma no tienen otro desquite
que llamar puristas a los que le hablan con propiedad,
como si el serlo fuera tacha.
Fábula V.
El gusano de seda
y la araña
Trabajando un gusano su capullo,
la araña, que tejía a toda prisa,
de esta suerte le habló con falsa risa,
muy propia de su orgullo:
»¿Qué
dice de mi tela el seor gusano?
Esta mañana la empecé temprano,
y ya estará acabada al mediodía.
¡Mire
qué sutil es, mire qué bella!...«
El gusano con sorna respondía:
»Usted tiene razón; así sale ella.«
Se ha de considerar la calidad de la obra
y no el tiempo que se ha tardado en hacerla.
Fábula VI.
El mono y el titiritero
El fidedigno padre Valdecebro,
que en discurrir historias de animales
se calentó el cerebro,
pintándolos con pelos y señales;
que en estilo encumbrado y elocuente
del unicornio cuenta maravillas,
y el ave fénix cree a pie juntillas
(no tengo bien presente
si es en el libro octavo o en el nono),
refiere el caso de un famoso mono.
Éste, pues, que era diestro
en mil habilidades, y servía
a un gran titiritero, quiso un día,
mientras estaba ausente su maestro,
convidar diferentes animales
de aquellos más amigos,
a que fuesen testigos
de todas sus monadas principales.
Empezó por hacer la mortecina;
después bailó en la cuerda a la arlequina,
con el salto mortal y la campana:
luego el despeñadero,
la espatarrada, vueltas de carnero,
y al fin, el ejercicio a la prusiana.
De estas y de otras gracias hizo alarde,
mas lo mejor faltaba todavía,
pues imitando lo que su amo hacía,
ofrecerles pensó, porque la tarde
completa fuese, y la función amena,
de la linterna mágica una escena.
Luego que la atención del auditorio
con un preparatorio
exordio concilió, según es uso,
detrás de aquella máquina se puso;
y durante el manejo
de los vidrios pintados,
fáciles de mover a todos lados,
las diversas figuras
iba explicando con locuaz despejo.
Estaba el cuarto a oscuras,
cual se requiere en casos semejantes;
y aunque los circunstantes
observaban atentos,
ninguno ver podía los portentos
que con tanta parola y grave tono
les anunciaba el ingenioso mono.
Todos se confundían, sospechando
que aquello era burlarse de la gente.
Estaba el mono ya corrido, cuando
entró maese Pedro de repente,
e informado del lance, entre severo
y risueño, le dijo: »Majadero,
¿de
qué sirve tu charla sempiterna,
si tienes apagada la linterna?«
Perdonadme, sutiles y altas musas,
las que hacéis vanidad de ser confusas:
¿Os
puedo yo decir con mejor modo
que sin la claridad os falta todo?
Sin claridad no hay obra buena.
Fábula VII.
La campana y el
esquilón
En cierta catedral una campana había,
que sólo se tocaba algún solemne día.
Con el más recio son, con pausado compás
cuatro golpes o tres solía dar no más.
Por esto, y ser mayor de la ordinaria marca,
celebrada fue siempre en toda la comarca.
Tenía la ciudad en su jurisdicción
una aldea infeliz, de corta población,
siendo su parroquial una pobre iglesita
con chico campanario, a modo de una ermita,
y un rajado esquilón pendiente en medio de él,
era allí el que hacía el principal papel.
A fin de que imitase aqueste campanario
al de la catedral, dispuso el vecindario
que despacio y muy poco el dicho esquilón
se hubiese de tocar en tal cual función;
y pudo aquello tanto en la gente aldeana,
que el esquilón pasó por una gran campana.
Muy verosímil es; pues que la gravedad
suple en muchos así por la capacidad;
dígnanse rara vez de despegar sus labios,
y piensan que con esto imitan a los sabios.
Con hablar poco y gravemente,
logran muchos opinión de hombres grandes.
Fábula
VIII.
El burro flautista
Esta fabulilla,
salga bien o mal,
me ha ocurrido ahora
por casualidad.
Cerca de unos prados
que hay en mi lugar,
pasaba un borrico
por casualidad.
Una flauta en ellos
halló, que un zagal
se dejó olvidada
por casualidad.
Acercose a olerla
el dicho animal;
y dio un resoplido
por casualidad.
En la flauta el aire
se hubo de colar,
y sonó la flauta
por casualidad.
¡Oh!
dijo el borrico:
¡Qué
bien sé tocar!
¿Y
dirán que es mala
la música asnal?
Sin reglas del arte
borriquitos hay,
que una vez aciertan
por casualidad.
Sin reglas del arte, el que en algo
acierta es por casualidad.
Fábula IX.
La hormiga y la pulga
Tienen algunos un gracioso modo
de aparentar que se lo saben todo:
pues cuando oyen o ven cualquiera cosa,
por más nueva que sea y primorosa,
muy trivial y muy fácil la suponen,
y a tener que alabarla no se exponen.
Esta casta de gente
no se me ha de escapar, por vida mía,
sin que lleve su fábula corriente,
aunque gaste en hacerla todo un día.
A la pulga la hormiga refería
lo mucho que se afana,
y con qué industrias el sustento gana;
de qué suerte fabrica el hormiguero;
cuál es la habitación, cuál el granero,
cómo el grano acarrea,
repartiendo entre todas la tarea;
con otras menudencias muy curiosas,
que pudieran pasar por fabulosas,
si diarias experiencias
no las acreditasen de evidencias.
A todas sus razones
contestaba la pulga, no diciendo
más que éstas u otras tales expresiones:
»Pues... ya... sí... se supone... bien... lo entiendo...
ya lo decía yo... sin duda... es claro;
ya ves que en eso no hay nada de raro.«
La hormiga, que salió de sus casillas
al oír estas vanas respuestillas,
dijo a la pulga: »Amiga, pues yo quiero
que venga usted conmigo al hormiguero,
ya que con ese tono de maestra
todo lo facilita y da por hecho,
siquiera para muestra
ayúdenos en algo de provecho.«
La pulga, dando un brinco muy ligera,
respondió con grandísimo desuello:
»¡Miren
qué friolera!
¿Y
tanto piensas que me costaría?
Todo es ponerse a ello...
Pero... Tengo que hacer... Hasta otro día.«
Para no alabar las obras buenas,
algunos las suponen de fácil ejecución.
Fábula X.
Los dos conejos
Por entre unas matas
seguido de perros
(no diré corría)
volaba un conejo.
De su madriguera
salió un compañero,
y le dijo: »Tente,
amigo,
¿qué
es esto?«
»¿Qué
ha de ser? responde.
Sin aliento llego...
Dos pícaros galgos
me vienen siguiendo.«
»Sí, replica el otro,
por allí los veo...
Pero no son galgos.«
»Pues
¿qué
son?« – »¡Podencos!«
»¡Qué!
¿Podencos
dices?«
»Sí, como mi abuelo.«
»Galgos y muy galgos:
bien visto lo tengo.«
»Son Podencos: vaya,
que no entiendes de eso.«
»Son galgos,
te digo.«
»Digo
que podencos.«
En esta disputa
llegando los perros,
pillan descuidados
a mis dos conejos.
Los que por cuestiones
de poco momento
dejan lo que importa,
llévense este ejemplo.
No debemos detenernos en cuestiones
frívolas, asunto principal.
Fábula XI.
La parietaria y el
tomillo
Yo leí, no sé dónde, que en la lengua herbolaria
saludando al tomillo la hierba parietaria,
con socarronería le dijo de esta suerte:
»Dios te guarde, tomillo: lástima me da verte,
que aunque más oloroso que todas estas plantas,
apenas medio palmo del suelo te levantas.«
Él responde: »Querida, chico soy, pero crezco
sin ayuda de nadie. Yo sí te compadezco;
pues, por más que presumas, ni medio palmo puedes
medrar, si no te arrimas a una de esas paredes.«
Cuando veo yo algunos que de otros escritores
a la sombra se arriman y piensan ser autores
con poner cuatro notas, o hacer un prologuillo,
estoy por aplicarles lo que dijo el tomillo.
Nadie pretenda ser tenido por autor sólo con poner
un ligero prólogo, o algunas notas a libro ajeno.
Fábula XII.
Los huevos
Más allá de las islas Filipinas
hay una, que ni sé cómo se llama,
ni me importa saberlo; donde es fama
que jamás hubo casta de gallinas
hasta que allá un viajero
llevó por accidente un gallinero.
Al fin tal fue la cría, que ya el plato
más común y barato
era de huevos frescos; pero todos
los pasaban por agua (que el viajante
no enseñó a componerlos de otros modos).
Luego de aquella tierra un habitante
introdujo el comerlos estrellados.
¡Oh
qué elogios se oyeron a porfía
de su rara y fecunda fantasía!
Otro discurre hacerlos escalfados.
¡Pensamiento
feliz! Otro rellenos...
¡Ahora
sí que están los huevos buenos!
Uno después inventa la tortilla,
y todos claman ya: ¡qué maravilla!
No bien se pasó un año,
cuando otro dijo: »Sois unos petates:
yo los haré revueltos con tomates.«
Y aquel guiso de huevos tan extraño,
con que toda la isla se alborota,
hubiera estado largo tiempo en uso,
a no ser porque luego los compuso
un famoso extranjero a la Hugonota.
Esto hicieron diversos cocineros;
pero ¡qué condimentos delicados
no añadieron después los reposteros!
Moles, dobles, hilados,
en caramelo, en leche,
en sorbete, en compota, en escabeche.
Al cabo todos eran inventores,
y los últimos huevos los mejores.
Mas un prudente anciano
les dijo un día: Presumís en vano
de esas composiciones peregrinas.
¡Gracias
al que nos trajo las gallinas!
Tantos autores nuevos
¿no
se pudieran ir a guisar huevos
más allá de las islas Filipinas?
No falta quien quiera pasar por autor original
cuando no hace más que repetir, con corta
diferencia, lo que otros muchos han dicho.
Fábula XIII.
El pato y la serpiente
A orillas de un estanque
diciendo estaba un pato:
»¿A
qué animal dio el cielo
los dones que me ha dado?
Soy de agua, tierra y aire.
Cuando de andar me canso,
si se me antoja, vuelo,
si se me antoja, nado.«
Una serpiente astuta,
que le estaba escuchando,
le llamó con un silbo,
y le dijo: "Seor guapo,
no hay que echar tantas plantas;
pues ni anda como el gamo,
ni vuela como el sacre,
ni nada como el barbo.
Y así tenga sabido
que lo importante y raro
no es entender de todo,
sino ser diestro en algo.«
Más vale saber una cosa bien,
que muchas mal.
Fábula
XIV.
El
manguito, el abanico y el quitasol
Si querer entender de todo
es ridícula presunción,
servir sólo para una cosa
suele ser falta no menor.
Sobre una mesa cierto día
dando estaba conversación
a un abanico y a un manguito
un paraguas o quitasol;
y en la lengua que en otro tiempo
con la olla el caldero habló
a sus compañeros dijo:
»¡Oh,
qué buenas alhajas sois!
Tú, manguito, en invierno sirves;
en verano vas a un rincón:
tú, abanico, eres mueble inútil
cuando el frío sigue al calor.
No sabéis salir de un oficio,
aprended de mí, pese a vos,
que en el invierno soy paraguas,
y en el verano quitasol.«
También suele ser nulidad el no saber más
que una cosa; el extremo opuesto del defecto
reprendido en la fábula anterior.
Fábula XV.
La avutarda
De sus hijos la torpe avutarda,
el pesado volar conocía,
deseando sacar una cría
más ligera, aunque fuese bastarda.
A este fin muchos huevos robados
de alcotán, de jilguero y paloma,
de perdiz y de tórtola toma
y en su nido los guarda mezclados.
Largo tiempo se estuvo sobre ellos.
Y aunque hueros salieron bastantes
produjeron por fin los restantes
varias castas de pájaros bellos.
La avutarda mil aves convida
por lucirlo con cría tan nueva;
sus polluelos cada ave se lleva,
y hete aquí la avutarda lucida.
Los que andáis empollando obras de otros,
sacad, pues, a volar vuestra cría.
Ya dirá cada autor: »Esta es mía.«
Y veremos qué os queda a vosotros.
Muy ridículo papel hacen los plagiarios
que escriben centones.
Fábula XVI.
El jilguero y el cisne
»Calla tú, pajarillo vocinglero,
(dijo el cisne al jilguero)
¿A
cantar me provocas, cuando sabes
que de mi voz la dulce melodía
nunca ha tenido igual entre las aves?«
El jilguero sus trinos repetía,
y el cisne continuaba: »¡Qué
insolencia!
¡Miren
cómo me insulta el musiquillo!
Si con soltar mi canto no le humillo,
dé muchas gracias a mi gran prudencia.«
»¡Ojalá
que cantaras!
(Le respondió por fin el pajarillo):
¡Cuánto
no admirarías
con las cadencias raras
que ninguno asegura haberte oído,
aunque logran más fama que las mías!...«
Quiso el cisne cantar, y dio un graznido.
¡Gran
cosa! Ganar crédito sin ciencia,
y perderle en llegando a la experiencia.
Nada sirve la fama, si no corresponden las obras.
Fábula XVII.
El caminante
y la mula de alquiler
Harta de paja y cebada
una mula de alquiler
salía de la posada;
y tanto empezó a correr,
que apenas el caminante
la podía detener.
No dudo que en un instante
su media jornada haría;
pero algo más adelante
la falsa caballería
ya iba retardando el paso.
»¿Si
lo hará de picardía?...
¡Arre!...
¿Te
paras? Acaso
metiendo la espuela... Nada,
mucho me temo un fracaso...
Esta vara, que es delgada...
Menos... Pues este aguijón...
Mas
¿si
estará ya cansada?
¡Coces
tira... y mordiscón!
¡Se
vuelve contra el jinete!...
¡Oh
qué corcovo, qué envión!
Aunque las piernas apriete...
Ni por esas...
¡Voto
a quién!
Barrabás que la sujete...
Por fin dio en tierra...
¡Muy
bien!
¿Y
eres tú la que corrías?...
¡Mal
muermo te mate, amén!
No me fiaré en mis días
de mula que empiece haciendo
semejantes valentías."
Después de este lance, en viendo
que un autor ha principiado
con altisonante estruendo,
al punto digo: »¡Cuidado!
Tente, hombre, que te has de ver
en el vergonzoso estado
de la mula de alquiler!«
Los que empiezan elevando el estilo,
se ven tal vez precisados a humillarle
después demasiado.
Fábula XVIII.
La cabra y el caballo
Estábase una cabra muy atenta
largo rato escuchando
de un acorde violín el eco blando.
Los pies se le bailaban de contenta;
y a cierto jaco que también suspenso
casi olvidaba el pienso,
dirigió de esta suerte la palabra:
»¿No
oyes de aquellas cuerdas la armonía?
Pues sabe que son tripas de una cabra
que fue en un tiempo compañera mía.
Confío ¡dicha grande! que algún día,
no menos dulces trinos
formarán mis sonoros intestinos.«
Volviose el buen rocín y respondiola:
»A fe que no resuenan esas cuerdas
sino porque las hieren con las cerdas
que sufrí me arrancasen de la cola.
Mi dolor me costó, pasé mi susto,
pero al fin tengo el gusto
de ver que lucimiento
debe a mi auxilio el músico instrumento.
Tú, que satisfacción igual esperas,
¿cuándo
la gozarás? Después que mueras.«
Así, ni más ni menos, porque en vida
no ha conseguido ver obra aplaudida
algún mal escritor, al juicio apela
de la posteridad, y se consuela.
Hay muchos escritores que se lisonjean
fácilmente de lograr fama póstuma,
cuando no han podido merecerla en vida.
Fábula XIX.
La abeja y el cuclillo
Saliendo del colmenar,
dijo al cuclillo la abeja:
»Calla, porque no me deja
tu ingrata voz trabajar.
No hay ave tan fastidiosa
en el cantar como tú:
cucú, cucú, y más cucú:
y siempre una misma cosa.«
— »¿Te
cansa mi canto igual?
(El cuclillo respondió):
pues a fe que no hallo yo
variedad en tu panal.
Y pues que del propio modo
fabricas uno que ciento
si yo nada nuevo invento,
en ti es viejísimo todo.«
A esto la abeja replica:
»En obra de utilidad
la falta de variedad
no es lo que más perjudica.
Pero en obra destinada
sólo al gusto y diversión,
si no es varia la invención,
todo lo demás es nada.«
La variedad es requisito indispensable
en las obras de gusto.
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