Fábula XX.
El ratón y el gato
Tuvo Esopo famosas ocurrencias.
¡Qué
invención tan sencilla!
¡Qué
sentencias!...
He de poner, pues que la tengo a mano,
una fábula suya en castellano.
»Cierto, dijo un ratón en su agujero:
no hay prenda más amable y estupenda
que la fidelidad: por eso quiero
tan de veras al perro perdiguero.«
Un gato replicó: »Pues esa prenda
yo la tengo también...« Aquí se asusta
mi buen ratón, se esconde,
y torciendo el hocico, le responde:
"¿Cómo?
¿La
tienes tú? Ya no me gusta.«
La alabanza que muchos creen justa,
injusta les parece
si ven que su contrario la merece.
»¿Qué
tal, señor lector?
La fabulilla
puede ser que le agrade y que le instruya.«
»Es una maravilla:
dijo Esopo una cosa como suya.«
»Pues mire usted: Esopo no la ha escrito:
salió de mi cabeza.« — »¿Con
que es tuya?«
»Sí, señor erudito:
ya que antes tan feliz le parecía,
critíquemela ahora porque es mía.«
Alguno que ha alabado una obra
ignorando quién es su autor, suele
vituperarla después que lo sabe.
Fábulas XXI. y XXII.
La lechuza,
los perros y el trapero
Cobardes son, y traidores,
ciertos críticos que esperan,
para impugnar, a que mueran
los infelices autores,
porque vivos, respondieran.
Un breve caso a este intento
contaba una abuela mía.
Diz que un día en un convento
entró una lechuza... Miento,
que no debió ser un día.
Fue, sin duda, estando el sol
va muy lejos del ocaso...
Ella, en fin, se encontró al paso
una lámpara (o farol,
que es lo mismo para el caso).
Y volviendo la trasera,
exclamó de esta manera:
»Lámpara, ¡con qué deleite
te chupara yo el aceite,
si tu luz no me ofendiera!
Mas ya que ahora no puedo,
porque estás bien atizada,
si otra vez te hallo apagada,
sabré, perdiéndote el miedo,
darme una buena panzada.«
Aunque renieguen de mí
los críticos de que trato,
para darles un mal rato,
en otra fábula aquí
tengo de hacer su retrato.
Estando, pites, un trapero
revolviendo un basurero,
ladrábale (como suelen
cuando a tales hombres huelen)
Dos parientes del Cerbero.
Y díjoles un lebrel:
»Dejad a ese perillán,
que sabe quitar la piel
cuando encuentra muerto a un can,
y cuando vivo, huye de él.«
Atreverse a los autores muertos, y no a los
vivos, no sólo es cobardía, sino traición.
Fábula XXIII.
La rana y el renacuajo
En la orilla del Tajo
hablaba con la rana el renacuajo,
alabando las hojas, la espesura
de un gran cañaveral y su verdura.
Mas luego que del viento
el ímpetu violento
una caña abatió, que cayó al río,
en tono de lección dijo la rana:
»Ven a verla, hijo mío:
por de fuera muy tersa, muy lozana;
por dentro, todo fofa, toda vana.«
Si la rana entendiera poesía,
también de muchos versos lo diría.
¡Qué
despreciable es la poesía
de mucha hojarasca!
Fábula XXIV.
El lobo y el pastor
Cierto lobo, hablando con cierto pastor,
»Amigo, le dijo: yo no sé por qué
me has mirado siempre con odio y horror.
Tiénesme por malo, no lo soy a fe.
¡Mi
piel en invierno que abrigo no da!
Achaques humanos cura más de mil:
y otra cosa tiene: que seguro está
que la piquen pulgas ni otro insecto vil.
Mis uñas no trueco por las del tejón,
que contra el mal de ojo tienen gran virtud.
Mis dientes, ya sabes cuán útiles son,
y a cuántos con mi unto he dado salud.«
El pastor responde: »Perverso animal,
¡maldígate
el cielo, maldígate amén!
Después que estás harto de hacer tanto mal,
¿qué
importa que puedas hacer algún bien?
Al diablo los doy
tantos libros lobos como corren hoy.«
El libro que de suyo es malo, no dejará de serlo
porque tenga tal o cual cosa buena.
Fábula XXV.
El águila y el león
El águila y el león
gran conferencia tuvieron
para arreglar entre sí
ciertos puntos de gobierno.
Dio el águila muchas quejas
del murciélago, diciendo:
»¿Hasta
cuándo ese avechucho
nos ha de traer revueltos?
Con mis pájaros se mezcla,
dándose por uno de ellos;
y alega varias razones,
sobre todo, la del vuelo.
Mas, si se le antoja dice:
Hocico, y no pico, tengo.
¿Como
ave queréis tratarme?
Pues cuadrúpedo me vuelvo.
Con mis vasallos murmura
de los brutos de tu imperio;
y cuando con éstos vive,
murmura también de aquéllos.«
»Está bien, dijo el león:
Yo te juro que en mis reinos
no entre más.« — »Pues en los míos,
respondió el águila, menos.«
Desde entonces solitario
salir de noche le vemos;
pues ni alados ni patudos
quieren ya tal compañero.
Murciélagos literarios,
que hacéis a pluma y a pelo,
si queréis vivir con todos,
miraos en este espejo.
Los que quieren hacer a dos partidos,
suelen conseguir el desprecio de ambos.
Fábula XXVI.
La mona
»Aunque se vista de seda
la mona, mona se queda.«
El refrán lo dice así,
yo también lo diré aquí:
y con eso lo verán
en fábula y en refrán.
Un traje de colorines,
como el de los matachines,
cierta mona se vistió);
aunque más bien creo yo
que su amo la vestiría,
porque difícil sería
que tela y sastre encontrase:
el refrán lo dice: pase.
Viéndose ya tan galana,
saltó por una ventana
al tejado de un vecino,
y de allí tomó el camino
para volverse a Tetuán,
esto no dice el refrán,
pero lo dice una historia
de que apenas hay memoria,
por ser el autor muy raro;
(y poner el hecho en claro
no le habrá costado poco.)
Él no supo, ni tampoco
he podido saber yo,
si la mona se embarcó,
o si rodeó tal vez
por el istmo de Suez:
lo que averiguado está
es que por fin llegó allá.
Viose la señora mía
en la amable compañía
de tanta mona desnuda,
y cada cual la saluda
como a un alto personaje,
admirándose del traje
y suponiendo sería
mucha la sabiduría,
ingenio y tino mental
del petimetre animal.
Opinan luego al instante,
y nemine discrepante,
que a la nueva compañera
la dirección se confiera
de cierta gran correría,
con que buscar se debía
en aquel país tan vasto
la provisión para el gasto
de toda la mona tropa.
(¡Lo
que es tener buena ropa!)
La directora, marchando
con las huestes de su mando
perdió, no sólo el camino,
sino, lo que es más, el tino.
Y sus necias compañeras
atravesaron laderas,
bosques, valles, cerros, llanos,
desiertos, ríos, pantanos;
y al cabo de la jornada
ninguna dio palotada.
Y eso que en toda su vida
hicieron otra salida
en que fuese el capitán
más tieso ni más galán.
Por poco no queda mona
a vida con la intentona;
y vieron por experiencia
que la ropa no da ciencia.
Pero sin ir a Tetuán,
también acá se hallarán
monos que, aunque se vistan de estudiantes,
se han de quedar lo mismo que eran antes.
Hay trajes propios de algunas profesiones
literarias, con los cuales aparentan muchos
el talento que no tienen.
Fábula XXVII.
El asno y su amo
»Siempre acostumbra hacer el vulgo necio
de lo bueno y lo malo igual aprecio:
yo le doy lo peor, que es lo que alaba.«
De este modo sus yerros disculpaba
un escritor de farsas indecentes;
y un taimado poeta que lo oía,
le respondió en los términos siguientes:
al humilde jumento
su dueño daba paja, y le decía:
»Toma, pues que con eso estás contento.«
Díjolo tantas veces, que ya un día
se enfadó el asno, y replicó: »Yo tomo
lo que me quieras dar: pero, hombre injusto,
¿piensas
que sólo de la paja gusto?
Dame grano, y verás si me lo como.«
Sepa quien para el público trabaja,
que tal vez a la plebe culpa en vano;
pues si en dándola paja, come paja,
siempre que la dan grano, come grano.
Quien escribe para el público,
y no escribe bien, no debe fundar
su disculpa en el mal gusto del vulgo.
Fábula XXVIII.
El gozque y el
macho de noria
Bien habrá visto el lector
en hostería o convento
un artificioso invento
para andar el asador.
Rueda de madera es
con escalones; y un perro
metido en aquel encierro
le da vueltas con los pies.
Parece que cierto can
que la máquina movía,
empezó a decir un día:
»Bien trabajo, y
¿qué
me dan?
¡Cómo
sudo!
¡Ay,
infeliz!
Y al cabo, por gran exceso,
me arrojarán algún hueso
que sobre de esa perdiz.
Con mucha incomodidad
aquí la vida se pasa:
me iré, no sólo de casa
mas también de la ciudad.«
Apenas le dieron suelta,
huyendo con disimulo,
llegó al campo, en donde un mulo
a una noria daba vuelta.
Y no le hubo visto bien,
cuando dijo: »¿Quién
va allá?
Parece que por acá
asamos carne también.«
»No aso carne, que agua saco.«
El macho le respondió.
»Eso también lo haré yo.
Saltó el can, aunque estoy flaco.
Como esa rueda es mayor,
algo más trabajaré.
¿Tanto
pesa?... Pues
¿y
qué?
¿No
ando la de mi asador?
Me habrán de dar, sobre todo,
más ración, tendré más gloria.
Entonces el de la noria
le interrumpió de este modo:
»Que se vuelva le aconsejo
a voltear su asador,
que esta empresa es superior
a las fuerzas de un gozquejo.
¡Miren
el mulo bellaco,
y qué bien le replicó!
Lo mismo he leído yo
en un tal Horacio Flaco,
que a un autor da por gran yerro
cargar con lo que después
no podrá llevar; esto es,
que no ande la noria el perro.
Nadie emprenda obra superior a sus fuerzas.
Fábula XXIX.
El papagayo,
el tordo y la marica
Oyendo un tordo hablar a un papagayo,
quiso que él, y no el hombre, le enseñara;
y con sólo un ensayo
creyó tener pronunciación tan clara,
que en ciertas ocasiones
a una marica daba ya lecciones.
Así, salió tan diestra la marica
como aquel que al estudio se dedica
por copias y por malas traducciones.
Conviene estudiar los autores originales,
no los copiantes y malos traductores.
Fábula XXX.
El erudito y el ratón
En el cuarto de un célebre erudito
se hospedaba un ratón, ratón maldito,
que no se alimentaba de otra cosa
que de roerle siempre verso y prosa.
Ni de un gatazo el vigilante celo
pudo llegarle al pelo,
ni extrañas invenciones
de varias e ingeniosas ratoneras,
o el rejalgar en dulces confecciones
curar lograron su incesante anhelo
de registrar las doctas papeleras,
y acribillar las páginas enteras.
Quiso luego la trampa
que el perseguido autor diese a la estampa
sus obras de elocuencia y poesía:
y aquel bicho travieso,
si antes el manuscrito le roía,
mucho mejor roía ya lo impreso.
»¡Qué
desgracia la mía!
El literato exclama: ya estoy harto
de escribir para gente roedora;
y por no verme en esto, desde ahora
papel blanco no más habrá en mi cuarto.
Yo haré que este desorden se corrija...«
Pero sí: la traidora sabandija,
tan hecha a malas mañas, igualmente
en el blanco papel hincaba el diente.
El autor, aburrido,
echa en la tinta dosis competente
de solimán molido
escribe (yo no sé si en prosa o verso):
devora, pues, el animal perverso,
y revienta por fin... »¡Feliz
receta!
Dijo entonces el crítico poeta:
quien tanto roe, mire no le escriba
con un poco de tinta corrosiva.«
Bien hace quien su crítica modera,
pero usarla conviene más severa
contra censura injusta y ofensiva,
cuando no hablar con sincero denuedo
poca razón arguye, o mucho miedo.
Hay casos en que es necesaria la crítica severa.
Fábula XXXI.
La ardilla y el caballo
Mirando estaba una ardilla
a un generoso alazán,
que, dócil a espuela y rienda,
se adiestraba en galopar.
Viéndole hacer movimientos
tan veloces y a compás,
de aquesta suerte le dijo
con muy poca cortedad:
»Señor mío;
de ese brío,
ligereza
y destreza
no me espanto,
que otro tanto
suelo hacer, y acaso más.
Yo soy viva,
soy activa;
me meneo,
me pasco;
yo trabajo,
subo y bajo,
no me estoy quieta jamás.«
El paso detiene entonces
el buen potro, y muy formal,
en los términos siguientes
respuesta a la ardilla da:
»Tantas idas
y venidas;
tantas vueltas,
y revueltas,
quiero, amiga,
que me diga:
¿Son
de alguna utilidad?
Yo me afano,
mas no en vano:
sé mi oficio;
y en servicio
de mi dueño
tengo empeño
de lucir mi habilidad.«
Con que algunos escritores
ardillas también serán,
si en obras frívolas gastan
todo el calor natural.
Algunos emplean en obras frívolas tanto
afán como otros en las importantes.
Fábula XXXII.
El galán y la dama
Cierto galán, a quien París aclama
petimetre del gusto más extraño,
que cuarenta vestidos muda al año,
y el oro y plata sin temor derrama,
celebrando los días de su dama,
unas hebillas estrenó de estaño,
sólo para probar con este engaño,
lo seguro que estaba de su fama.
»¡Bella
plata!
¡Qué
brillo tan hermoso!
Dijo la dama:
¡viva
el gusto y numen
del petimetre, en todo primoroso!«
Y ahora digo yo. »Llene un volumen
de disparates un autor famoso,
y si no le alabaren, que me emplumen.«
Cuando un autor ha llegado a ser famoso
todo se te aplaude.
Fábula XXXIII.
El
avestruz, el dromedario y la zorra
Para pasar el tiempo congregada
una tertulia de animales varios
(que también entre brutos hay tertulias)
mil especies en ella se tocaron.
Hablose allí de las diversas prendas
de que cada animal está dotado.
Éste a la hormiga alaba, aquél al perro,
quién a la abeja, quién al papagayo.
»No (dijo el avestruz): en mi dictamen
no hay mejor animal que el dromedario.«
El dromedario dijo: »Yo confieso
que sólo el avestruz es de mi agrado.«
ambos tenían gusto tan extraño.
»¿Será
porque los dos abultan mucho?
¿O
por tener los dos los cuellos largos?
¿O
porque el avestruz es algo simple,
y no muy advertido el dromedario?
¿O
bien porque son feos uno y otro?
¿O
porque tienen en el pecho un callo?
O puede ser también...« – »No es nada de eso,
(la zorra interrumpió): aya di en el caso.
¿Sabéis
por qué motivo el uno al otro
tanto se alaban? Porque son paisanos.«
En efecto, ambos eran berberiscos;
y no fue juicio, no, tan temerario
el de la zorra, que no pueda hacerse
tal vez igual de algunos literatos.
También en la literatura suele dominar
el espíritu de paisanaje.
Fábula XXXIV.
El cuervo y el pavo
Pues como digo, es el caso,
y vaya de cuento,
un pavo y un cuervo.
Al término señalado,
¿cuál
llegó primero?
Considérelo quien de ambos
haya visto el vuelo.
»Aguarda, le dijo el pavo
al cuervo de lejos:
¿Sabes
lo que estoy pensando?
Que eres negro y feo.
Escucha: también reparo
(le gritó más recio),
en que eres un pajarraco
de muy mal agüero.
¡Quita
allá, que das asco,
grandísimo puerco!
Sí, que tienes por regalo
comer cuerpos muertos.«
»Todo esto no viene al caso
(le responde el cuervo);
porque aquí sólo tratamos
de ver qué tal vuelo.«
Cuando en las obras del sabio
no encuentra defectos,
contra la persona cargos
suele hacer el necio.
Citando se trata de notar los defectos de una obra,
no deben censurarse los personales de su autor.
Fábula XXXV.
La oruga y la zorra
Si se acuerda el lector de la tertulia
en que, en presencia de animales varios
la zorra adivinó por qué se daban
elogios avestruz y dromedario,
sepa que en la mismísima tertulia
un día se trataba del gusano
artífice ingenioso de la seda,
y todos ponderaban su trabajo.
Para muestra presentan un capullo;
examínanle, crecen los aplausos:
Y aun el topo, con todo que es un ciego,
confesó que el capullo era un milagro.
Desde un rincón la oruga murmuraba
en ofensivos términos, llamando
la labor admirable, friolera,
y a sus elogiadores, mentecatos.
Preguntábanse, pues, unos a otros:
»¿Por
qué este miserable gusarapo
el único ha de ser quien vitupere
lo que todos acordes alabamos?«
Saltó la zorra y dijo: »¡Pese
a mi alma!
El motivo no puede estar más claro.
¿No
sabéis, compañeros, que la oruga
también labra capullos, aunque malos?«
Laboriosos ingenios perseguidos,
¿Queréis
un buen consejo? Pues cuidado.
Cuando os provoquen ciertos envidiosos,
no hagáis más que contarles este caso.
La literatura es la profesión en que más se verifica
el proverbio:
¿Quién
es tu enemigo? El de tu oficio.
Fábula XXXVI.
La compra del asno
Ayer por mi calle
pasaba un borrico,
el más adornado
que en mi vida he visto.
Albarda y cabestro
eran nuevecitos
con flecos de seda
rojos y amarillos.
Borlas y penacho
llevaba el pollino,
lazos, cascabeles,
y otros atavíos.
Y hechos a tijera,
con arte prolijo,
en pescuezo y anca
dibujos muy lindos.
Parece que el dueño,
que es, según me han dicho,
un chalán gitano
de los más ladinos,
vendió aquella alhaja
a un hombre sencillo;
y añaden que al pobre
le costó un sentido.
Volviendo a su casa,
mostró a sus vecinos
la famosa compra,
y uno de ellos dijo:
»Veamos, compadre,
si este animalito
tiene tan buen cuerpo
como buen vestido.«
Empezó a quitarle
todos los aliños;
y bajo la albarda,
al primer registro,
le hallaron el lomo
asaz malferido,
con seis mataduras
amén de dos grietas
y un tumor antiguo
que bajo la cincha
estaba escondido.
»¡Burro,
dijo el hombre,
más que el burro mismo,
soy yo, que me pago
de adornos postizos!«
A fe que este lance
no echaré en olvido;
pues viene de molde
a un amigo mío,
el cual a buen precio
ha comprado un libro
bien encuadernado,
que no vale un pito.
Es ser muy necio comprar libros sólo
por la encuadernación.y tres lobanillos.
Fábula XXXVII.
El buey y la cigarra
Arando estaba el buey, y a poco trecho
la cigarra, cantando le decía:
»¡Ay,
ay!
¡Qué
surco tan torcido has hecho!«
Pero él la respondió: »Señora mía,
si no estuviera lo demás derecho,
usted no conociera lo torcido.
Calle, pues, la haragana reparona;
que a mi amo sirvo bien, y él me perdona
entre tantos aciertos, un descuido.«
¡Miren
quién hizo a quién cargo tan fútil!
¡Una
cigarra al animal más útil!
Mas
¿si
me habrá entendido
el que a tachar se atreve
en obras grandes un defecto leve?
Muy necio y envidioso es quien afea
un pequeño descuido en una obra grande.
Fábula XXXVIII.
El guacamayo y la
marmota
Un pintado guacamayo
desde un mirador veía
cómo un extranjero payo,
que saboyano sería,
por dinero una alimaña
enseñaba muy feota,
dándola por cosa extraña:
es a saber: la marmota.
Salía de su cajón
aquel ridículo bicho;
y el ave, desde el balcón,
le dijo: »¡Raro
capricho,
siendo tú fea, que así
dinero por verte den,
cuando siendo hermoso, aquí
todos de balde me ven!
Puede que seas, no obstante,
algún precioso animal;
mas yo tengo ya bastante
con saber que eres venal.«
Oyendo esto un mal autor,
se fue como avergonzado.
-¿Por
qué? -Porque un impresor
le tenía asalariado.
Ordinariamente no es escritor de gran
mérito el que hace venal el ingenio.
|